12:00

Mario miró otra vez su móvil, por si se había confundido. A lo mejor era un error. Pero no, ahí seguía el mensaje. En su fuero interno sabía, desde la primera vez que lo vio hacía ya media hora, que todo era real. Pero aún tenía esa pequeña esperanza que todo condenado a muerte conservaba, decidido a creer en un fallo en el sistema, que en cualquier momento recibiría otro mensaje diciendo: "¡Eh! ¡amigo! Disculpa, no era para ti". Eso no iba a pasar.

Lo mejor que podía hacer Mario era resignarse, pero eso era lo que había estado haciendo durante toda su vida. Y ese día, en la azotea del edificio donde trabajaba, pensó si no sería mejor empezar a cambiar las cosas.

Estaba sentado en un incómodo banco que habían subido de la calle cuando comenzó la ley antitabaco. El edificio tenía quince plantas y para los fumadores de las últimas bajar durante la pausa suponía perder casi todo el tiempo tan preciado que tenían para almorzar, debido a que toda la empresa descansaba en dos turnos durante una hora. Los ascensores se colapsaban y las escaleras eran un infierno, por lo que ese cutre oasis en la cima del edificio era un alivio para muchos de ellos. Aunque pocos se sentaban, ya que así era como se pasaban todo el día en la oficina. Por eso, a pesar de haber instalado un cubo de latón que hacía las veces de cenicero (y se vaciaba de año en año, solo cuando rebosaba) la superficie de la azotea estaba llena de colillas y ceniza. No era un lugar muy agradable, pero sí muy necesario. Sobre todo para Mario en esos momentos.

Había pedido una pausa en el trabajo, no se encontraba bien. Se le notaba en la cara, porque su jefa, Sonia, le dejó sin rechistar con la promesa de que lo recortaría de su tiempo de descanso. Consiguió atrancar la puerta con el banco, que no era de un material muy pesado (Antonio, el héroe que lo subió por el ascensor, no pesaba más de 55 kilos y lo hizo él solo). En ese momento no quería que nadie le molestase. Aunque era difícil que esto pasase puesto que la hora del almuerzo aún no había llegado, no era imposible. Más de uno conseguía escaparse dos minutos para unas caladas rápidas. Sobre todos los de la última planta donde trabajaba Mario.

Sacó su paquete de Marlboro que estaba arrugado y quedaban cinco cigarros. Lo llevaba desde hacía tres semanas en las que no había probado ni uno. Ganas no le faltaban, pero era un pequeño acto de rebeldía tras su ruptura con Miguel. Después de tantos años discutiendo porque dejase su vicio, cuando rompió su relación con él Mario decidió que dejar el tabaco sería una pequeña victoria. Miguel no lo sabría, pero eso no le importaba. Era algo más profundo. Le daba ese poder que nunca había tenido durante la relación.

Mirando al horizonte abrió el paquete, cogió un cigarro y lo encendió. La primera calada le produjo una pequeña tos y carraspera, pero cuando la nicotina volvió a entrar en su cuerpo sintió que respiraba de nuevo.

Pensó en cómo los últimos años con Miguel no había podido disfrutar de sus pequeñas decisiones. Erróneas o acertadas, siempre eran elección de Miguel. Mario podía tomar parte, pero nunca tenía la última palabra. Ni la primera. Durante esos minutos, contemplando el cielo azul y escuchando ese bullicio que caracterizaba a la zona comercial de la ciudad, reflexionó y recordó la última vez que hablaron, cuando Miguel decidió que así fuese.

—Mario, de verdad, esto no puede continuar así. Yo ya no puedo más.

—No me puedo creer que me estés haciendo esto. Después de todo lo que hemos vivido.

—¿De qué todo, Mario? ¿Te estás escuchando?

Ese día, como muchos otros, Mario había llegado tarde del trabajo. Las cuotas de ventas habían subido en los últimos meses y Mario, acostumbrado a llegar anteriormente con dificultad, ahora lo tenía más difícil. Cuando llegó al apartamento encontró a Miguel sentado en el sofá con la televisión apagada. Miraba hacia la puerta, pues le había escuchado llegar. Ahí supo Mario que algo malo pasaba y que de esta no se iba a poder escaquear con palabras bonitas o evitando el conflicto.

Fue entonces cuando Miguel le tendió un papel que tenía apartado de la vista de Mario hasta ese momento. Eran tickets de compra. Denegado, saldo insuficiente, no tiene crédito. Tres distintos, todos del mismo importe y ninguno se había cobrado.

—Necesito más libertad para mis proyectos, Mario. Y si no tenemos crédito no puedo llegar más lejos. ¿Cómo compraré mis materiales?

"No tengo crédito, querrás decir. Tu no has aportado ni un euro desde la cerveza a la que me invitaste la primera vez que nos vimos" pensó Mario. Pero no lo dijo, porque él no decía esas cosas. Las acumulaba, al igual que las deudas. En su lugar, contestó:

—Lo siento. Ya sabes que nos subieron los objetivos en la empresa con el cambio de directiva. Me está siendo difícil llegar, pero lo conseguiré.

Mario dejó las llaves del coche, que aún seguía pagando, en la mesa y se sentó al lado de Miguel que, instintivamente, se alejó un poco de él.

—Eso dijiste la última vez y no veo que hayas intentado mejorar. Nuestra cuenta no puede obtener otro crédito, ya lo pregunté en el banco cuando salí de la tienda.

Claro que no tenían crédito. Estaba pagando el coche con uno de ellos. Y tuvo que pedir otro para pagar el del coche. Y otro más, tres en total. No hubiese hecho falta si la última aventura empresarial de Miguel no hubiese acabado antes de empezar. No pudo evitar dirigir su mirada hacia la esquina del salón donde se apiñaban doce cajas llenas de frascos y cera para fabricar velas. Miguel quería venderlas por su Instagram e incluso contrató anuncios por la red social y en otras páginas. Pero a sus quinientos seguidores tampoco les entusiasmó la idea, puesto que no había recibido ni un solo encargo. Ni siquiera había abierto las cajas. En total: un crédito de diez mil euros que se fue nada más llegar. Porque también necesitaba mejorar su imagen, para llamar a más seguidores con ropa y complementos caros. Mario no preguntaba sobre esos temas, le daba el dinero y ya está. Al principio sí se interesaba, pero eso desencadenaba una discusión en la que Miguel desaparecía durante días y Mario sufría. No podía estar sin él, la perspectiva de quedarse solo se le hacía insoportable. Sin Miguel, no le quedaría nada.

Pero ese día era distinto. Sería porque en la oficina había perdido una hoja de potenciales clientes debido a que uno de ellos se había dado cuenta de que el ahorro no era tanto como hacían ver con su entusiasmo los vendedores y lo había contado a los demás. Esos días eran los peores, así que Mario no estaba de ánimos para pasar de nada. Una de las pocas veces en su vida que le pasaba eso.

—Claro que no tenemos crédito, Miguel —respondió mientras apretaba los puños y seguía mirando en dirección al "fantástico negocio" de su novio—. Sabes perfectamente que no nos lo amplían más.

—Y tú sabes perfectamente que necesito el dinero para promocionar mi marca.

—No lo necesitas, lo quieres. Y ahora mismo es algo que no te puedo ofrecer.

—¿Y qué quieres que haga? Necesito hacerme con ese material para vender mis proyectos. La impresora 3D es importante para los moldes de la plata.

—¿No puedes hacerlos a mano? —preguntó Mario a sabiendas de que se estaba metiendo en un terreno pantanoso.

—¿Cómo los voy a hacer a mano? ¿Estamos en la época medieval o qué? Hay que modernizarse, Mario.

—No nos lo podemos permitir, no hay más que hablar.

En ese punto de la conversación, Mario sabía que le iba a tocar dormir en el sofá e incluso que Miguel se fuese unos días a casa de algún amigo. Pero por primera vez en su relación no le importó. Ese día había sido demasiado para él, solo quería tomarse una cerveza y tumbarse a que pasase la noche. Ya se disculparía más tarde. Pero ese "más tarde" no iba a llegar y eso Mario aun no lo sabía, porque si no hubiese terminado la conversación en ese preciso instante.

—Eres increíble, Mario. No puedo creer que no confíes en mis sueños —dijo Miguel con los ojos humedecidos por las lágrimas, un truco que podía controlar y le funcionaba—. Necesito que me apoyes y, si tú no puedes, tendré que buscarme a otro que sí lo haga.

Mario suspiró. Él sabía lo mucho que le angustiaba oírle decir esas palabras. Ya no tenía esa fortaleza con la que había llegado al piso, decidido a no dejarse amedrentar. Iba disminuyendo con su autoestima.

—Miguel, confío en ti, de verdad. Solo dame tiempo para que nos podamos recuperar. Ahí debería haber parado, pero no lo hizo—. También podría conseguirte un trabajo en mi oficina. Estaríamos juntos y conseguiríamos reponernos antes.

Miguel enrojeció por momentos y se levantó muy afectado. En este punto, el cerebro de Mario supo que nada iba a salir bien. Debería haberse callado y dejado que el problema continuase en el tiempo hasta encontrar una solución económica.

—¿Cómo te atreves siquiera a mencionar ese tema? Sabes que tengo que invertir mucho tiempo en esto. —"Tiempo en el sofá con el móvil y en la calle sacándote fotos, querrás decir" pensó Mario—. No puedo atarme a una jornada laboral y dejar de lado todo. ¿No te lo he dicho mil veces?

—Sí, pero pensaba que solo unos meses de trabajo nos vendrían bien para que nos levantáramos y ya podrías volver —dijo Mario murmurando, consciente de que debería callarse si no quería que la cosa fuese a peor.

—No te reconozco. Creía que este tema había quedado claro. —Abrió el cajón de debajo del televisor y sacó un cartón de tabaco—. ¿Y esto? Aún sigues con ello. No eres capaz de dejarlo por mí y nos ahorraríamos un montón de dinero.

—Sabes que lo he intentado, pero no puedo. Además, no es tanto lo que gasto en ello. No más que tú en copas un sábado por la noche.

—¡Pero yo sí qué necesito esas copas! Tengo que dejarme ver y fotografiar para buscar contactos. Eres demasiado débil, es por eso que no quieres dejarlo. ¿O es qué no me quieres lo suficiente?

—Te quiero más que a nada, Miguel.

—Pero no tanto como para dejar de fumar, ¿verdad?

Mario no contestó enseguida y eso supuso el fin a su relación. Miguel fue a dormir a casa de unos amigos en común. Al día siguiente Mario intentó llamarlo, pero no contestaba. Y cuando volvió a casa de la oficina vio que se había llevado todas sus cosas. En ese momento volvió la ansiedad.

Intentó localizarlo llamando a todos sus amigos y cuando al fin consiguió encontrarlo no quería hablar con él. Fueron tres días horribles en los que se presentó todas las mañanas en la puerta del bloque dónde se encontraba Miguel con una pareja de amigos que tenían en común. Llamaba y escribía a todas horas, pero no hubo remedio. Su rendimiento en el trabajo bajó y, aunque no peligraba su puesto, sí lo hacía su bono. Con todas las deudas que tenía no podía permitírselo, así es que volvió a encerrarse en sí mismo. Fue ahí cuando comenzó su pequeña venganza de dejar de fumar. Le producía un alivio sincero y retiraba un poco ese velo gris que tenía siempre en los ojos y que desde la marcha de Miguel había adquirido una tonalidad mucho más oscura.

Con ese recuerdo apagó su cigarrillo, pero justo después encendió otro. Tenía que pensar y la nicotina era como gasolina para su cerebro. Las deudas tras la ruptura con Miguel habían aumentado más aún debido a los intereses por impago y a que sus comisiones no conseguían remontar.

La ansiedad y la depresión que se fraguaban dentro de él desde hacía años habían alcanzado su punto más álgido en las últimas semanas. Su relación con Miguel, al principio, alimentó todo esto. Pero su pérdida era aún peor. Mario, desde que tuvo uso de razón, necesitó compañía. Alguien que estuviese allí cuando llegase a casa. Le resultó muy difícil salir del armario, habían sido muchos años de burlas en el colegio cuando ni él mismo conocía sus sentimientos. Su familia no conocía ese aspecto de su vida y tampoco le importaba. Mucho tiempo de abusos físicos de su padre con la complicidad de su madre y su único apoyo había sido siempre su hermana, que fue la que le animó a instalarse la aplicación con la que conoció a Miguel. Falleció dos años atrás en un accidente de tráfico y Mario no recuerda ningún momento peor en su vida.

Esa era una de las razones por las que Miguel era tan importante para él. Fue un reemplazo al que conoció gracias a su hermana. Y en ese momento ya no le quedaba nada.

El trabajo no era mucho mejor. Había acabado en "Tu mejor plan" hacía diez años, cuando empezaba el segundo curso en la universidad. Al principio solo fue una ayuda para los estudios, pero descubrió que no se le daba mal y a los seis meses dejó la carrera para poder contar con ese dinero e independizarse y poder huir de casa. Su hermana le apoyó, sabía de las "terapias" caseras de conversión a las que su padre le había sometido durante años, por mucho que Mario negase su homosexualidad. En su pequeña comunidad, dada su propensión a llorar y ser la burla de todos, seguían insistiendo a su padre que tenía que hacer algo con él. Necesitaba escapar.

Consiguió el piso y rompió todos sus lazos. Al principio, todo fue bien sobre todo gracias a su recién adquirida libertad, pero poco a poco ese velo gris en su mirada volvió.

En el trabajo, al haber acabado los meses de prueba, cada vez le exigían más. Su pequeño cubículo en el que no cabía más que el teléfono y su archivador de contactos se le hacía cada vez más asfixiante. Al final acabó como todos, maquillando el producto y buscando a los clientes más vulnerables. Cuando conseguía vender un paquete vacacional, pedía una lista de amigos y gracias a ello te duplicaban el número de noches en el hotel. Siempre decían que era un producto exclusivo (cosa que era mentira) y que escogieses bien a quien se lo querías ofrecer. Pedían números de gente mayor o amigos con ingresos altos, todo de una forma muy sutil. Esto aumentaba el sentimiento de culpa de Mario, le corroía por dentro lo que hacía. Pero la otra opción era volver a casa y eso no iba a ser posible.

Por lo tanto, continuó igual. Y, a medida que las deudas aumentaban, su ánimo disminuía. Durante los últimos meses estaba siendo muy despistado y perdía dinero, lo que hacía crecer su malestar. Y el círculo se cerraba siendo cada vez más descuidado. Ahora mismo, su vida era un completo desastre.

Y entonces, esa mañana, mientras estaba sentado en su mesa relajándose para poder hacer frente a una nueva jornada, le llegó el mensaje. Nunca había imaginado que podría tocarle a él. Sus problemas eran tan grandes y continuados que pensó que ya no cabrían más, pero estaba muy equivocado.

Desde esa mañana era el Medio de las doce.

Después de la incredulidad pensó que vendría el miedo, pero se equivocó. Ahí sentado en la azotea en un banco mugriento, rodeado de colillas y disfrutando del tabaco después de muchos días, Mario sintió una paz como no la había sentido en mucho tiempo. Tras el cuarto cigarro el velo gris había desaparecido, miraba el cielo azul con otros ojos. Porque por una vez en su vida tenía el poder de decidir, tenía una nueva motivación. No sería algo que decidiesen sus padres, que tanto daño le habían hecho. Ni su jefa, que le presionaba tanto. Ni Miguel, al que nunca le parecería suficiente todo lo que hacía por él. Ni siquiera a su hermana que, aunque fuese por su bien, siempre lo había tenido demasiado protegido. Al fin podría decidir.

Se levantó y se acercó a la puerta, pero en el momento en el que cogió el pomo una idea cruzó su mente. Durante diez segundos se quedó quieto hasta que al final una sonrisa se dibujó en su rostro. Dio la vuelta y corriendo se dirigió a la cornisa del edificio y, sin pensárselo dos veces, saltó.

Lo último que pensó Mario fue que Miguel se cabrearía mucho por no haber intentado ganar el premio. Sobreviviendo o dejando que ganase él cómo Sexto, cosa más probable.

Y que Miguel no pudiese decidir eso a Mario le hizo muy feliz. 

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