1era Parte

—¡Listo! —dijo el cabecilla luego de colgar aquella llamada.

Todos los hombres se levantaron y lo siguieron fuera de la habitación asquerosa y muy acorde en la que estaban habitando mientras hacían el encargo.

Eran cuatro las personas las ocupadas de terminar con aquel bulto que no hacía más que estorbar en la sociedad, haciéndoles daño a las mujeres y hasta a personas inocentes. Tenía que eliminar la plaga del mes. No había recompensa, solo valía la satisfacción de hacerlo por lo que le hizo a su hija y amiga.

—¿A dónde vamos jefe? —preguntó uno de ellos mirándolo por el retrovisor. Carlos, era su nombre.

—Está siendo vigilado por Caliche —dijo—. Vamos al museo.

El chofer asintió y emprendieron camino en la gran 4x4 negra con vidrios oscuros. Todos sabían de aquel auto, todos se atemorizaban de aquella camioneta que siempre los altos mandos policiales ignoraban al pasar. Era el mandamás de todo Caracas, y eso hasta el presidente lo sabía.

Llegaron al lugar totalmente en silencio, las luces bajas y con total sigilo mientras lo observaban de buzo escondido tras unos árboles lejanos. La misma escoria que habían estado semanas vigilando, estaba allí de fisgón.

—Lléguenle por detrás a ese marico, pasaremos un buen rato desde hoy—sentenció el jefe y los demás no hicieron más que asentir y obedecer.

Dos de los cuatro hombres que había en la camioneta se bajaron y sin que el muchacho se diera cuenta, lo rodearon con chopos en sus bolsillos y con mucha discreción.

El frío metal en la nuca lo sorprendió de repente, pudieron ver como Víctor trató de voltear pero la fuerza que ejercía el arma sobre él, lo dejó helado. Levantó las manos poco a poco y las colocó sobre su cabeza en un modo de rendición. Ya había tenido muchos encuentros como esos, y sabía muy bien que solo necesitaba llamar a su madre para que les sobornara y lo soltaran.

Pero lo que él no sabía era que no querían su dinero, sino su dolor y sufrimiento.

Los hombres con total disimulo lo arrastraron hasta la camioneta y les extrañó encontrar al objetivo tan relajado. Seguramente no tendría idea de lo que le esperaba al desgraciado.

Con las puertas cerradas y dos armas a sus costados, él no hizo más que recostarse en los muebles de cuero color marrón y sonreír con guasa. Algo que molestó al cabecilla. Por lo que se volteó y le propinó un golpe con el puño en su nariz, rompiéndola en el acto.

El aullido que soltó el muchacho con dolor mientras la sangre corría por su cara hasta su blanca camisa, retumbó en toda la camioneta. Intentó defenderse pero los hombres lo aprisionaron con las armas a cada sien. Aterrándolo de inmediato.

—¿Cuánta plata quieren? —dijo tratando de huir lo antes posible de aquella situación—. Solo necesito pirar de aquí. Les daré lo que quieran.

Trataba de usar la jerga de las calles lo más natural posible, aquella que aprendió a la fuerza solo para mantenerse a la altura de las personas que aunque no quisiera, trataría siempre por su mala vida.

—No queremos tu asquerosa plata mamagüevo —escupió uno de ellos. Alberto se llamaba.

—¡Entonces suéltame! —sentenció el hombre pidiendo clemencia.

Todos en la camioneta soltaron una carcajada llena de lástima para con él, siempre les hacía divertido cuando sus presas lloraban por compasión.

—Miren a este, le gusta la manguangua —murmuró uno de ellos eufórico.

Un nuevo golpe en las costillas y otro aullido lleno de dolor salió de su boca ensangrentada.

—¿Qué quieren de mí? —dijo casi sin aire. Le costaba respirar.

Encendieron la camioneta y comenzaron a andar nuevamente hacia su cueva. Allí dónde habrá diversión y aullidos de dolor.

—¿Víctor Villamizar? —preguntó el cabecilla.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?

—Soy la muerte sapo, ya es hora de que visites el infierno —dijo uno de ellos riendo.

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