XXI. Ben Weatherstaff

Una de las cosas más extrañas de la vida es que sólo muy de vez en cuando se siente la impresión de que se vivirá para siempre. Esta sensación se tiene en ocasiones como cuando se sale al amanecer y se mira el pálido cielo que empieza a cambiar de color. El sol se levanta con una majestad que no cambia, como lo ha hecho por miles de años, entonces sólo por un momento se experimenta esa sensación.

Eso fue lo que sintió Colin cuando por primera vez vio y sintió la primavera dentro de las cuatro paredes del jardín secreto. Esa tarde todos los elementos se combinaron para aparecer perfectos, radiantes y amables ante el niño. Posiblemente la bondad celestial envió a la primavera para que cubriera con sus brotes el lugar.

—¡Está maravilloso! —dijo Dickon—. En mis doce años he visto muchas tardes, pero jamás vi una como ésta.

—Creo —dijo Colin, soñadoramente— que llegó expresamente para mí.

Empujaron la silla bajo el ciruelo color blanco nieve del que emanaba la música que producían las abejas. Era como estar sentado bajo el dosel del trono del rey de las hadas. Colin, desde su silla, observaba cómo Dickon y Mary trabajaban. Ellos le traían brotes abiertos y cerrados, ramitas cuyas hojas recién empezaban a verdear, la pluma de un pájaro carpintero que encontraron sobre el pasto, o la pequeña cáscara vacía de un huevo.

Luego Dickon empujó la silla alrededor del jardín mostrándole las maravillas de la primavera. Era como si mostraran sus dominios al rey. A medida que avanzaba la tarde y el sol parecía cada vez más radiante, nuevamente colocaron la silla bajo el dosel del ciruelo para escuchar a Dickon tocar una melodía con su flauta. En esto Colin vio algo que hasta entonces no había notado.

—¿Es ése un árbol muy viejo? —preguntó.

Los niños se alarmaron. Prontamente Dickon, con voz suave, le explicó que, si bien ahora se veía seco y viejo, una vez que las rosas trepadoras lo cubrieran sería el árbol más lindo del jardín.

—Parece como si una de sus gruesas ramas se hubiera roto —dijo Colin—. ¿Cómo sucedería?

—Sucedió muchos años atrás —comentó Dickon.

En ese momento pasó volando el petirrojo en busca de comida. Con gran alivio, Dickon se lo mostró al niño, distrayendo así su atención del árbol. Este al verlo con algo en el pico comentó riendo:

—Le lleva té a su pareja. Quizás son las cinco de la tarde. Creo que a mí también me gustaría comer algo.

Pasado el peligro de que Colin hiciera nuevas preguntas sobre el árbol, Dickon comentó en secreto a Mary que su mamá creía que la señora Craven vagaba por el jardín buscando a su hijo y que probablemente ella los había impulsado a trabajar ahí y los había hecho llevar a su hijo. A su vez, Mary pensó que la oportuna llegada del petirrojo había sido obra de magia, como lo era también la forma en que se comportaba Colin. Parecía imposible que fuera el mismo niño que gritaba y mordía almohadas.

Como tenían hambre pidieron que les llevaran una canasta con comida y, en cuanto estuvieron a solas, la acarrearon hasta el jardín secreto. Fue una merienda estupenda. Tomaron té caliente con tostadas y panecitos, mientras vanos pájaros acudieron a investigar y a picotear migajas. Nut y Shell se llevaron un trozo de pan dulce al árbol cercano; Soot partió a un rincón con media tostada y, luego de darle varias vueltas, decidió tragársela de una sentada.

La tarde había avanzado y el color del sol se hacía más profundo. Los niños estaban sentados con la canasta arreglada y preparados para partir. A su vez, las abejas volvían a su colmena y los pájaros pasaban cada vez con menos frecuencia.

—No quiero que la tarde termine —dijo Colin—. Pero volveré mañana y todos los días. Tomaré mucho aire y ahora que he visto la primavera, veré también el verano. Sabré cómo crecen las rosas y yo creceré con ellas.

—Y luego podrás caminar y cavar como cualquier otro niño —dijo Dickon.

—¡Caminar y cavar! ¿Crees que podré hacerlo? —exclamó Colin enrojeciendo.

Dickon y Mary lo miraron con cautela. Jamás habían preguntado qué era lo que sucedía con sus piernas.

—¡Claro que sí! —dijo Dickon firmemente—. Tienes piernas como cualquier niño.

Mary se sintió muy asustada, hasta que oyó que Colin decía:

—Mis piernas sólo están débiles y flacas; por eso tiemblan y no me atrevo a pararme.

Dickon y Mary dieron un suspiro de alivio.

—Cuando dejes de tener miedo, no te temblarán —dijo Dickon con renovada alegría—. Pronto lo harás.

—¿De verdad crees que lo haré? —preguntó Colin, todavía incrédulo.

Se quedaron inmóviles mientras el sol caía. Era la hora en que todo se aquieta y ellos estaban cansados luego de la excitación del día. Incluso los animalitos habían cesado sus actividades y rodeaban a los niños. Repentinamente se sobrecogieron al escuchar a Colin que murmuraba alarmado:

—¿Quién es ese hombre?

Mary y Dickon se levantaron al unísono y vieron la indignada cara de Ben Weatherstaff que, parado sobre una escalera, los observaba desde lo alto del muro. Apuntando a Mary le dijo:

—Si yo no fuera soltero y usted fuera mi hija, le daría una paliza.

Mary se le acercó.

—Ben, fue el petirrojo que sin darse cuenta me mostró el camino —le dijo.

Aún furioso y no creyendo una palabra de cuanto ella decía sintió que se le caía la mandíbula al observar quien se acercaba.

Dickon empujaba la silla de un niño que, sentado entre lujosos cojines, parecía un joven raja.

—¿Sabes quién soy yo? —le preguntaba Colin, con voz imperiosa.

Los ojos de Ben lo miraban como si vieran un fantasma. Se pasó la mano por los ojos y contestó con voz extraña:

—¡Los que me miran son los ojos de su madre! Tiene que ser el inválido.

Olvidándose de que había tenido la espalda enferma, Colin, con la cara roja de furia, se enderezó muy tieso y gritó:

—¡Yo no soy un inválido!

Ben nuevamente se pasó la mano por la cara, temblando. Él era un viejo ignorante y sin tino, que sólo recordaba lo que le habían contado.

—¿Es que acaso no tiene la espalda y las piernas torcidas? —le dijo con voz ronca.

—¡No! —gritó Colin.

Era demasiado para Colin. Él no sabía que se comentaba que tenía las piernas torcidas. El escuchar a Ben era más de lo que podía soportar. La furia y el orgullo dolido le hicieron olvidar su pasado y le dieron una fuerza casi sobrenatural.

—¡Ven aquí! —le gritó a Dickon—. ¡Ven aquí, al momento!

Dickon corrió a su lado, mientras Mary, muy pálida, repetía:

—¡Él puede hacerlo! ¡Él puede hacerlo!

El niño hizo a un lado las mantas que lo cubrían y, ante la vista de todos, aparecieron sus delgadas piernas. Colin se tomó del brazo de Dickon y apoyó sus pies en el pasto. Por fin estaba de pie, tan derecho como una flecha y lanzando chispas por sus ojos. Se veía muy alto con su cabeza echada hacia atrás.

—¡Mírame! —le disparó a Ben—. ¡Mírame ahora!

—¡Es tan derecho como yo! —gritó Dickon—. ¡Tan derecho como cualquier muchacho de Yorkshire!

A continuación, Ben hizo algo extraño. Atragantado, tosió mientras las lágrimas corrían por sus arrugadas mejillas. Juntando las manos, dijo:

—¡Por favor! Las mentiras que cuenta la gente. ¡Que Dios lo bendiga!

Dickon lo sujetaba firmemente, pero Colin no desmayaba. Muy tieso miró cara a cara a Ben y le dijo:

—Cuando mi padre no está, yo soy el amo y me tiene que obedecer. Este es mi jardín y no quiero que diga ni una palabra sobre él. Baje de la escalera y Mary le mostrará la entrada. ¡Quiero hablarle!

Ben, con su cara todavía húmeda por las lágrimas, parecía no poder apartar los ojos de la juvenil figura de Colin.

—¡Muchacho! —murmuró—. ¡Mi muchacho!

En esto, como recordando quién era, se tocó la gorra y desapareció tras el muro.

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