XIV. El joven rajá

El páramo había desaparecido tras la neblina mañanera y la lluvia no había cesado de caer en toda la noche. No podría salir. En la tarde Mary le pidió a Martha que se sentara con ella. Esta trajo su tejido, el que no abandonaba cuando no tenía otra cosa que hacer.

—¿Qué le pasa? —le preguntó en cuanto se sentó—. Parece que quiere decirme algo.

—Descubrí quién lloraba —dijo Mary. —¡No puede ser! —exclamó.

—Lo oí durante la noche —continuó Mary—, me levanté y encontré a Colin.

La cara de Martha se puso roja del susto. —¡Pero señorita Mary! —dijo casi llorando—, no debiera haberlo hecho. Yo jamás le conté nada sobre él y ahora perderé mi trabajo. ¡Qué hará mi mamá!

—No perderá su trabajo —dijo Mary—. Colin estaba contento de verme y conversamos mucho.

—¿De verdad que estaba contento? ¿Está segura? Usted no sabe cómo se pone cuando algo lo molesta. Si se enoja, grita para asustarnos; sabe muy bien que no osamos contradecirlo.

—Él no estaba enojado y no quería que me viniera. Incluso me mostró el retrato de su mamá. Martha quedó boquiabierta.

—Casi no lo puedo creer —exclamó—. Si él se hubiera encontrado como acostumbra, habría despertado a toda la casa con su rabieta. No deja que los extraños lo vean. Pero ¡qué voy a hacer! Si la señora Medlock se entera, pensará que desobedecí sus órdenes.

—Por el momento será un secreto —dijo firmemente Mary—. Él quiere que vaya a conversar con él enviándome recado con usted.

—Entonces quiere decir que lo embrujó —decidió Martha, dando un largo suspiro.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó Mary.

—Nadie lo sabe exactamente —dijo Martha—. Cuando nació y murió la señora, el señor Craven casi se volvió loco. Incluso los doctores pensaron que tendrían que llevarlo a un manicomio. Él no quería ver al niño y desvariaba diciendo que, si era un jorobado como él, preferiría que muriera.

—¿Colin es jorobado? A mí no me lo pareció —dijo Mary.

—Todavía no lo es. Pero todo empezó mal. Mi mamá dice que desde chico pensaron que tendrían que mantenerlo tendido en cama. No lo dejaban caminar por temor a que su espalda no resistiera. Luego, un famoso doctor de Londres que vino a verlo le hizo quitar unos fierros que le habían colocado y le dijo al médico de la familia que le habían dado demasiadas medicinas y que lo habían dejado hacer lo que él quería.

—Creo que es un niño muy regalón —dijo Mary.

—Ahora está peor que nunca. Claro que en varias ocasiones ha estado gravemente enfermo. Un día creyendo que no la oía, la señora Medlock comentó delante de él que lo mejor que podía suceder era que muriera. De pronto vio a Colin mirándola fijamente y él le dijo: "Déjese de hablar y tráigame sopa".

—¿Cree que morirá? —preguntó Mary.

—Mamá dice que no existe ninguna razón para que no viva, si toma aire fresco y no pasa todo el día tendido de espaldas leyendo y tomando remedios. Él es débil y no le gusta molestarse en salir. Además, se enfría con facilidad y cae enfermo.

Mary miraba pensativa el fuego.

—Me pregunto —dijo despacio— si le haría tan bien como a mí salir al jardín y ver cómo crecen las cosas.

—Una de las peores rabietas la tuvo un día que lo llevaron junto a las rosas del estanque. Acto seguido empezó a estornudar y uno de los jardineros que no lo conocía pasó por su lado y lo miró con curiosidad. Esto le dio un ataque de rabia, al creer que lo miraba porque iba a ser jorobado. Lloró de tal manera, que esa noche enfermó gravemente.

—Si se enoja conmigo, no iré a verlo nunca más —dijo Mary.

—Si él lo quiere, tendrá que ir —le contestó Martha—. Es mejor que lo sepa desde ahora.

Poco después sonó la campanilla. Era la enfermera que llamaba a Martha para que se quedara con el niño. A los pocos minutos volvió con cara perpleja.

—No hay duda de que lo embrujó —dijo—. Colin, sentado en el sofá rodeado de sus libros, ordenó a la enfermera que no volviera hasta las seis y me dijo: "Quiero que venga Mary Lennox a conversar conmigo y acuérdese de no decir nada a nadie".

Mary partió de inmediato. Aun cuando hubiera preferido ver a Dickon, también le interesaba conversar con Colin.

Al entrar en la habitación del niño, por primera vez a la luz del día, se dio cuenta de que era un dormitorio muy hermoso. Tanto las cortinas como los tapices tenían colores brillantes, y los libros y cuadros hacían que la pieza se viera confortable, a pesar del cielo gris y la lluvia que caía. Colin parecía un cuadro. Envuelto en una bata de terciopelo, se encontraba acomodado sobre cojines de brocado y sus mejillas estaban muy rojas.

—¡Entra! —dijo—, toda la noche he pensado en ti. —Yo también pensé en ti —le respondió la niña—. No te imaginas lo asustada que está Martha, cree que le echarán la culpa de haberme contado y perderá su empleo.

El frunció el entrecejo.

—Anda a la pieza del lado y dile que venga.

Martha entró temblando y Colin le habló severamente.

—¿Es que no sabes que tanto tú como los demás empleados deben hacer lo que yo les pido?

—Sí, señor —dijo Martha.

—Si yo te ordeno que traigas a la señorita Mary nadie osará reprenderte —dijo el joven señor.

—Yo sólo quiero cumplir con mi deber, señor.

—Tu deber es hacer lo que yo quiero que hagas. Ahora puedes marcharte —dijo Colin con voz grandiosa.

Cuando la puerta se cerró tras Martha, Colin vio que Mary lo miraba fijamente.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó—. ¿En qué estás pensando?

—Pienso en dos cosas —dijo Mary sentándose en un piso a su lado—. La primera es que una vez en la India vi a un joven rajá que hablaba a la gente como tú lo acabas de hacer. Todos le tenían que obedecer, de lo contrario, probablemente los mandara matar.

—Más adelante quiero que me cuentes sobre los rajaes; ahora quiero saber qué otra cosa estabas pensando.

—Pensaba —dijo Mary—, cuan diferente eres de Dickon.

—¿Quién es Dickon? —dijo—. Qué nombre tan extraño.

—Es el hermano de Martha y tiene doce años —explicó—. No se parece a ninguna otra persona, puesto que es capaz de encantar a los animales y pájaros, tal como los nativos de la India hacen con las serpientes. Cuando Dickon toca su flauta, los animales se acercan a oírlo.

Tomando uno de los libros, él le mostró un maravilloso dibujo de un encantador de serpientes.

—¿Puede Dickon hacer eso? —le preguntó ansiosamente.

—Como él ha vivido toda su vida en el páramo, conoce la manera de atraer a los animales y pájaros.

Colin se sentó sobre los cojines y con las mejillas más rojas que nunca le pidió:

—Cuéntame más sobre él.

Ella le contó cómo Dickon sabía guardar los secretos de los animales y pájaros, y varios pormenores de lo mucho que conocía con respecto al páramo.

—¿Le gusta el páramo? —preguntó Colin—. Es un lugar tan enorme, vacío y monótono.

—¡Es precioso! —protestó Mary—. Crecen miles de pequeñas cosas y cientos de criaturas hacen sus nidos en él.

—Y tú, ¿cómo lo sabes? —dijo Colin, volviéndose a mirarla.

—En realidad no he estado ahí —recordó repentinamente Mary—. Sólo lo crucé una noche y en esa ocasión me pareció espantoso. Más tarde, cuando Martha y Dickon me hablaron de él, cambié de opinión. En cuanto Dickon te explica algo, sientes la impresión de que tú también lo has visto y oído.

—Cuando se está enfermo no se ve nada —dijo Colin nervioso—. Su mirada era la de una persona que escucha algo en la distancia sin saber de qué se trata.

—Claro que si te quedas dentro de la casa no puedes ver nada —dijo Mary.

—No puedo ir al páramo —respondió ofendido.

Mary se quedó silenciosa y luego dijo valientemente:

—Bien podrías ir en alguna ocasión.

Él se movió sorprendido y le preguntó:

—¿Cómo puedo ir al páramo si voy a morir?

—¿Y cómo lo sabes? —le dijo ella sin ninguna simpatía. No le gustaba la forma en que él hablaba de morir. Le parecía que se jactaba de ello.

—Desde que puedo recordar lo he estado escuchando —dijo—. Ellos quieren que muera.

Mary se enojó. Se mordió los labios y dijo:

—Si ellos lo quieren, yo no lo querría. ¿Quién quiere que mueras?

—Los empleados y, por supuesto, el doctor Craven porque heredaría Misselthwaite y dejaría de ser pobre. Claro que no se atreve a decirlo, pero cada vez que me enfermo se le ve muy contento. Incluso pienso que mi padre lo desea.

—No lo creo —replicó Mary obstinadamente.

—¿De verdad no lo crees? —dijo Colin reclinándose en los cojines.

Por largo rato se quedaron silenciosos, como si reflexionaran sobre cosas que, por lo general, los niños no piensan.

—Me gusta el doctor londinense porque te sacó los fierros —dijo Mary—. ¿Te dijo acaso que ibas a morir?

—No, solamente le escuché decir muy enojado que, si me lo proponía, viviría. Que debían tratar de hacérmelo entender.

—Yo creo que Dickon podría intentarlo —dijo Mary reflexionando—. El siempre habla de cosas vivas, jamás de cosas muertas o enfermas.

Ella acercó su piso al sofá y le dijo:

—No hablemos de morir, no me gusta. ¿Por qué no hablamos sobre los vivos? Conversemos sobre Dickon y luego miremos tus libros.

El referirse a Dickon fue lo mejor que ella pudo hacer. Ello representaba hablar del páramo y de sus habitantes. De la mamá de Dickon, de la cuerda de saltar, del sol y los verdes brotes que salían de la negra tierra. Todo ello estaba vivo. Mary habló largamente mientras Colin escuchaba con gran atención. Juntos rieron de pequeñeces e hicieron tanto ruido como cualquier otro niño. Ese día, la niña sin cariño y el niño enfermo que creía que iba a morir gozaron de estar juntos.

—¿Sabes que hay algo que no hemos mencionado? —preguntó Colin—. Somos primos...

Esto les pareció tan extraordinario que rieron aún más. En medio de la risa se abrió la puerta y entraron el doctor Craven y la señora Medlock.

Al ver a los niños, el doctor se alarmó y retrocedió sorprendido. La señora Medlock casi se cayó de espaldas al ser empujada por él.

—¡Gran Dios! —exclamó la pobre ama de llaves con los ojos desorbitados.

—¿Qué significa esto? —preguntó el doctor Craven.

Colin contestó como si la alarma del doctor y el terror de la señora Medlock no tuvieran importancia.

—Esta es mi prima Mary Lennox —dijo—. Yo le pedí que viniera a conversar conmigo. Ella deberá hacerlo cada vez que yo se lo pida.

El doctor Craven se volvió con mirada de reprobación hacia la señora Medlock.

—No sé cómo ha sucedido, señor —contestó el ama—. Los empleados tienen orden de no hablar y jamás lo harían.

—Nadie ha dicho nada —dijo Colin—. Ella me escuchó llorar y vino a verme. Estoy muy contento de que lo haya hecho. No sea tonta, señora.

Mary se dio cuenta de que el doctor estaba disgustado. Sin atreverse a contradecir al niño, se sentó a su lado y le tomó el pulso.

—Me temo que estás muy excitado y sabes perfectamente que no te hace bien —dijo.

—Me excitaré si mi prima no viene —contestó Colin con los ojos peligrosamente brillantes—. Estoy mucho mejor, por lo que tomaré el té con ella.

Tanto el doctor como el ama se miraron perturbados, más evidentemente no había nada que hacer.

—En realidad tiene mejor cara —aventuró la señora Medlock.

El doctor no se quedó por mucho tiempo, pero antes de partir dio instrucciones sobre Colin. Entre ellas, que no hablara demasiado porque se cansaba rápidamente. Al oírlo, Mary pensó que no lo dejaban olvidar las cosas desagradables.

Descontento, Colin dijo al doctor:

—Mary me hace olvidar los malos momentos, por eso quiero que venga a verme.

Al abandonar la habitación, el doctor no parecía satisfecho. Dio una perpleja mirada a la niña sentada en el piso, la que silenciosa y rígida no daba la impresión de ser una compañía muy atractiva. Con un profundo suspiro, salió al corredor, mientras pensaba que en realidad el niño tenía mejor aspecto.

—Siempre me hacen comer cuando no quiero —dijo Colin al ver a la enfermera entrar con la bandeja del té—. Pero si comes conmigo de esos panecitos calientes, yo también comeré. Y ahora cuéntame sobre los rajaes.

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