IV. Martha

A la mañana siguiente, Mary despertó al escuchar el ruido que hacía una joven mucama al limpiar la parrilla de la chimenea. Por unos minutos la observó; luego inspeccionó la habitación. Jamás había visto un dormitorio tan tenebroso y raro. Las enormes paredes estaban cubiertas de tapicerías bordadas, en las que bajo los árboles se veían algunas personas fantásticamente vestidas y, al fondo, aparecían las torres de un castillo. Al mirarlas, Mary sintió la impresión de que ella también formaba parte de la escena. A través de la ventana vio un paisaje sin árboles que se extendía hacia lo alto y que parecía un mar violáceo e interminable.

—¿Qué es eso? —preguntó apuntando hacia la ventana.

Martha, la joven mucama, se enderezó y respondió:

—Es el páramo. ¿Le gusta?

—No —dijo Mary—. Lo odio.

—Eso le sucede porque no está acostumbrada a él —replicó Martha, volviendo a la parrilla—. Ahora le parece grande y desolado. Pero algún día le gustará.

—¿Le gusta a usted? —inquirió Mary.

—¡Oh, sí! Claro que me gusta —contestó Martha alegremente, mientras continuaba puliendo la parrilla—. ¡Me encanta! A mí no me parece desolado. Veo en él miles de cosas; además, tiene un perfume muy agradable. Es precioso en primavera, lo mismo en el verano cuando el brezo florece y huele a miel. Hay tanto aire fresco que el cielo se ve muy alto. Entretanto, las ovejas hacen travesuras saltando y cantando. ¡Por ningún motivo viviría lejos de aquí!
Mary la escuchaba perpleja. Los sirvientes en la India eran muy diferentes a Martha. Jamás hablaban así a sus amos. Se les ordenaba trabajar y jamás preguntaban el porqué. Ella nunca había dicho a un sirviente "por favor", ni tampoco "gracias"; además, acostumbraba a maltratar a su aya. Ahora se preguntaba qué haría esta muchacha si ella la tratara así. Martha era una joven regordeta y sonrosada, con cara de buena persona; pero, al mismo tiempo, tenía aspecto decidido y era bien posible que no se dejara maltratar por una niña y que, incluso, le pegara si ella no se comportaba bien.

—Usted es una mucama muy rara —dijo Mary, altaneramente.

Riendo, sin perder su buen humor, Martha se sentó sobre los talones con la escobilla en la mano.

—¡Eh! Ya lo sé —dijo—. Si hubiera una señora en Misselthwaite, seguramente no se me habría permitido ser una de las mucamas. Sólo me habrían dado trabajo en el lavadero. Sé que no soy muy bien educada, pero esta casa tampoco es corriente. Con excepción del señor Pitcher y de la señora Medlock, nadie lleva las riendas de la casa. Al señor Craven no le interesa lo que sucede aquí y, además, generalmente está de viaje. Mi puesto se lo debo a la bondad de la señora Medlock.

—¿Va a ser mi mucama? —preguntó Mary, con la misma voz imperiosa que usaba en la India.

Martha siguió restregando la parrilla.

—Soy la mucama de la señora Medlock —dijo con firmeza—. Y ella, a su vez, lo es del señor Craven. Pero en algunas ocasiones seré su mucama, aunque estoy segura de que no necesitará demasiada ayuda.

—¿Pero quién me ayudará a vestirme? —preguntó Mary.

—¿Es que no puede vestirse sola? —dijo Martha mirándola fijamente.

—¡Por cierto que no! —contestó Mary indignada—. Jamás lo he hecho. Naturalmente, mi aya era quien me vestía.

—Bueno, ya es tiempo de que aprenda —dijo Martha sin darse cuenta de su insolencia—. No hay duda de que le hará muy bien. Mi mamá dice que algunos hijos de señores son tontos, porque tienen empleados que los bañan, los visten o los llevan de paseo, como si fueran títeres.

—Es diferente en la India —dijo Mary desdeñosamente, aunque casi no podía tolerar lo que oía.

Pero Martha no se abrumaba con facilidad.

—¡Eh!, no dudo de que debe ser diferente —contestó con simpatía—. Es probable que eso se deba a la enorme cantidad de gente de color que vive allí. Cuando supe que usted venía de la India, creí que era de color.

Mary se sentó furiosa en la cama.

—¡Qué! —exclamó—. ¿Pensó que yo era una nativa? ¡Hija de cerdos!

Martha la miró muy colorada.

—¿A quién cree que está insultando? —dijo—. Esta no es la forma como se comporta una señorita; además no debe molestarse por lo que he dicho. Créame, no tengo nada en contra de la gente de color, jamás he visto uno. Esta mañana, cuando entré a encender el fuego, me acerqué en puntillas a su cama y con cuidado levanté la sábana para mirarla bien. Ahí estaba usted tan blanca como yo, aunque su cara tiene un color bastante amarillo.

Mary ni siquiera trató de controlar su rabia y su humillación.

Estaba furiosa, pero se encontraba tan desamparada que, ante la sincera mirada de la mucama, se sintió de pronto horriblemente sola, lejos de todo lo que había sido su vida y de los que la conocían. Se tiró boca abajo sobre las almohadas y empezó a sollozar tan desesperadamente, que la buena Martha, un poco asustada y llena de compasión, se acercó a la cama y le dijo:

—¡Eh!, no llore. No me di cuenta de que la estaba disgustando. Tal como usted dijo, yo no sé nada de nada. Le pido perdón; pero, por favor, deje de llorar.

El tono amistoso y consolador de la joven mucama tuvo buen efecto. Al poco rato Mary dejó de llorar y se quedó quieta. Martha la miró con verdadero alivio.

—Ya es hora de levantarse —le dijo luego—. La señora Medlock me ordenó traerle la bandeja con su desayuno a la otra sala, que ha sido arreglada especialmente para usted. Ahora levántese y la ayudaré con los botones que, estoy segura, es lo único que no puede hacer sola.

Cuando por fin Mary decidió levantarse, observó que los vestidos que Martha sacó del ropero para ella no eran los que había usado al llegar.

—Esos no son mis vestidos —dijo—. Los míos son negros.

—Esta es la ropa que deberá ponerse —contestó Martha—. El señor Craven ordenó a la señora Medlock que la comprara en Londres. Él no quiere verla de negro vagando como alma en pena por la casa, la que se vería aún más triste de lo que es. Mi madre, que siempre sabe lo que se debe hacer, opina que tiene toda la razón; a ella tampoco le gusta el negro.

—Yo también odio las cosas negras —dijo Mary.

Martha, acostumbrada a abotonar a sus hermanitas, jamás se había encontrado con una niña que se mantenía inmóvil para que la vistieran, como si no tuviera pies ni manos.

—¿Por qué no se pone usted misma los zapatos? —preguntó a Mary, cuando ella extendió el pie.

—Mi aya lo hacía —dijo Mary, mirándola fijamente—; ésa era la costumbre.

Continuamente usaba esas mismas palabras en la India, pues sabía que, al decirlas, se acababan las discusiones. Mas ahora se daba cuenta de que en Misselthwaite Manor le enseñarían nuevas cosas, como colocarse los zapatos y los calcetines, o levantar las prendas esparcidas por el suelo. Si Martha hubiera sido una mucama bien entrenada, probablemente habría asumido una actitud más sumisa y respetuosa y habría ayudado mucho más a la niña. Pero ella era sólo una rústica joven de la región de Yorkshire, educada en una cabaña con un enjambre de hermanos que aprendían desde muy jóvenes a cuidar de sí mismos. Por su parte, si Mary Lennox hubiera sido una niña dispuesta a entretenerse, habría reído de la soltura con que Martha hablaba de sus cosas. En cambio, la escuchaba muy sorprendida por las libertades que se tomaba. En un comienzo, no se interesó por la charla familiar y bondadosa de la joven; sólo gradualmente fue fijando en ella su atención.

—¡Si usted los viera! —decía Martha—. Somos doce, y mi padre gana dieciséis chelines a la semana. Mamá tiene que hacer milagros para dar a mis hermanos su plato de avena. Como ellos juegan y se revuelcan todo el día en el páramo, mamá dice que el aire los engorda y que comen pasto como los mampatos. Mi hermano Dickon tiene doce años y tiene su propio mampato.

—¿De dónde lo sacó? —preguntó Mary. —Lo encontró en el páramo. Cuando era pequeñito se hicieron amigos y ahora lo sigue e incluso deja que se suba sobre él. Dickon es muy amable con los animales y ellos lo quieren mucho.

Mary jamás había tenido un animal regalón, a pesar de que siempre quiso tener uno. Así, empezó a interesarse por Dickon como jamás se había interesado por nadie, y éste fue el comienzo de un sentimiento muy beneficioso para la niña. Al pasar a la habitación contigua para tomar el desayuno, vio que en la sala que, según Martha, habían transformado para ella, no había nada con lo que un niño pudiera entretenerse. De las paredes colgaban viejos y tenebrosos cuadros y alrededor había pesadas sillas de roble. Sobre la mesa, al centro de la sala, la esperaba un suculento desayuno; más, como era una persona de escaso apetito, miró con indiferencia el plato que Martha le ofrecía.

—No quiero —dijo.

—¿Que no quiere su plato de avena? —preguntó incrédula Martha.

—No.

—Quiere decir que no sabe lo buena que es. Si lo desea, puede agregarle un poco de melaza o azúcar.

—No lo quiero —repitió Mary.

—¡Eh! —dijo la mucama—. No puedo permitir que se pierda la buena comida. Si mis hermanos estuvieran en su lugar, ya se la habrían comido.

—¿Por qué? —preguntó fríamente la niña.

—¡Por qué! —repitió Martha—. Porque casi nunca tienen sus estómagos llenos. Están siempre tan hambrientos como los jóvenes halcones o los zorros.

—Yo no sé lo que es tener hambre —dijo Mary, con la indiferencia que da la ignorancia.

Martha la miró indignada.

—¡Le haría muy bien saberlo! —dijo con claridad—. Yo no tengo paciencia con la gente que sólo se sienta y mira la buena comida. ¡Cómo me gustaría que Dickon o mis otros hermanos tuvieran esta rica avena en sus estómagos!

—¿Y por qué no se la lleva? —inquirió Mary.

—No es mía —respondió firmemente Martha—. Además, hoy no es mi día de salida. Voy a mi casa sólo una vez al mes. Entonces ayudo a mi mamá con la limpieza y así ella puede tener un día de descanso.

Mary tomó solamente un poco de té y comió una pequeña tostada con mermelada.

—Abríguese y salga a jugar afuera —le dijo Martha—. Le hará bien y volverá con apetito.

Mary se asomó a la ventana. Vio jardines, senderos y grandes árboles, pero el día estaba lóbrego y ventoso.

—¿Ir fuera? ¿Por qué debo salir en un día como éste?

—Bueno, si no quiere ir fuera, tendrá que quedarse aquí y no veo en qué podrá entretenerse.

La niña miró a su alrededor y reconoció que no había nada con qué jugar. Al preparar las habitaciones, la señora Medlock no pensó en buscar entretenciones para niños. Sin lugar a duda era preferible salir y ver el jardín.

—¿Quién irá conmigo? —preguntó. Martha la quedó mirando.

—Tendrá que ir sola —contestó—. Pronto aprenderá a jugar como los niños que no tienen hermanos. Por ejemplo, Dickon pasa horas jugando a solas en el páramo. Así fue como se hizo amigo del mampato. También tiene una oveja que lo reconoce y pájaros que comen de su mano. Aunque tenga hambre, siempre aparta unas migas para sus regalones.

Sin darse cuenta, el oír mencionar a Dickon fue lo que decidió a Mary a salir. En el jardín habría pájaros, aun cuando no así mampatos ni ovejas. Pero los pájaros serían diferentes a los de la India y se entretendría mirándolos. Martha le entregó el abrigo, el sombrero y un par de botas resistentes y le indicó la forma de llegar a la planta baja y así poder salir al jardín.

—En verano hay flores, pero en este momento nada ha florecido —comentó la joven al enseñarle el jardín. Vaciló un momento y agregó—: Uno de los jardines está cerrado. En diez años, nadie ha entrado en él. Sin querer, Mary le preguntó:

—¿Por qué?... Otra puerta cerrada, además de las innumerables habitaciones de esta extraña casa.

—El señor Craven la mandó cerrar cuando su señora murió tan repentinamente. Era su jardín y él no quiso que nadie entrara nunca más en él. Ese día cavó un hoyo y enterró la llave. Ahora perdóneme, la señora Medlock me está llamando.

Al quedar a solas, Mary tomó el camino hacia los arbustos sin dejar de pensar en el jardín al que nadie podía entrar. Se preguntaba si aún quedarían flores vivas en él. Al poco rato de caminar encontró amplios prados y tortuosos senderos de bordes recortados. Había numerosos árboles, espacios vacíos y macizos de hojas perennes recortados en diversas formas. Vio también una gran pileta, en cuyo centro se encontraba una vieja fuente de la cual ya no manaba agua. Sin duda, éste no era el jardín prohibido. Pero ¿cómo se podía impedir la entrada a un jardín?

Mientras pensaba en ello, vio al final del sendero algo que pareció una gran pared cubierta por una enredadera. Como Mary no conocía los jardines ingleses no sabía que se acercaba al huerto en donde se cultivan verduras y frutas.

Al fondo de la pared destacaba una puerta verde y, al atravesarla, Mary descubrió que se sucedían, uno tras otro, varios jardines amurallados en donde se cultivaban árboles frutales y verduras e, incluso, algunas de éstas bajo campanas de vidrio. A ella no le gustó el lugar, pero pensó que quizás cambiase de aspecto con el verdor del verano.

En ese momento, un hombre de edad con una pala al hombro atravesó la puerta. Miró muy sorprendido a la niña y se tocó la gorra a manera de saludo. Su expresión era arisca, como si no estuviera contento de verla. Ella, por su parte, al sentirse observada, adoptó su habitual expresión malhumorada.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó.

—El huerto —contestó el viejo.

—¿Y qué es eso? —dijo Mary, apuntando hacia otra puerta verde.

—Otros huertos —contestó el hombre, de mala manera.

—¿Puedo entrar en ellos? —volvió a preguntar Mary.

—Si lo desea..., pero no hay nada que ver.

Mary no respondió. Continuó por el sendero cruzando varios jardines amurallados iguales al primero. Al fin encontró una puerta cerrada y, como no era tímida y hacía siempre lo que quería, la abrió con la esperanza de descubrir el jardín secreto. Se encontró en medio de más árboles frutales. Vio entonces que, por sobre la muralla, se divisaban las copas de algunos árboles, lo que daba la impresión de que existía otro jardín detrás del muro. Afanosamente recorrió el sendero que lo circundaba y buscó inútilmente una puerta. Se quedó quieta y observó las ramas de los árboles. Allí, posado en una de las más altas, había un pajarito de pecho colorado. Como si quisiera llamarla, repentinamente éste comenzó a cantar su canción de invierno.

Ella lo escuchó con atención y, por alguna razón, su amistoso y alegre silbido le produjo una gran felicidad. La casa de su tío, el raso páramo y los grandes y desolados jardines habían contribuido a que se sintiera más sola que de costumbre. Si Mary hubiera sido una niña querida por los seres que la rodeaban, probablemente las actuales circunstancias le habrían destrozado el corazón. Mas, como era una niña sin afectos, sólo la abrumaba la desolación. Por eso fue por lo que el alegre canto del pajarito hizo aparecer una sonrisa en su agrio rostro. Se quedó escuchándolo hasta que voló y desapareció tras la muralla. Mary se preguntó si volvería a ver a ese pajarito que parecía vivir en el jardín misterioso.

Probablemente, la enorme curiosidad que sentía por ese jardín se debía a que no tenía otra cosa que hacer. Una y otra vez se preguntaba cuáles habían sido las razones para que su tío enterrara la llave. Tampoco entendía la relación que pudiera existir entre el amor tan grande por su mujer y ese odio al jardín que sintió cuando ella murió. A su vez, trataba de imaginar cuál sería su actitud cuando se encontrara por primera vez con su tío. Sabía que ella no sería de su agrado y probablemente a ella tampoco le agradaría él. Seguramente, el día que lo conociera, se quedaría muda frente a él, aunque deseara más que nada preguntarle por qué había actuado en forma tan extraña. Repentinamente recordó al pajarito posado sobre la rama del árbol.

"Estoy segura de que ese árbol pertenece al jardín secreto —se dijo—. Lo rodea una muralla y no existe puerta."

Con este pensamiento volvió donde el viejo jardinero que continuaba cavando. Se detuvo a su lado y lo observó con atención, pero él no se dio por aludido hasta que ella le habló.

—He estado en los otros jardines —dijo.

—Nadie se lo impide —contestó bruscamente el hombre.

—También fui al huerto —dijo Mary.

—Ahí no hay perro que la muerda.

—No existe una puerta hacia el otro jardín, volvió a decir Mary.

—¿Qué jardín? —preguntó el hombre con voz áspera, deteniendo un momento su trabajo.

—El que se encuentra al otro lado de la pared —contestó Mary—. Vi un pajarito de pecho rojo que cantaba posado en la copa de un árbol.

Para su sorpresa, la malhumorada fisonomía del viejo cambió de expresión. Una sonrisa, que se expandió por su cara, la hizo darse cuenta de cuánto más agradables eran las personas que sonreían. Ella nunca lo había pensado.

El jardinero se volvió hacia el huerto, silbando suavemente. Poco después sucedió algo maravilloso. Mary sintió el suave aleteo del pajarito volando hacia ellos hasta que se posó sobre la tierra, muy cerca del pie del jardinero.

—Aquí está —dijo el viejo riendo entre dientes; y, hablando al pájaro como si lo hiciera con un niño, le preguntó—: ¿Dónde has estado, bandido descarado? No te he visto en todo el día. ¿Es que estás cortejando, aunque todavía no ha llegado la estación?

El pajarito ladeó la cabeza y le miró con ojos tan brillantes como las negras gotas de rocío. La manera como lo trataba el viejo le parecía familiar y no sentía miedo.

Mary se puso muy contenta al ver lo bonito y alegre que era con su cuerpo redondo, su pico delicado y sus esbeltas patitas. Casi parecía una persona.

—¿Viene cada vez que lo llama? —preguntó casi en un susurro.

—Sí, por cierto. Lo conozco desde que era un crío. Voló de su nido, del otro lado del muro, y como era aún muy débil, por algunos días no pudo volver. Al regresar, el resto de la cría había partido. Se encontró solo y volvió conmigo. Así fue como nos hicimos amigos.

—¿Qué clase de pájaro es? —preguntó Mary.

—Es un petirrojo —dijo el jardinero—. Son tan amistosos como los perros y es por eso por lo que nos avenimos. Además, son muy curiosos: mire cómo picotea a nuestro alrededor. Él sabe que estamos hablando de él.

Era extraño ver al viejo mirar con orgullo y cariño al pequeño petirrojo.

Mientras el pajarito picoteaba trabajosamente el suelo, se paraba de vez en cuando a mirar a la niña como si la estuviera estudiando y, de este modo, pudiera conocerla mejor. Mary experimentó un sentimiento extraño.

—¿A dónde voló el resto de la cría? —preguntó.

—¡Quién puede saberlo! Los padres los sacan del nido y se dispersan antes de que uno se dé cuenta. Por eso, él se sintió solo.

Mary dio un paso hacia el petirrojo, lo miró de manera penetrante y le dijo:

—Yo también estoy sola.

Antes ella no se había dado cuenta de que este sentimiento de soledad la enojaba y amargaba. Ahora, al mirar a los ojos del petirrojo, lo entendió.

El jardinero los observó un minuto y nuevamente se puso a cavar.

—¿Cuál es su nombre? —le preguntó Mary.

—Ben Weatherstaff —le contestó, y luego agregó con agria sonrisa—: Yo también me siento solo cuando el petirrojo no está conmigo. Es el único amigo que tengo.

—Yo tampoco tengo amigos —dijo Mary—. Nunca los he tenido y jamás he jugado con otros niños.

Las personas de Yorkshire tienen el hábito de decir lo que piensan y el viejo Ben, oriundo de la zona, dijo sin ambages:

—Usted y yo tenemos varias cosas en común. No somos agraciados, miramos con amargura y podría asegurar que ambos tenemos mal carácter.

Esto sí que era hablar claramente y Mary Lennox jamás había oído que alguien le dijera tantas verdades. Nunca había pensado en cómo era ella. Solamente ahora se preguntaba si sería tan poco atractiva como el señor Weatherstaff y si, hasta antes de conocer al petirrojo, sería tan amarga como él. ¿Realmente tenía ella mal carácter? Ante tantas dudas, se sintió incómoda. Repentinamente se volvió al escuchar un claro batir de alas. Era el petirrojo que, posado sobre las ramas de un manzano, de nuevo había irrumpido en una canción. Al oírlo, Ben rio a carcajadas.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó Mary.

—El acaba de decidir que quiere ser su amigo —replicó el jardinero—. No hay duda de que le ha tomado cariño.

—¿A mí? —preguntó Mary, acercándose suavemente hacia el pajarito para verlo mejor—. ¿Quieres ser mi amigo? —preguntó al petirrojo, como si hablara con una persona—. ¿Quieres, por favor?

Esta vez ella no hablaba con voz imperiosa; al contrario, su voz era tan suave, apremiante y persuasiva, que Ben Weatherstaff quedó sorprendido.

—¡Vaya! —exclamó—. Si es tan encantadora como cualquier niña... Incluso diría que habla igual que Dickon con sus regalones del páramo.

—¿Conoce a Dickon? —preguntó Mary, volviéndose hacia él.

—Dickon vaga por estos lugares y todos lo conocen. Las zarzamoras y las campanillas de brezo saben quién es él. Incluso los zorros le muestran sus carnadas y las alondras no le esconden sus nidos.

A Mary le hubiera gustado hacer más preguntas, pues sentía tanta curiosidad con respecto a Dickon como por el jardín desierto. Pero en ese momento, el petirrojo terminó su canción y, una vez más, extendió sus alas y voló lejos. Había concluido su visita y ahora tenía otras cosas que hacer.

—Acaba de volar sobre el muro del jardín sin puerta —exclamó Mary.

—El nació y vive allí —dijo el viejo Ben—. Es posible que de momento esté cortejando a una petirroja entre las ramas del rosal.

—¿Rosas? ¿Hay rosas ahí? —preguntó Mary.

Ben tomó la pala y empezó nuevamente a cavar.

—Las había hace diez años —murmuró.

—Me gustaría verlas —dijo ella—. ¿Dónde está la puerta? Tiene que haber alguna entrada.

Ben siguió cavando y su cara reflejó una expresión tan insociable como cuando recién lo conoció.

—Había una hace diez años —dijo.

—¡Es que no hay puerta! —exclamó Mary—. Pero debería haber una.

—No hay puerta y nadie la ha visto. Además, esto no le concierne a usted. Ahora haga el favor de irse a jugar y no ande metiendo la nariz en donde no debe.

Dejó de cavar, se echó la pala al hombro y partió sin siquiera darle una mirada para despedirse de ella. 

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