Capitulo 9
-¿Te gustaría montarlo?
La voz ronca a su espalda sobresaltó a Vienna y le subió el color a las mejillas. Intentando no sonar turbada, repuso:
-Me encantaría, si no le molesta que lo monte un extraño.
Dúlcifal tiene unos modales excelentes. Si lo tratas con respeto se contendrá y no te tirará.
Vienna reunió el valor de volverse, pero el don de la palabra la abandonó en cuento vio a Mason vestida con su chaqueta y pantalones de montar de color negro. Parecía tan oscura y atlética como el semental del establo y llevaba una silla de montar. Su expresión era inescrutable y a Vienna le costó reconciliar su rostro con el dela ardiente amante sudorosa que la había dejado marcada. El recuerdo pronto inundó sus sentidos y sintió que se le encogían los pulmones y se le escapaba el aire contenido. Respingó, como si le hubieran dado un puñetazo.
-¿Silla inglesa te vale? -le preguntó Mason, tendiendo la silla multiuso.
-Sí, vale -respondió Vienna, y siete kilos de cuero aterrizaron en sus brazos.
-Si necesitas pantalones de montar, hay de sobra en el cobertizo de los aperos. Sírvete.
Vienna se miró los tejanos. Para un paseo corto a caballo bastarían. Además, ya le daba bastante vergüenza sin ponerse unos pantalones ajustados.
-Da igual, así estoy bien. Gracias.
Mason le pasó el ronzal por la cabeza al lipizano y lo arrulló cariñosamente.
-Hola, guapo. ¿Quieres ganarte unas zanahorias?
El semental de color blanco levantó las orejas y arqueó la cerviz. Miró a Mason a los ojos fijamente y luego apoyó la mejilla contra la de la mujer, como si estuvieran susurrándose secretos al oído. Al cabo de un minuto Mason levantó la cabeza, como si acabara de recordar que Vienna seguía ahí, se comprobó el cuello de la camisa en un gesto nervioso y se deslizó la mano hasta el corazón, como si necesitara presionarse el pecho para calmar el rápido latido. Por un breve instante, Vienna entrevió a la Mason apasionada contemplándola en silencio a través de la bruma de todo lo que no podían decirse. Cuando se miraron a los ojos, Vienna tuvo que hacer un esfuerzo para recordar el plan que la había llevado hasta allí y cómo se había prometido a sí misma que haría lo que hiciera falta. Le había fallado la concentración. Su intención era ir a ver al lipizano, llamar a la puerta de Mason, disculparse y ablandarla para el siguiente ataque de Pantano. Sin embargo, nada más ver a Mason, su resolución se tambaleaba.
Embargada por un torbellino de emociones contradictorias tan intensas que la habían cogido por sorpresa, Vienna no era capaz de ordenar sus pensamientos y concentrarse en su objetivo. Al contrario, su mete volaba entre una mezcolanza de impresiones fragmentadas, en un intento de ensamblar un todo con sentido que explicara su confusión. Tal momento. Tal sensación. Recuerdos nítidos y brillantes. Remembranzas confusas. Y en el centro, indefinible, el sueño que había tenido una vez.
En aquella ocasión, nada más despertar, había corrido a por papel y bolígrafo, porque el sueño parecía importante y quería recordar los detalles. No obstante, en cuanto empezó a escribir, se quedó en blanco. La única frase que llegó a apuntar fue: ''Estoy en la habitación de Mason''. Vienna no pudo añadir nada más, puede que porque nunca había estado en aquella habitación y por la tanto no podía tirar de su experiencia para embellecer un producto de su imaginación que se desvanecía cada segundo que pasaba.
-Adelante. -Mason le indicó dónde ensillaban a los caballos, abrió la puerta del establo y dejó salir a Dúlcifal sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras y de acariciarle las mejillas.
Al verse excluida del mundo privado de Mason y su caballo, Vienna se retorció de envidia, igual que le había pasado en aquella fiesta hacía tanto tiempo. Mason amaba a aquel caballo. El modo en que se comunicaban sin esfuerzo era fascinante, pero a Vienna le resultaba casi insoportable de ver. Caminó unos metros hacia la entrada de las cuadras y se concentró en el interior. En cada establo había una cabeza vuelta en su dirección, como adolescentes enamoriscados. Los caballos de Mason observaban cada uno de sus movimientos con arrobo y Vienna sintió el deseo irracional de poder mirarla del mismo modo insaciable sin que la pillaran. Ya no estaba en el instituto, pero sólo con mirar a Mason se sentía como un cría enamorada locamente.
-Tiene sus manías, pero sólo intenta quedarse contigo -explicó Mason mientras ensillaba al lipizano-. Los paseos tranquilos no son su estilo.
-¿Le gustan los desafíos?
-Exacto. -Mason levantó la mirada, como si la viera de verdad por primera vez-. Es un caballo de doma clásica, lo llevaba en la sangre.
Vienna echó un vistazo a la arena que había detrás de los establos. Se imaginaba a Mason haciéndole marcar el paso al caballo, enjaezado con todos los elementos de la doma clásica, mientras aquella energía mágica que los unía fluía entre sus cuerpos. Obviamente compartían la intuición perfecta que permite a caballo y jinete moverse como si fueran uno solo.
-Parece que se te dan bien los animales -farfulló Vienna estúpidamente.
-En general me parecen una compañía mejor que los humanos.
La respuesta desconcertó a Vienna, que trató de acercarse a Mason ya no porque estuviera en sus planes, sino porque ansiaba reducir la distancia tensa que las separaba.
-Mason, tengo que decirte algo.
-Si es sobre lo de ayer, ya está todo dicho -replicó Mason en tono calmo, si bien Vienna percibió una nota de advertencia vibrando a baja frecuencia tras sus palabras.
Dúlcifal reaccionó de inmediato y volvió la cabeza para estudiar a Mason, moviendo las orejas adelante y atrás en muestra de preocupación. Ella le acarició el cuello y, con cada caricia, el animal se volvía más y más hermoso a medida que su mirada se dulcificaba y se llenaba de amor. La ternura era mutua y a Vienna no le llegaba ni una sola migaja. El roce de Mason al ayudarla a montar a lomos de Dúlcifal fue impersonal y meramente cortés, aunque la energía sexual entre ambas era difícil de ignorar. En presencia de Mason, Vienna no podía fiarse de su cuerpo, porque todas y cada una de sus células reaccionaban ante la otra mujer. Cuando Mason comprobó la cincha y los estribos, Vienna sintió que su ser estaba a punto de explotar.
-Relájate -le dijo Mason, que pasó a explicarle información útil sobre su montura, como que al lipizano le gustaba saltar si veía que se le acercaba un cisne-. Ve hacia el lago y yo iré enseguida -instruyó, abriendo la puerta.
Mason siguió el fluido movimiento de los cuartos traseros de Dúlcifal cuando se alejó con su jinete. Era un caballo musculoso, de cruz larga y más alto que la mayoría de su raza, con unos dieciséis palmos. Tenía el porte de un caballo de batalla, postura poderosa, orgullo y galante, con la cerviz ancha y levemente arqueada. Sus ojos eran negros y tan expresivos que sólo alguien sin ama se resistiría a perderse en sus profundidades sin preguntarse en qué estaba pensando. Tenía un carácter muy parecido al de Mason: los dos tenían mucha fuerza de voluntad y eran leales, pero mientras que Mason a veces se dejaba llevar por las emociones demasiado rápido, su semental era más tranquilo y le costaba enfadarse. También como ella, sentía las cosas muy hondo.
Mason no había planeado comprar un lipizano. Los Cavender criaban caballos andaluces desde la Primera Guerra Mundial, cuando un pariente había traído el primero de sus sementales negros de España como regalo del rey Alfonso. Le acompañaba una yegua gris y, con el tiempo, habían incorporado más yeguas y habían logrado que nacieran potros de color azabache, que no era muy común en la raza andaluza. Los caballos se registraban en España, ya que hasta los años setenta no hubo un registro de caballos de raza en los Estados Unidos, porque la cría no era una actividad demasiado extendida. Incluso en la actualidad, los andaluces eran poco comunes y el color negro era tan raro que Mason había conseguido a Dúlcifal y a dos yeguas lipizanas a cambio de uno de los potros de Shamal.
A Mason le gustaría poder expandir sus actividades de cría y trabajar con sus caballos a tiempo completo, pero no tenía capital y ocuparse de la debilitada Corporación Cavender había consumido casi toda su energía en los últimos dos años. Sería un verdadero alivio cuando lograra librarse de la carga de la empresa y pudiera por fin pensar qué quería hacer con su vida. Sólo por eso, la oferta de Vienna era tentadora. Si podía pagar las deudas y devolver el dinero que debía al fondo de pensiones, a Mason no le importaba quedarse sin nada. Mientras le quedara Laudes Absalom y sus caballos, podía ganarse la vida como criadora y entrenadora. Animal Planet le había ofrecido hacer una serie de televisión sobre sus supuestos ¨secretos¨ para domar caballos. A Lynden le había encantado la idea. Habían decidido que, cuando se recuperaran económicamente, Mason aprovecharía la oportunidad que le brindaban.
Mason fantaseó con la idea mientras ensillaba a Shamal y salía en pos de Vienna. A lo mejor podría hacer un DVD y venderlo a los propietarios de caballos. No se haría rica, pero estaría haciendo algo en lo que creía: enseñar métodos de entrenamiento no violentos para la doma y los concursos hípicos.
-Bonita serpentina -comentó, cuando alcanzó a Dúlcifal.
Vienna la miró de reojo.
-Ha sido completamente deliberada. Una verdadera obra de arte.
Su sentido del humor hizo reír a Mason. Al parecer era consciente de que tenía la rienda interior demasiado tensa y, como consecuencia, Dúlcifal iba haciendo eses, atendiendo a los gestos de su jinete con la paciente resignación de los caballos que fingen obediencia para quedar bien.
-Sólo lo estás haciendo calentar -le dijo Mason generosamente.
-Oh, por favor. Es un caballo que me viene grande y él lo sabe.
-Puedes volver a salir con él cuando quieras -ofreció Mason-. Si yo no estoy, habla con el señor Pettibone y hará que uno de los mozos se ocupe de ti.
-Gracias -respondió Vienna con timidez-. No sabía que tenías tantos caballos.
-Catorce -contestó Mason.
Había aumentado el número tras la muerte de su padre, tratando de evitar el declive del negocio de cría, porque Henry había preferido a los perros.
-En tiempos de mi abuelo eran casi treinta en época de cría, pero entonces estábamos metidos en el negocio de las carreras.
-¿Ya no criáis para las carreras? -se interesó Vienna, en tono de satisfacción.
-No. A veces me piden que entrene a algún que otro purasangre, pero sólo lo hago si los dueños me caen bien -contestó Mason. Y como quería mantener la charla informal, cambió a otro tema neutral-. Supongo que últimamente no pasa mucho tiempo de Penwraithe.
-Vengo una vez al mes -replicó Vienna, un poco a la defensiva.
A lo mejor le molestaba que controlaran sus vidas y venidas y creía que Mason la espiaba.
-Normalmente paso por delante de tu casa cuando salgo a cabalgar por las mañanas -explicó Mason, para contextualizar su comentario anterior-. Por eso sé si estás en casa o no. Es una lástima que... las cosas sean como son, o podía pasar e invitarte a montar conmigo. A tus caballos les iría bien el ejercicio.
Como era de esperar, Vienna pareció dolida.
-Para eso pago a un mozo de cuadras.
Mason asintió y no dijo nada más. A menudo se dejaba caer por los establos de Penwraithe, hablaba de caballos con Rick y le ayudaba cuando tenía algún problema.
-¿Quieres decir que Rick no hace bien su trabajo?
-En absoluto. Adora a esas yeguas con toda su alma. Pero admitámoslo: ellas son cuatro y él solo es uno.
-¿Cómo sabes tanto sobre mis caballos?
-A veces le echo una mano si lo necesita. El año pasado ayudé en el parto de uno de tus potrillos.
-Nadie me cuenta nada -murmuró Vienna.
-Hablando de eso, supongo que no sabrás si alguno de tus empleados tiene un saluki... -Mason se daba cuenta de que la pregunta debía de sonar bastante extraña. Por si acaso Vienna no tenía ni idea de lo que estaba hablando, Mason aclaró-: Es un perro.
Vienna asintió en gesto ausente.
-Sí, como el de la estatua.
A Mason le costó unos segundos caer en que Vienna se refería a la estatua de Estelle en la escalinata principal de Laudes Absalom. Se sintió estúpida por no haberlo recordado antes y también intrigada por que Vienna se acordara de algo así. No sabía qué había sido del saluki de su tatarabuela después de que se ahogara. Estelle se dedicaba en cuerpo y alma a la cría de perros y siempre aparecía algún saluki en todos los cuadros que había de ella. Puede que hubieran regalado los perros tras su muerte, porque les recordaban demasiado a ella. El hijo de Estelle, Thomas Blake Cavender, había iniciado la tradición de criar dóbermans al importar a una pareja de pura raza premiada de Alemania a principios del siglo veinte. Ralph descendía de aquellos perros y Mason tenía pensado quedarse con un cachorro de la próxima camada que tuviera.
En cualquier caso, que un ejemplar de una raza tan extraña se hubiera colado en su finca era una coincidencia de la más sorprendente.
-Es que vi un saluki en mis tierras hace un par de noches. Me preguntaba si se habría perdido.
La mente se le fue a los acontecimientos de la víspera. ¿Habría dejado en Vienna una huella tan indeleble como ella había hecho con Mason? La posibilidad hizo que se le acelerara el pulso y Shamal reaccionó cambiando ligeramente el paso.
Vienna negó con la cabeza.
-No es nuestro. Mi madre tiene yorkshires y no viene muy a menudo. El jardinero adoptó a una especie de cruce de bulldog después de que su perro ovejero muriera el año pasado. Pero es un animal simbólico, la verdad. Lo que tenemos son nueve gatos.
-Sí, claro.
Los preciosos felinos que supuestamente perseguían los perros de los Cavender. Mason recordaba al abuelo de Vienna y su padre discutiendo sobre ello. Había llegado a las manos cuando el viejo Blake había herido a uno de dóbermans y hubo que sacrificarlo. A menudo le daba por subirse a la valla que separaba las fincas con una escalera y disparaba al azar. El perro estaba correteando por el manzanar entre Laudes Absalom y Penwraithe, cuya parte central era motivo de disputas legales entre las familias. A Henry no le importaba darles una paliza a sus hijos, sobre todo a Mason, pero adoraba a sus perros y el incidente lo volvió loco. Para vengarse, se hizo con cubas de despojos de una carnicería y tiró los restos en la entrada principal de los Blake. A continuación voló de sendos disparos todas las cristaleras de la fachada frontal de la casa, mientras la señora Blake y el ama de llaves asistían al espectáculo horrorizadas. Aquel mismo día la policía se presentó en Laudes Absalom algo más tarde e informó a Henry que tendría que pagar por los daños. Cuando llegó la factura, hizo que el banco le proporcionara la suma en miles de monedas de un penique, que transportó a Penwraithe en el coche y tiró por la ventanilla mientras derrapaba sobre los cuidados jardines de los Blake. Todo el mes siguiente hubo una cuadrilla de trabajadores armados con imanes, tratando de recuperar todas las monedas. Según el cotilleo local, los Blake aún encontraban monedas de ves en cuando incluso un año después.
Al poco del acto vandálico de los peniques, el abuelo Blake volvió a su campaña antidóberman. Al parecer, un día que estaba pegando tiros desde la escalera se cayó y se rompió algo. Cogió una neumonía y murió. Según el padre de Mason, se lo tenía merecido. De hecho, eses fueron sus palabras en le tarjeta de condolencia que envió a los Blake junto con la factura del veterinario por practicarle la eutanasia a su mascota.
-No conozco a nadie de por aquí que tenga un saluki, pero se lo comentare a Bridget -dijo Vienna, que lanzó una mirada nerviosa a Shamal, ya que se le había acercado lo suficiente para morderla.
Mason dio un ligero tirón a las riendas para hacer saber a su caballo que estaba atenta a lo que pasaba. El animal se desvió hacia la izquierda, no sin antes dedicarle una inclinación de cabeza y enseñarle los dientes a su supuesto rival. Dúlcifal ignoró la poco sutil bravuconada de macho alfa. Mason había entrenado a sus dos sementales para convivir pacíficamente y hasta podían comer juntos sin que pasara nada. Cuando trajo al lipizano a casa no había esperado que se llevaran tan bien, pero Dúlcifal toleraba los arranques intimidatorios de Shamal y su naturaleza optimista parecía animar al andaluz cuando se ponía de mal humor.
-Parece muy... obediente -comentó Vienna, observando a Shamal.
-Lo soborno -sonrió Mason.
-¿Así que este sería su mejor comportamiento?
-Por supuesto, pero para ser un semental, no es malo. Sencillamente hay que estarle encima.
-Confías en él.
-Nunca lo hemos tratado mal y no lo aíslo de los demás. Tiene intimidad, pero no lo tratamos como a un paria. Cuando no es época de cría lo dejo compartir establo con su madre y sus yeguas favoritas -añadió Mason-. Una vez montaste a su padre. Cuando éramos pequeñas.
Había esperado que Vienna le devolviera una mirada inexpresiva o que se encogiera de hombros sin más, pero esta esbozó una sonrisa dulce.
-Sí, lo recuerdo. De movimientos rápidos... muy fuerte... te dejaba sin respiración. -Y en tono inocente, Vienna apuntó-: El caballo también.
A Mason se le enredaron las riendas como si fuera una principiante.
-Muy graciosa.
Vienna no sólo bromeaba, sino que estaba coqueteando. Tenía las mejillas sonrosadas y sus labios entreabiertos pedían a gritos ser besados. Se la veía despreocupada con sus tejanos y su jersey, la melena pelirroja en una cola de caballo floja y los ojos brillantes y retadores. ¿Se daba cuanta de la atractiva que era? Mason lo dudaba. Vienna era sofisticada por naturaleza, pero de algún modo parecía que no hubiera florecido del todo. Seguramente sólo había hecho el amor entre sábanas blancas y limpias, con una amante a la que pudiera controlar. Lo más probable era que en su mente hubiera reinventado su encuentro del día anterior como una aberración por parte de una mujer que pervertía almas inocentes y la había forzado a mantener relaciones sexuales con ella.
-Se está bien aquí comentó Vienna.
Sonrió y le sostuvo la mirada a Mason. No era la sonrisa calculadora y afilada a la que ésta estaba acostumbrada, sino un gesto espontáneo y sincero que penetró sus defensas e hizo que le diera vueltas la cabeza. Incapaz de apartar los ojos, le devolvió la sonrisa, sin acertar a hacer ningún comentario inteligente. Vienna frunció ligeramente el ceño y pestañeó como si acabara de despertar de un largo sueño. Sus ojos se llenaron de emoción por un instante antes de poder esconderla.
-Entiendo que te guste esto.
Mason intentó prever adónde quería ir a para con aquellas palabras quedas, pero lo único que veía era a la preciosa niña de su pasado que había crecido y cabalgaba a su lado. Sintió el loco impulso de extender el brazo y cogerle la mano a Vienna, parar, desmontar, llevarla al templo y contemplar el lago y la casa desde el arco de la entrada. Y entonces, poner Laudes Absalom a sus pies como ofrenda.
Conmocionada, echó la vista al frente y se obligó a recordar que Vienna había jurado matar a todos los animales de la finca. Probablemente había sido una amenaza sin fundamento, ya que Vienna no estaba hecha de la misma pasta que el loco de su abuelo asesino de perros. Pero aun así, si pasara lo peor, Mason no estaba dispuesta a correr riesgos. Se llevaría consigo a cada alma de la finca antes de que Vienna pusiera un pie en la verja. ¿Regalarle Laudes Absalom? Cuando las vacas volasen.
Miró a Vienna por el rabillo del ojo y vio que por fin se había relajado sobre la silla. Dúlcifal había notado el cambio y levantó la cola unos centímetros. Mason aflojó las riendas y picó con los talones para lanzar a Shamal al trote. Vienna la siguió enseguida, para alegría de Dúlcifal, que debía de llevar rato esperando la orden. Pronto pasaría al passage y luego al piaffe y finalmente a las piruetas, que siempre le granjeaban sentidas alabanzas. Aunque no estaban en la arena de entrenamiento donde solía ejecutar su coreografía y siempre había la posibilidad de que apareciera algún detestable cisne, Dúlcifal tenía la cabeza gacha, las orejas levantada y todo su cuerpo estaba en expectante tensión.
-Si quieres hacer algo, es tu oportunidad -la invitó Mason con sequedad-. Se muere de ganas de lucirse.
Vienna rió y repuso:
-Créeme, las únicas piruetas que verías serían las mías al salir volando sobre su cabeza, y no iba a ser precisamente agradable.
Mason tomó la delantera al llegar al pinar que bordeaba el lago. El crujido de la ramitas rompió el silencio, y el sonido de los cascos sobre las hojas secas vibró en el aire. Siguieron un serpenteante sendero colina arriba hacia la bifurcación que había en el extremo opuesto. Allí el camino se dividía y rodeaba las Tierras de Penwraithe por un lado y las de Laudes Absalom por el otro. Mason desmontó en el claro, ató las riendas de Shamal en un arbusto y contempló el lago desde arriba. Había una capa fina de bruma en la superficie que se enroscaba entre los pinos y las columnas del templo. La cúpula emitía una especie de resplandor blanquecino y los bordes brillaban bajo el sol de la mañana, como si la construcción fuera un espejismo sobre el agua.
-Es precioso -afirmó Vienna, mientras ataba a Dúlcifal a una rama a unos cuantos metros.
-Mi hermano y yo construimos una casa en un árbol aquí -explicó Mason, señalando unos tablones podridos sobre un enorme pino-. Se veía todo.
Vienna escrutó el paisaje y contempló Penwraithe desde las alturas.
-¿A nosotros también nos mirabais?
-Te miraba a ti.
-Es extraño. A veces lo sentía. -Vienna hizo una pausa y bajó la mirada-. Durante un tiempo intenté enviarte señales.
-¿Las muñecas? -preguntó Mason.
-¿Lo sabías?
Vienna levantó la vista, encantada por la sorpresa. Sus ojos no eran del color esmeralda líquida que solía tener la gente con su tono de piel y de pelo, sino de un profundo tono jade oscuro, como el mar en invierno, en los que una quería ahogarse. Bajo la superficie de su mirada había una sombra, como de tormenta. Su mirada soñadora siempre había intrigado a Mason, incluso de niña. La primera vez que había mirado a Vienna a los ojos a lomos de su caballo, había deseado no tener que apartar la mirada nunca. Veinticinco años después, se sentía igual de impotente.
-¿Viste que colgaba banderas en estos árboles? -quiso saber Mason-. Te decía que volvieras.
-No me di cuenta. Creía que era un juego tuyo y de Lynden. Solía imaginarme que me colaba a jugar con vosotros.
-Deberías haberlo hecho.
-No era tan valiente como tú.
Mason cabeceó.
-Eras valiente. Sé que viniste cuando te habían dicho que no podías. Me lo dijo la señora Danville.
-¿Por qué no quisiste salir a verme? Sabía que estabas en casa. -Vienna le tocó la mano a Mason-. ¿Fue por tu padre?
-Nuestros padres eran los dos...
-Irracionales -completó Vienna con suavidad.
Su mano no se apartó de la de Mason y ésta la tomó y se la apoyó en la mejilla. Vienna tenía los dedos fríos y suaves. No retiró la mano cuando Mason le acarició la palma con los labios.
-Temía por ti. ¿Ves?... No soy tan valiente.
-Mi padre nunca me habría puesto la mano encima -dijo Vienna.
-Lo sé.
La mirada de Vienna se aguzó al comprender lo que Mason quería decir.
-Te refieres a tu padre. -Vienna le pasó los dedos por la mejilla en una tierna caricia-. Yo también tenía miedo por ti.
Se inclinó hacia Mason y esta la rodeó con los brazos como si fuera lo más natural del mundo. Fue como si el tiempo se detuviera y ante ellas sólo tuvieran un lienzo en blanco en el que el futuro aún no estaba escrito. Mason casi podía creer que podían dejar el pasado atrás si así lo deseaban. Podían crear un mañana diferente allí mismo, en la frontera que dividía sus tierras, sus vidas y sus destinos. Vienna era cálida y parecía satisfecha entre sus brazos y Mason no podía dejar escapar aquel momento sin al menos intentarlo. La abrazó con todas sus fuerzas, incapaz de disimular la desesperación, y le susurró:
-¿Podemos dejar de pelearnos?
Durante unos momentos eternos, Vienna no dijo nada. Su aliento le hacía cosquillas a Mason en la mejilla y esta percibía su lucha interna. Empezó a sudar y la camisa se le pegó a la piel. Mason también notaba la blusa húmeda pegada a la espalda. Vienna le acarició el nacimiento del pelo con la yema de los dedos y le rozó las mejillas con los labios. Luego le hizo cosquillas en la comisura de los labios hasta que Mason abrió la boca, y Vienna la invadió con su fuego de seda. Fue un beso lento, caliente y húmedo. Mason notaba el dolor y el latido de su cuerpo, entregado al roce de los senos de Vienna contra los suyos, el pulso desbocado contra su propia carne y los huesos que apresaban su descontrolado corazón.
-¿Qué me estás pidiendo, Mason? -murmuró Vienna.
La besó de nuevo, con más urgencia todavía. La sensación cálida y húmeda del aliento que compartían le bañó el rostro a Mason y, cuando balancearon las caderas al mismo tiempo,, la presión se hizo casi insoportable. Mason notaba el clítoris ardiendo y miró más allá del cabello cobrizo de Vienna. El suelo era un lecho de agujas de pino y no era lo que tenía en mente de ninguna de las maneras.
-Ven a casa conmigo. -La voz le surgió de la garganta, ronca de pasión.
-No puedo.
-Sí que puedes. -Mason le lamió el sabor a café de los labios y siguió besándola cada vez con más intensidad mientras le decía-: Sé que quieres que esté dentro de ti otra vez.
Vienna dejó escapar un gemido quedo. Sus rostros estaban a pocos centímetros y Mason distinguió pétalos azul oscuro e los etéreos iris de Vienna, como si hubiera florecido una diminuta lobelia en cada uno.
-Sí.
-Dilo otra vez -pidió Mason.
-Te quiero dentro de mí.
Mason gimió. Vienna le lamió el cuello y le rozó el tendón con los dientes hasta la base de la garganta, mordiendo lo suficiente para confundir sus sentidos. ¿Dolo o placer? Mason no lo sabía y tampoco le importaba. El deseo le hacía flaquear las piernas y le mojaba la entrepierna. Notaba cómo los músculos de Vienna se movían bajo sus manos al acariciarle la espalda y las caderas. Vienna le desabrochó un par de botones de la blusa y le metió la mano dentro. Mason tenía los pezones como piedras y dio un salto en cuanto se los rozó con la punta de los dedos.
-¿Cuándo? -jadeó.
-Aún no -susurró Vienna. Le abrió la blusa a Mason y la cubrió de besos breves y ardientes. Luego levantó la cabeza, le acarició los labios con la punta de la lengua y se los chupó y se los mordió con fruición.
-Cenamos juntas.
Mason ya había jugado bastante
-¿Te quedarás a dormir?
Vienna asintió.
-¿En mi cama?
-Sí.
La respuesta queda le quemó a Mason en la piel como hierro candente. La recorrió un escalofrío y dejó escapar un respingo ahogado.
-No puedo esperar tanto. Necesito tenerte.
-Quédate con esa sensación -le dijo Vienna.
Mason percibió la promesa jugosa de su aroma, cerró los ojos y dejó que la fragancia almizcleña la recorriera por entero. Su intensidad la empapó y apartó de su mente todo l que no fuera el olor, la sensación y el sabor de la mujer a la que pertenecía. Sólo entonces se apartó de ella.
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