Capitulo 7
-¿Qué quieres? -preguntó Mason.
Escudriñó el rostro de Vienna con los ojos oscuros llenos de suspicacia y no abrió más la puerta principal. De hecho, más bien parecía que estuviera a punto de cerrársela en las narices. Vienna puso el pie en el hueco.
-¿Puedo entrar?
Su vecina titubeó, pero al final abrió la puerta a regañadientes y fingió que le hacía una reverencia.
-Como mi señora desee.
-Bueno, esto promete.
Vienna ya se estaba arrepintiendo de querer devolverle el Winchester en persona a Mason, en lugar de enviarlo por FedEx. Tendría que haber sabido que en el momento en que pusiera un pie en la guarida de su enemiga, la asaltarían las mismas sensaciones de siempre. Se le secaría la garganta, la lujuria la dominaría y deshonraría el apellido de su familia.
Mason no hacia nada para provocar que a Vienna se le acelerara el pulso a propósito. Se limitaba a estar allí plantada, con los brazos en jarras, con la mirada ardiente relampagueando llena de rencor. Llevaba una camisa holgada metida por dentro de los tejanos negros. No llevaba sujetador debajo y se podía distinguir la sombra inconfundible de sus pezones bajo la tela. Vienna no podía dejar de pensar en aquellos senos y en el torso musculoso de Mason. Desde que Mason se había quedado medio desnuda en su despacho, Vienna se moría de ganas de arrancarle la camisa y tocar la suave piel que sabía que había debajo, nada más verla. La intensa necesidad la cogió por sorpresa y notó que la cara le ardía.
-Eh... ¿mi rifle? -apuntó Mason.
Vienna ofreció el arma con las dos manos. No era capaz de mirar a Mason a los ojos, pero sí notaba la mirada de ella fulminándola. Sí, había sido una mala idea. Ni siquiera le había dicho a Tazio Pantano que iba a ir a Laudes Absalom. Vienna se preguntaba cuándo dejaría de comportarse de manera tan irracional en lo que concernía a su adversaria.
-Sé que has pasado un par de semanas bastante duras -dijo Vienna en tono tirante-. Espero que estés mejor.
-Mentirosa.
Dolida, Vienna levantó la cabeza de golpe.
-¿Se te ha ocurrido alguna vez que para mí todo esto tampoco es que sea un paseo por el parque?
Mason soltó una carcajada seca y cogió el rifle.
-¿Qué parte? ¿La de destruir todo lo que me importa o la del supuesto accidente? ¿O intentar arrebatarme mi empresa cuando ambas sabemos que tú no ganarías nada con ella? Dime, ¿todo esto es porque te rechacé aquel día?
-No te creas tanto.
-Ah, es verdad. Qué tonta por olvidarlo. Se supone que debería estarte agradecida, ¿no? Un polvo por pena de la irresistible princesita Vienna Blake. La muer que podría tener a cualquiera.
Vienna se estremeció internamente. Tendría que haberse esperado que algún día Mason le echara en cara aquella embarazosa noche.
-De eso hace mucho tiempo y sabes tan bien como yo que estaba borracha.
-Que es precisamente cuando la gente dice lo que piensa de verdad. Si no recuerdo mal, dijiste que me estabas haciendo un favor.
-Esas no fueron mis palabras y, de todas maneras... no quería decir eso.
-Como si te acordaras de algo de lo que pasó aquella noche.
El desprecio de Mason levantó ampollas en la consciencia de Vienna al recordarle unos acontecimientos que habría preferido olvidar. Se quedó mirando el hueco de la puerta, a sabiendas de que lo mejor que podía hacer era marcharse por donde había venido, en lugar de quedarse allí y dejar que Mason la sacara de quicio. Ojalá no recordara aquella noche, pero era como si la fiesta hubiera tenido lugar hacía semanas en lugar de años. La humillación del rechazo aún le quemaba en las entrañas.
Mason era la última persona a la que había esperado ver aquella noche. Esta llevaba a su cita del brazo, una mujer de mundo brillante que hacia que Vienna fuera especialmente consciente de lo banal y arrogante que era en su segundo año de universidad. Empeñada en no pasar desapercibida, Vienna bebió copa tras copa demasiado deprisa y coqueteó demasiado abiertamente, sin quitarle ojo de encima a Mason y a su pareja. Mason se inclinaba hacia su acompañante, le llevaba cócteles y marcaba el territorio con ella con la posesiva naturalidad de un amante: una caricia en la mejilla, la cabeza gacha, contacto visual constante... Mason compartía con su novia un lenguaje codificado que excluía a Vienna por completo. Los signos de intimidad fueron para Vienna una puñalada en el estómago y se descubrió a sí misma echando humo de puro resentimiento. En lo único en lo que podía pensar era en meterse entre ellas y robar la atención de Mason para sí.
Cuando recordaba aquella noche, no daba crédito a la inmadura y celosa que había sido. Aún se acordaba claramente de la mirada de incredulidad de Mason cuando Vienna le había acorralado a solas en un rincón aislado del jardín donde Mason había salido a fumar. Vienna no recordaba exactamente lo que había dicho durante aquel torpe intento de seducción, pero las palabras le habían salido al revés. Había intentado mostrarse sofisticada y aparentar más experiencia de la que tenía en realidad. Todavía resonaba en su cabeza el insolente comentario de Mason sobre su virginidad seis años atrás.
Ve a jugar con tus muñecas.
Vienna hizo mención a una retahíla de amantes que no tenía y alardeó de un vocabulario sexual que había aprendido de sus compañeras de hermandad. Se puso completamente en ridículo mientras Mason se la comía con una mirada que le hacía temblar todo el cuerpo. Cuando por fin se quedó sin fuelle, Mason le preguntó:
-¿Qué intentas decirme?
-Te estoy proponiendo que salgamos de aquí y lo pasemos bien un rato.
Mason apagó su cigarro con parsimonia.
-¿Por qué iba a querer acostarme con una mujer así de fácil?
Vienna ocultó la vergüenza tras una risotada falsa y un puchero coqueto.
-Eh, cualquier lesbiana mataría por estar en tu lugar, Cavender. Todas me desean, pero te he elegido a ti.
-Ya me puedo morir tranquila -repuso Mason con aburrimiento. Su tono alcanzó a Vienna como una flecha pese al velo alcohólico-. Pero, verás, resulta que estoy con alguien esta noche. Ella no viene de una familia rica, pero tiene clase de verdad... No voy a intentar explicarte la diferencia; tú no lo entenderías.
-Eres una zorra.
Mason no había terminado.
-Puede que, si fuera una cabrona... y también imbécil, la dejara tirada para poder follarte. Pero las narcisistas superficiales no me van, lo siento.
Perpleja ante el insulto, Vienna fue a darle una bofetada a Mason, pero falló.
-Me ocuparé de que lo sientas, ya te digo... Sentirás haberme dicho eso.
Mason la agarró del brazo antes de que volviera a intentar abofetearla.
-Estás borracha -le dijo, arrastrándola hacia las puertas principales a la fuerza-. Y eres un peligro para los demás y para ti misma. Te voy a llevar a tu habitación para que duermas la mona, ¿de acuerdo?
-¿Estás de coña? -exclamó Vienna, que trató de zafarse de ella-. ¿Quién te crees que eres?
Mason le contestó, pero no oyó lo que decía. Además, su novia se había presentado en aquel momento. Ayudó a Vienna a sentarse en el asiento trasero del coche a Mason y, cuando llegaron a la residencia, la ayudó a subir a su habitación. Mason y ella se quedaron una hora con Vienna, mientras esta se ponía todavía más en evidencia vomitando y sollozando desconsoladamente sobre no ser capaz de cumplir las expectativas de su padre. La novia hizo café y ayudó a Vienna a desnudarse y a meterse en la cama. Parecía realmente agradable, lo que empeoraba las cosas todavía más.
Vienna no se acordaba de su nombre y, como quería pedirle disculpas, no le quedó más remedio que llamar a Mason al cabo de unos días. Sin embargo, Mason no le cogió el teléfono. No había vuelto a saber nada de la mujer hasta que la vio en un programa sobre cooperantes en Ruanda. Estaba haciendo algo importante por el mundo, ayudando a los supervivientes del genocidio a montar pequeños negocios. Vienna les envió una donación.
Vienna se frotó los ojos con la mano para que no afloraran las lágrimas y se obligó a concentrarse en el presente. Mason había dicho algo, pero no la había oído.
-Perdona -murmuró-. ¿Puedes repetírmelo?
-He dicho que nunca te he hecho daño.
-Puede que no directamente -admitió Vienna-. Pero tu padre se pasó toda la vida atacando a mi familia y tu hermano le estaba haciendo chantaje a uno de mis primos, que resulta que es mi vicepresidente.
-¿Así que por eso preparaste el accidente? Al gusano al que llamas primo le gustan las niñas menores de edad, pero oye, ¿qué más da? ¡Estás indignada porque mi hermano se lo echó en cara! Yo alucino.
Vienna se llevó la mano a la mejilla, como para limpiarse algo imaginario, mientras procesaba lo que acababa de oír. Le habían entrado náuseas. La versión de su primo era completamente diferente. Andy se había presentado en su despacho un mes antes para suplicarle que le ayudara a salvar su matrimonio. Decía que había cometido un terrible error y que Lynden se había hecho de algún modo con unas fotos suyas con una mujer que había conocido en una fiesta. Obviamente se trataba de una trampa, porque Lynden quería que dejara de acosar a un proveedor chino al que había estado presionando para que no hiciera tratos con la Corporación Cavender. Amenazaba con enviarles las fotos a la esposa de Andy.
-Mi primo fue un imbécil, pero el asunto de los chinos eran negocios y tu hermano lo llevó al terreno personal. Había niños de por medio.
-Sí, niñas obligadas a ser esclavas sexuales para que hombres como tu primo las puedan violar.
-Eso es totalmente falso.
-Por supuesto. Adelante, cree lo que quieras si así puedes dormir por las noches. -Mason hizo una pausa y de repente pareció ensimismada. En un curioso tono ausente, musitó-: Qué ironía.
-¿A qué te refieres?
Vienna hubiera deseado poder descartar la acusación de Mason con certeza absoluta, pero no podía sacarse de la cabeza la expresión de Andy cuando ella descolgó el teléfono para llamar a la policía. Le había suplicado que aplacara a Lynden, porque según él si metían a la policía su mujer acabaría descubriéndolo todo. Vienna había entendido su lógica. Se la llevaban los demonios sólo de pensar en ir a mendigarles algo a los Cavender, pero Lynden fue un perfecto caballero cuando telefoneó. Ni alardeó de su triunfo ni fue desagradable. Conversaron civilizadamente y acordaron que, si ella se mantenía alejada de sus proveedores, él destruiría las fotografías. Confió en que él cumpliría su palabra, ya que aquel era otro de los puntos débiles de los Cavender: su absurda fidelidad a unos principios que estaban pasados de moda. Pese a sus hábitos de playboy, Lynden se habría hundido con el Titanic antes de ocupar el lugar de una mujer en un bote. Su hermana era igual que él: anacrónica.
-¿Nunca te preguntas cómo habrían sido las cosas? -quiso saber Mason, como si hubiera estado dándole vueltas al tema mientras Vienna tenía la mente en otra parte-. Lo que podríamos haber sido la una para la otra si no fuera por todo... esto.
-Esto es la realidad -contestó Vienna-. No sirve de nada imaginarse otra cosa.
Mason la observó durante largos y dolorosos segundos y finalmente habló en tono bajo y ronco.
-Imagina que te dijera que quiero besarte. ¿Eso cambiaría tu realidad?
Vienna dejó escapar el aire retenido en los pulmones de repente. Desorientada, se repitió mentalmente las palabras de Mason y decidió que debía de haberla entendido mal. O aún peor, estar fantaseando inconscientemente.
-¿Qué?
-No me mires como si no supieras de lo que hablo -le exigió Mason con amargura-. Llevamos toda la vida deshojando la margarita.
-Habla por ti.
-¿Quieres decir que tú no piensas en ello?
-¿Y ahora quién se lo tiene creído?
-Lo tomaré como un no.
-No. O sea, sí.
-¿Por qué, porque tienes ofertas mucho mejores? -Cuando Vienna no contestó, Mason continuó con voz suave-. Imagina que te digo que te he deseado desde la primera vez que te vi. Que quiero poseerte, para que nunca jamás puedas olvidarte de mí.
A Vienna casi se le doblaron las rodillas.
-Entonces sabría que me estás mintiendo -contestó. Y tan pronto como las palabras abandonaron sus labios, se dio cuenta de que sonaba decepcionada.
Mason bajó la mirada y las comisuras de los labios se le curvaron hacia arriba en un atisbo de satisfacción.
-Eso pensaba.
A sabiendas de que se lo había puesto en bandeja como una estúpida, Vienna retrocedió hacia la puerta, pero no pudo escapar lo bastante rápido. Mason le agarró la mano y el contacto sacudió los sentidos de Vienna como un mazazo que reverberó como un eco tembloroso en cada centímetro de su cuerpo. No tenía palabras para definir la extraña alegría de sentir los dedos de Mason aferrados a los suyos; su cuerpo, alineado con el suyo. Permanecieron en pie como bailarinas a la espera de que empezara la música.
Incapaz de contenerse, Vienna se volvió y miró a Mason a los ojos. Había algo en la profundidad de su mirada que le arrancó un insoportable hormigueo en la boca del estómago. Conocía aquella mirada. Había visto la misma ansia herida el día en que Mason y ella se vieron en lados diferentes de la enorme verja de hierro de Laudes Absalom de niñas. Sintió la misma vergüenza desolada que había experimentado en aquella ocasión, al ver los moratones de Mason. Ahora ya no mostraba heridas visibles, pero percibía en ella un dolor tan profundo que le partía el corazón.
Ocultando una emoción que amenazaba con desbordarse, Vienna apartó la mirada, porque no había nada que ella pudiera hacer. Mason había perdido a su hermano y Vienna sólo estaba empeorando las cosas inmiscuyéndose en su duelo. Retrocedió de nuevo, pero Mason se movió con ella.
-Vienna, no estoy mintiendo. No te vayas.
Estaba tan cerca que sus palabras acariciaban la piel de Vienna como la promesa de un beso. La idea le encogió el estómago y Vienna cayó en la tentación de observar la boca de Mason y luego la elegante línea de los tendones de su cuello bajo la aterciopelada piel. Notaba cómo le latía el pulso al mismo ritmo implacable que le ardía entre las piernas. Era como si Mason y ella compartieran el mismo fluir y refluir; como si sus energías vitales hubieran hallado el modo de converger. Una oleada de calor recorrió a Vienna desde el vientre hasta el pecho, anunciando algo muy profundo: una bestia primaria que había despertado y había sido convocada para salir a la superficie.
Vienna soltó la puerta. Al dejar caer el brazo, la mano de Mason siguió el movimiento y rodeó la cintura de Vienna con delicadeza. Acercó su rostro al suyo y se inclinó hasta apoyar la frente en la de la otra mujer. Permanecieron así, en pie, en tácito acuerdo de silencio. Habían cambiado un lenguaje por otro; habían renunciado al traicionero embrollo de las palabras a favor de la sutileza sedosa del tacto. Mason le acarició los párpados con la yema de los dedos y luego le rozó las mejillas y los labios. Su propia boca siguió el mismo sendero con suavidad, probando la piel de Vienna, acariciando y besando hasta que Vienna le devolvió el beso con temblorosa timidez.
Mason reaccionó envarándose y le hundió los dedos a Vienna en las caderas, como si la misma bestia indómita acabara de despertar en su interior. Le rodeó la nuca con una mano y le echó a Vienna la cabeza hacia atrás para cubrirle la garganta de besos hambrientos e irrefrenables. Pero los besos no bastaban para satisfacer una necesidad tan acuciante. Vienna sentía el calor que emanaba del cuerpo de Mason y se frotaba a ciegas contra ella, tratando de envolverla por completo y de refugiarse en su interior al mismo tiempo. Quería entregarse a ella sin reservas, sin tener que reprimirse.
El sabor de Mason prendió fuego en la boca de Vienna y esta la urgió a meterle la lengua ansiosa más hondo mientras le sacaba la camisa de los tejanos. Cuando la acarició por debajo de la ropa, la carne de Mason se estremeció y Vienna deslizó las manos hacia arriba, le tomó los pechos y los pezones y reclamó tanta carne como fue capaz de agarrar. Un gemido le llenó la garganta, pero no fue capaz de distinguir si el sonido había nacido de sus labios o de los de Mason. El pezón que apretaba entre los dedos estaba duro en respuesta a su dulce tortura.
Pero Vienna quería más. Dio un paso atrás y le quitó la camisa del todo a Mason. Por fin la tuvo con el torso desnudo ante sus ojos. El pecho le subía y le bajaba cada vez que respiraba y su deseo era tangible en el silencio de su expresión y en el ardiente brillo de sus ojos. Mason se llevó la mano a la hebilla del cinturón, la desabrochó y se bajo la pesada cremallera.
-Tócame -susurró.
Vienna le metió la mano entre la cremallera de inmediato y, cuando sus dedos hallaron la piel húmeda de Mason, los ojos de esta se oscurecieron aún más. Tenía las pupilas tan dilatadas que lo único que se distinguía era un sutil surco color pizarra en los bodes. Vienna le acarició cariñosamente la lisa mejilla con la otra mano y le rozó el labio inferior con el pulgar. Antes de darse cuenta ya estaban besándose otra vez, mientras retrocedían a trompicones por el cavernoso vestíbulo. El sonido de sus respiraciones sonaba amplificado al rebotar contra las paredes de madera y la luz del sol arrojaba arcoíris fragmentados sobre sus cabezas al atravesar las ventanas de vidrio emplomada. Siguieron trastabillando a ciegas, hasta que chocaron contra algo duro: la barandilla de la gran escalinata central.
Vienna metió la mano más allá de la entrepierna de Mason y respingó al hallar su humedad. Durante una décima de segundo, se quedó inmóvil. La sangre le martilleaba en las sienes. Colgadas en los muros sobre sus cabezas, las espadas relucían y decanas de ojos vítreos las observaban. Los rostros pintados de los Cavender las contemplaban desde la galería del piso superior, como testigos de lo inimaginable. Entonces Mason le abrió la boca a Vienna con un beso ardiente y rudo que apartó de sus mentes todo lo que no fuera la urgencia líquida de su deseo.. Le abrió la blusa de seda a Vienna de un tirón, se la quitó y la dejó caer al suelo. El delicado sujetador de encaje corrió la misma suerte. Vienna acariciaba a Mason sin parar, siguiendo la costura de sus pantalones. La siguiente vez ya no dudó.
-Estás muy dura -le dijo, al encontrar el apéndice rígido de su clítoris.
Lo rodeó con los dedos y empezó a apretarlo lentamente.
-Oh, Dios -jadeó Mason, que detuvo la mano de Vienna-. No. Es muy pronto. Todavía no quiero correrme.
Vienna aflojó su caricia.
-¿Tan fácil eres?
-Contigo sí -suspiró Mason-. No tienes ni idea de lo mucho que te deseo.
-Demuéstramelo -desafió Vienna, enredando sus dedos en el cabello de Mason y echándolo la cabeza hacia abajo.
Todas las sensaciones eran exquisitas. Mason le describió una línea de besos y mordiscos hasta la base de la garganta y luego bajó hasta apoyar la mejilla sobre su corazón. Vienna la observó mientras poseía uno de sus pezones, primero recorriendo en círculo la aureola con un dedo húmedo y luego metiéndose la tierna carne endurecida en la boca. Al mismo tiempo, Mason le cogió los pechos enardecidos y se los estrujó y acarició hasta que se hincharon de excitación.
Vienna se fundió contra la madera pulida y tiró torpemente de sus pantalones y las braguitas. Mason hizo una pausa para bajárselos y la ayudó a mantener el equilibrio mientras Vienna los echaba a un lado de una patada. Jadeando, Vienna notó la presión de la mano de Mason entre sus piernas. Mason la tocaba casi con demasiada delicadeza y. cuando dejó escapar un gruñido quedo, Vienna respondió con un gemido gutural que surgió desde lo más profundo de su ser.
Desde un lugar que ni siquiera sabía que existía.
Hechizada, atrajo a Mason hacia sí y, con sus rostros a sólo centímetros de distancia, el aire se hizo denso, como si el tiempo se ralentizara. Vienna reconoció algo eterno e irresistible entre las dos: una fuerza que siempre había sabido que existía. Desde la primera ves que se habían mirado, desde el momento en que Mason la había montado a lomos de aquel caballo y se la había llevado como si fuera el botín de una batalla. Era como si un hechizo la hubiera condenado desde entonces: Vienna le pertenecía a Mason y no podía imaginarse ser de nadie más. La revelación la aturdió y luchó contra ella instintivamente, aunque al mismo tiempo la disfrutara. El miedo se abrió paso a través del trance erótico y subió el volumen a la voz frenética que, en algún rincón de su mente, le suplicaba que parase. Miró a su alrededor, trastornada. No podía permitir que aquello pasara. Forcejeó con Mason, pero esta la empujó con fuerza contra la barandilla y la inmovilizó con todo su peso. Un nuevo beso sofocó el inicio de su protesta, y Vienna sintió que la habitación desaparecía.
-No luches contra ello -murmuró Mason entre besos-. Rodéame con las piernas.
Y de repente, Mason la penetró y Vienna cerró los ojos y bloqueó todo pensamiento más allá del latido frenético de su corazón y la deliciosa emoción de la rendición. La parte racional de su cerebro se había desconectado. Vienna le clavó las uñas a Mason en los hombros, tiró de ella con fuerza y se abandonó al rítmico movimiento de sus dedos. Un estremecimiento le agarrotó todos los músculos y encogió todo su ser. Al notar que los dedos de Mason se quedaban atrapados en su centro, las dos gimieron a la vez.
Mason ralentizó el ritmo de sus caricias y Vienna no pudo evitar gemir de placer con cada penetración. Cuando notó las primeros temblores en la ingle se mordió el labio con tanta fuerza que el sabor de la sangre inundó su lengua. Aturdida, levantó la cabeza e intentó mover los labios hinchados.
Más.
¿Había llegado a decirlo en voz alta?
La pasión demudó la expresión de Mason, que se lamió los labios manchados de sangre y preguntó con voz ronca.
-¿Qué? Dime lo que necesitas. Lo que sea.
A pocos segundos de dejarse llevar por el torrente, Vienna era incapaz de hablar. Sus ojos se aferraron a los de Mason y la respuesta quedó atrapada entre sus labios ensangrentados.
A ti.
-Córrete para mí -jadeó Mason-. Quiero ver cómo te corres.
La presión aumentó hasta que Vienna no pudo contenerla. Se derramó sobre los dedos hundidos en su interior entre jadeos y temblores. Durante mucho rato, las dos permanecieron abrazadas contra el lateral de la escalinata, empapadas en sudor. Luego Mason retiró los dedos con cuidado y sostuvo a Vienna mientras esta recuperaba el equilibrio. Le acarició el pelo, la besó en la mejilla y susurró su nombre con una necesidad descarnada que hizo que a la última Blake se le pusiera el corazón en la garganta y los ojos se le llenaran de lágrimas. No sabía dónde mirar, así que bajó los ojos hacia las prendas de ropa desperdigadas por el suelo.
-¿Estás bien? -le preguntó Mason en un susurro.
-No, la verdad es que no -croó Vienna.
No estaba segura de lo que sentía. Shock. Deseo. Desesperación. Y, por encima de todo, un pánico súbito y terrible. Se apartó de Mason de golpe y empezó a recoger su ropa conteniendo a duras penas el llanto.
-Vienna... para. -Mason le tocó el hombro con cautela-. Ven arriba conmigo.Creo que deberíamos hablar.
-No hay nada de que hablar. -Vienna se alejó de Mason para que no volviera a tocarla. Notaba el cuerpo tan sensible que a punto estuvo de gritar al ponerse las braguitas y los pantalones. La blusa era inservible, ya que tenía los botones arrancados. Mason cogió su propia camisa blanca del suelo y se la tendió.
-Vienna, yo...
-No digas nada.
Un reloj tocó la hora sonoramente y Vienna dio un salto. Tenía los nervios destrozados y notó que la invadía el sudor frío mientras se abrochaba la camisa y se subía las mangas. Mason también se puso los pantalones. Las manos le temblaban.
-Te acompaño a casa.
Vienna tuvo que echar mano de todo su autocontrol para no chillarle. No podía creer que hubiera dejado que aquello pasara.
-No, estoy bien.
-A mí no me lo parece.
De algún modo, Vienna logró recuperar la calma que la hacía una buena mujer de negocios.
-Mason, esto ha sido un error.
-No -negó Mason con crudeza-. Esto es lo que tenía que pasar.
-No niego que tengamos una química rara -repuso Vienna para evitar una lucha dialéctica-. Pero lo que ha pasado... sea lo que sea, no cambia nada.
-Lo cambia todo -dijo Mason, sin hacer el menor intento por cubrirse los pechos desnudos-. Hemos hecho el amor.
-Hemos follado en el vestíbulo como un par de adolescentes hormonadas -la corrigió Vienna con frialdad-. Casi que no enviemos invitaciones de boda todavía, ¿no te parece?
Mason se quedó de piedra, como si acabara de abofetearla. Se puso pálida y la voz le salió ronca por la emoción.
-Había hecho muchas suposiciones sobre ti durante estos años, pero nunca había creído que fueras una cobarde.
-Bueno, pues ahora ya lo sabes.
Vienna percibía el olor mezclado de sus esencias en la camisa prestada. El aroma acre le atravesó el corazón y los sentidos, deshaciéndola por dentro. Temerosa de que Mason notara el torbellino de emociones que la invadía, Vienna se dirigió a la puerta.
-Tengo que irme.
Abrió la puerta y echó a correr escaleras abajo con el pecho a punto de estallar. Oyó que Mason la llamaba, pero no aminoró el paso. Notaba un peso enorme sobre el corazón, como si se lo aplastasen, y se sentía como una niña otra vez. Igual que el día que se enfrentó a la ira de su padre tras el incidente del caballo. Sus palabras resonaban aún en sus oídos.
Has defraudado a tu familia. Me has defraudado a mí. Pero lo peor de todo es que te has defraudado a ti misma.
Su lado rebelde se moría por gritar: 'Que te jodan a ti y a la familia.¨ Estuvo a punto de darse media vuelta y correr de nuevo hacia Mason, pero sabía que estaría corriendo hacia el desastre. Todo lo que tocaban los Cavender se hacía añicos. Mason la destruiría.
Con las mejillas empapadas en lágrimas, Vienna se rodeó con los brazos e intentó sofocar unos sollozos que no podía controlar. El día estaba nublado y la brisa fría arrastraba remolinos de hojas rojas y doradas en su estela. Los robles crujían; los pinos susurraban. Vienna caminaba a ciegas y no se dio cuenta de que había atravesado el prado hacia el templo, hasta que se vio bajo la sombra de este. Igual que si entrara en un sueño, sus pies se movieron sobre los peldaños de mármol blanco como si tuvieran voluntad propia y llegó ante el ancho pórtico. Miró atrás desde las columnas para asegurarse de que no la habían seguido y entró en la cámara.
Bajo la bóveda central había una tumba reluciente, con dos sarcófagos de mármol separados, el uno al lado del otro. Vienna leyó las inscripciones en rectas letras romanas que había cinceladas: NATHANIEL CAVENDER y FANNY BLAKE CAVENDER. Se habían casado en la época en que las dos familias eran aliadas, así que su hijo Hugo era medio Blake. Eso no le había impedido matar a su propio tío, Benedict Blake. Entonces había intentado adueñarse de la compañía que las familias poseían conjuntamente, iniciando la guerra por el control con Truman, el hijo de Benedict.
Hugo y Truman habían crecido juntos, como amigos inseparables. Eran los dos hombres sobre los que estaba depositado el destino de sus familias. Sin embargo, el brutal acto de Hugo los convirtió en enemigos acérrimos y los Blake y los Cavender habían estado enfrentados desde entonces. Nadie estaba demasiado seguro de por qué Hugo había matado al padre de Truman, pero el consenso general apuntaba a la ambición como motivo más plausible. Al ser dos años mayor que Truman y tener sangre Blake, evidentemente Hugo se veía a sí mismo como el presidente de la compañía por derecho. Fanny, su madre, era la primogénita Blake de su generación, pero por culpa del sexismo de la época su hermano pequeño Benedict estaba llamado a ser la cabeza de familia. En cualquier caso, su posición y su matrimonio con el heredero Cavender significaba que su hijo había sido criado como un príncipe: el símbolo definitivo de la unión de sus casas.
No obstante, el hombre que debería haber encarnado lo mejor de ambos mundos traicionó todo lo que habían construido. Nunca fue acusado del asesinato, ya que en aquel tiempo el poder y la riqueza de los Cavender los hacía virtualmente intocables. Según la leyenda de los Blake, la maldición de los Cavender comenzó aquel año. Sólo unos días antes, la esposa de Hugo, Estelle, se había ahogado en el lago de Laudes Absalom, poco después de que naciera su hijo. En su momento se pensó que podía haber algo turbio en todo aquel asunto. Después de todo, Hugo tenía un temperamento violento y había quien pensaba que se arrepentía de haberse casado con la hija de unos sirvientes. Estelle siempre había sido un problema.
Su madre, Sally Gibson, había sido institutriz de las dos hermanas menores de las ¨Cuatro Famosas¨, que era el sobrenombre que se les daba a las hermanas de Benedict Blake, cuya belleza había sido legendaria en la sociedad de la época. Era una mujer de familia respetable, pero se había casado a toda prisa con un hombre de condición inferior, el jardinero jefe de los Blake, cuando descubrieron que estaba encinta. Los Blake habían accedido generosamente a conservarles el empleo pese a su inapropiado comportamiento. Incluso habían construido una casita de campo en sus tierras para la pareja. Cuando nació Estelle, la trataron como si fuera de la familia y la dejaron jugar con Truman, que sólo le sacaba un año. Los dos niños iban a clase con Hugo Cavender en el aula compartida por las dos familias.
La madre de Estelle les dio clase hasta que se consideró que los varones eran demasiado mayores para tener a una mujer como profesora. Contrataron a un intelectual que les hizo de tutor hasta que fueron enviados a un instituto privado. Unos años después, la noticia de que tanto Hugo como Truman querían la mano de Estelle en matrimonio cayó como una bomba. La chica, que había sido como una hermana pequeña para ambos, de repente se convirtió en motivo de tensión al tener a los dos hombres compitiendo por ella.
Los Blake intentaron arreglar un matrimonio más adecuado para Estelle, pero esta había sido educada como una dama. Escribía poesía y tocaba el pianoforte. ¿Cómo podía esperarse que se adaptara a tener a un obrero como esposo? Por fortuna, como Blake que era, Truman recuperó el juicio y se casó con una debutante más apropiada. En cambio, Hugo Cavender siempre obtenía lo que buscaba. A las pocas semanas de la muerte de su padre, llevó a Estelle al altar, libre ya de la desaprobación paterna. Una año más tarde nacía su hijo Thomas Blake Cavender. Por supuesto, nunca llegó a conocer a su madre, y su abuela Fanny la que lo crió. Era la mujer cuyo sarcófago de mármol brillante estaba ante Vienna.
Era de suponer que muy poca gente conocía la historia de su familia casi doscientos años atrás, pero los Blake creían en las lecciones que podían aprenderse del pasado y las transmitían como legado de generación en generación. Vienna tenía sólo doce años cuando le dejaron leer los diarios de Patience Blake por primera vez. Patience era una de sus antepasadas, que había seguido el escándalo con la emoción de sus catorce años. Para Patience, todo el episodio había sido profundamente romántico e incluso había desempeñado el papel de mediadora, pasando notas entre su primo Truman y la bella Estelle.
Vienna no recordaba todos los coloridos y adornados detalles de la historia, pero estaba claro que las insinuaciones de Truman no eran del todo rechazadas por Estelle. Naturalmente, Patience había leído todas las cartas que pasaban por sus manos y había recogido su contenido fielmente en el diario. Las breves misivas de Estelle eran modelos de recato y sólo ofrecían ánimos prudentes al hombre empeñado en cortejarla. Las respuestas de Truman sólo podían ser descritas como desvaríos de un joven enamorado. La comunicación había cesado de repente en 1869 y el diario de Patience contaba el compromiso de Estelle y Hugo Cavender, escandalosamente cercano al funeral del padre de este.
Al final, Patience se había ida a vivir a París, en donde tuvo una larga lista de amantes y dio a luz a una hija, Colette. Nunca se supo quién había sido el padre. Los diarios europeos de Patience encontraron el camino de vuelta a la biblioteca de los Blake tras la Primera Guerra Mundial, de manos de una amiga de Patience que les contó que la mujer había muerto de dolor, después de que su hija fuera asesinada. Al parecer, Colette era enfermera de guerra y estaban en una estación cerca de Saint Omer, que habían convertido en hospital de campaña, cuando los aviones alemanes bombardearon sus tiendas.
Varias de sus cartas estaban guardadas en uno de los diarios de Patience, junto con una foto desvaída de color sepia de un soldado que había cortejado a Colette. Aquellas cartas siempre habían intrigado a Vienna, porque Colette evitaba cuidadosamente el uso de los pronombres a la hora de describir a su pretendiente y escribía unas descripciones extrañamente femeninas del mismo. En aquellas cartas, Vienna había encontrado algo que la había hecho cuestionarse su propia sexualidad por primera vez. Siempre se había preguntado qué había sido del oficial de la fotografía. Seguramente había acabado muerto en alguna trinchera fangosa infestada de ratas en el Frente Occidental y lo habrían enterrado en una fosa común.
Vienna suspiró y contempló el lago que había más allá del arco de la entrada. Dos cisnes blancos se deslizaban juntos sobre su superficie en calma y Vienna recordó que aquellos animales se emparejaban de por vida. Los había que incluso formaban parejas del mismo sexo, igual que la famosa pareja de cisnes Romeo y Julieta, cuyo retorno al Public Garden de Boston era celebrado cada año con un desfile. Cuando en un momento dado se descubrió que se trataba de dos Julietas, la cuidad estuvo conmocionada durante meses.
Salió de la capilla y se sentó en un banco labrado, con vistas al lago. Las piernas ya no le temblaban y tenía la cabeza más despejada, de manera que recuperó parte de la calma que le había faltado antes. El cielo plomizo sumía los majestuosos pinos del borde oriental del lago en las sombras, pero su intenso aroma dulzón espesaba el aire. Bajo las nubes negras que empezaban a formarse, la fortaleza moribunda de Laudes Absalom languidecía en su inexorable decadencia. Sólo el grito de un pájaro en algún punto sobre su cabeza rompía de cuando en cuando el profundo silencio del lugar.
Cuando Vienna alzó la mirada, un cuervo sobrevoló el templo unas cuantas veces para inspeccionarla y aterrizó en el escalón del pórtico, a pocos metros de distancia. Llevaba algo en el pico y se le acercó sin miedo y sin apartar la mirada audaz del rostro de la mujer. Vienna se quedó muy quieta, incluso cuando el pájaro subió al banco de un salto. Antes de que pudiera acariciarle las brillantes plumas negras, el cuervo soltó en su regazo un pequeño trozo de papel enrollado y echó a volar de inmediato hacia la casa.
Desconcertada, Vienna desenrolló la nota y leyó las dos líneas que había escritas en una hermosa caligrafía:
Cuando los Dioses desean castigarnos,
responden a nuestras plegarias.
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