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Bitácora de Skeiser : 00/di

Cuando creo que he abierto los ojos, me doy cuenta de que me es imposible saberlo con certeza. De hecho, en este preciso instante, ni siquiera sé si mi mente se ha activado. No tengo recuerdos, no conozco palabras. Delante de mí solo hay una espesa negrura, y es esa misma negrura la que se instala en mi consciencia. Durante un tiempo que ni siquiera sé calcular, intento profundizar en la oscuridad mediante unos ojos que no controlo. Intento abrir la boca. No hay ninguna brisa que me permita activar el tacto que algo dentro de mí dice que poseo. No siento nada, ni siquiera desasosiego por encontrarme rodeado de tinieblas.

Finalmente, veo una luz. Al principio es un tenue puntito a unos centímetros por encima y delante de mí. Luego, el puntito se convierte en un resplandor en forma de asterisco. Observo la figura luminosa lleno de esperanza y curiosidad. El resplandor empieza a moverse lentamente hacia abajo, en línea recta. Tras de sí deja un hilito de luz que va ganando intensidad con el paso de los segundos. Cuando el fulgor llega a la altura de lo que creo que son mis pies, desaparece. En su lugar queda el hilo luminoso.

Tras otro tiempo indeterminado, la línea de luz se ensancha con gran rapidez, deslumbrándome con un intenso foco blanco. Aquel hilo era la separación entre dos enormes puertas que, por fin, se abren.

Mis ojos se ciegan ante tanta luz. Por fin compruebo que existen. Y, al mismo tiempo, descubro el resto de mi cuerpo. Tengo dos piernas, dos brazos y una cabeza, todo ello unido con un tronco. Dos piezas de telas diferentes tapan partes superior e inferior de este cuerpo, y de los pies se encargan dos cáscaras de cuero.

Pasados los segundos de adaptación, por fin veo. Observo lo que hay detrás de mí. Un enorme muro metálico de color negro, tan alto que impide ver el horizonte, me precede. Se entrevén las dos puertas por las que he entrado, ya cerradas. Ese mismo muro se prolonga varios metros en horizontal. El cielo está tapado, y la luz del sol apenas traspasa las espesas nubes. El hormigón del suelo es de un gris blanquecino, casi un reflejo de las nubes que lo cubren desde las alturas.

Subo la mirada y la fijo en el frente. Delante de mí veo una ancha escalinata de no más de diez escalones. En lo alto se alza un edificio con tejado de dos aguas, totalmente negro y una fila de tres ventanas en el lado derecho de la fachada. En la parte inferior, un ancho cristal, de no más de tres metros de altura, conecta el resto del edificio con el suelo. Justo en el centro del cristal y de la escalinata se encuentra una puerta del mismo material, dotada de una agarradera metálica. Esta pared cristalina en la que se encuentra la puerta se ubica en el mismo lado que las ventanas de más arriba, y a la izquierda hay una pequeña ventanita rectangular.

En lo alto de la escalinata veo una figura. Un hombre con una larga y gris gabardina. Es corpulento y alto, lleva unas botas verdes y las manos en los bolsillos. Su cabeza es un enorme televisor de tubo que emite nieve sin cesar. De ese mismo aparato, surgen de la parte superior dos largas antenas metálicas, en cuyas puntas descansan dos pequeños birretes que giran muy lentamente.

Avanzo un par de pasos, incapaz todavía de coordinar mi cuerpo. Al tercer paso, sin embargo, mi mente ya parece dominarlo. El siguiente camino hacia la escalinata lo recorro sin problemas, y con la misma soltura subo los escalones. Allí me encuentro con la extraña figura, que, aún sin ésta tener ojos, percibo que me observa.

La nieve que emite su pantalla se interrumpe y da paso a un extraño dibujo. Parece una cara sonriente, con unos afilados dientes y unas gafas. Sin embargo, de la parte inferior de la boca salen unas protuberancias rectangulares, de color rojo y con unas marcas negras. El ojo derecho muestra una pupila alargada, felina, y el ojo izquierdo parece haberse roto en mil pedazos. El tiempo lo ha paralizado en ese mismo instante. Otro birrete corona, encima del ojo derecho, la extraña sonrisa. Ese mismo sobrero tiene una figura negra parecida a la de las protuberancias rectangulares, aunque es poco perceptible.

El extraño hombre saca la mano derecha del bolsillo y me la tiende. Mi mente entiende al instante ese gesto, y responde a él dándole la mano izquierda.

— Bienvenido al Instituto Rockamoore. Espero que tu estancia aquí sea enriquecedora. Pasemos, te presentaré a tus compañeros. Yo soy el director, Augustus Rockamoore.

Su voz es metálica y distorsionada. Sé que en su origen es masculina, pero soy incapaz de detectar en ella un sonido orgánico.

Soltamos nuestras manos y lo acompaño hacia la puerta de cristal. La abre y me deja pasar, y me encuentro de bruces con otra puerta. La abre una vez más, y llegamos a lo que parece el principio de una enorme nave. A mi izquierda veo un conjunto de taquillas negras que continúan pared abajo. A mi derecha intuyo que el camino continúa, pero otra escalinata que sube a un segundo piso me impide verlo. En la pared de ese mismo lado, veo una pequeña sección construida con madera y que tiene una puerta y una gran ventana. Más allá de esa ventana, sin embargo, no hay más que oscuridad.

— Eso de allí es la conserjería. Sé amable con Gertr y te ayudará con todo lo que pueda. – dice la distorsionada voz de mi guía, señalando el mismo lugar al que observo.

El director Rockamoore avanza hacia la escalinata. Le acompaño sin rechistar. Mi mente actúa sola, ni siquiera se cuestiona dónde está ni cómo ha llegado hasta allí.

Subimos hasta el segundo piso, pasando por un ancho rellano entre los escalones. El techo, acabado en un triángulo, tiene unos grandes ventanales a uno de los lados que iluminan la nave. Idéntico al primer piso, el segundo es un largo y ancho pasillo que también continúa detrás de nosotros, a la derecha. En las paredes hay varias puertas, y observo un par de grandes agujeros que permiten ver el primer piso desde arriba. Todo está protegido con barrotes metálicos para evitar caídas. Tanto los muros como los suelos y techos están formados por azulejos a medio camino entre gris y blanco. Las paredes, sin embargo, están recubiertas de una gruesa capa de madera.

Al llegar a lo alto, damos la vuelta hacia la derecha y nos dirigimos a una puerta que introduce a, según calculo, una estancia encima de la conserjería. Se encuentra en la pared, en una esquina que da lugar a una puerta más que mira de cara al pasillo. No se oye nada, sólo nuestros pasos.

El director Rockamoore abre la puerta. Me doy cuenta de un cartel al lado de ésta. Pone "2ndo de Bachillerato". Al entrar, tengo la sensación de que interrumpimos algo.

Nos introducimos en la habitación y nos giramos mirando hacia la dirección en la que observaríamos el largo pasillo. Pese a los altos y anchos ventanales que ocupan toda la pared derecha, el ambiente es oscuro.

Las mesas y sillas, de color negro, se organizan en fileras de cuatro hasta el final de la estancia, haciendo un total de cuatro filas. A nuestra espalda, una pizarra verde ocupa toda la pared. A nuestra derecha, cerca del ventanal, está otra mesa, más ancha que las demás.

Detrás de ella se encuentra una figura de complexión ancha, casi obesa. Tiene una sonrisa que, literalmente, llega de oreja a oreja. Los enormes dientes no parecen dejar a ese hombre cerrar los labios. Tiene las mejillas hinchadas, y la altura de sus ojos llega casi al cuero cabelludo. El iris es de un azul encendido, y éste es tan enorme que casi no se aprecia el blanco de los globos oculares. Sus pupilas son casi igual de gigantescas.

Al frente veo a los compañeros de clase. Son nueve en total, y no me detengo a examinarlos a consciencia. Son todos hombres.

— Disculpe que interrumpa la clase, señor Ingstud. — dice el director.

— No se preocupe, Don Rockamoore, siempre es un placer recibirle en clase. — dice el señor Ingstud, con una voz chirriante y aguda.

En ese momento, mi cabeza empieza a hervir.

— Os presento a vuestro nuevo compañero. Por favor, tratadlo bien y sed buenos amigos. — dice el director.

— Encantado, mi nombre es Skeiser, estoy deseando compartir clase con vosotros.

La voz sale de mi boca sin que mi mente lo haya ordenado. Por fin lo averiguo: me llamo Skeiser y mi voz es suave y tranquila. Hago una ligera reverencia a la clase, lleno de unos nervios que no comprendo.

Al incorporarme, una de las mesas atraviesa volando el aire a mi derecha y se estrella contra la pizarra. Sorprendido, observo que se ha quedado incrustada en ella, justo al lado del director. Algo me dice que iba dirigida a él.

Miro a mis compañeros. Al fondo de la clase hay un chico levantado y sin mesa cuyo rostro me recuerda al de un león. Sus dientes están bastante afilados, y, con unos ojos felinos cuyos irises son de un gris parecido al blanco, mira lleno de rabia al director. Su cabello es de un castaño bastante claro, algo largo y acabado en mil puntas diferentes que se inclinan hacia atrás. En la parte delantera, sin embargo, un largo y estrecho mechón se inclina hacia arriba para después caer justo delante de la cara. Es alto y tiene un cuerpo atlético.

—Señor Boracks, le tengo dicho que no se altere. Tranquilícese o le volverá a subir el azúcar. – responde el director a tal agresión.

— ¡Si me sube te voy a ahogar en él, hijo de la gran puta! — grita Boracks, enloquecido.

El chico agarra su silla y la lanza hacia el director. Algo, sin embargo, provoca que la trayectoria se desvíe unos centímetros a la derecha de Rockamoore, estrellándose un poco por debajo de la mesa anclada en la pared. Ante la escena, me siento aturdido, no soy capaz de moverme.

— ¿Lo ve? Ya se lo decía yo.— dice el director.

El brazo izquierdo de Boracks empieza a oscurecerse y un desagradable olor a podredumbre se apodera de la estancia. El chico, sin vacilar, se agarra la muñeca izquierda con la mano derecha y se arranca el brazo de cuajo. La sangre empieza a brotar de su cuerpo, pero Boracks no se detiene y lanza el brazo gangrenado hacia el director. Esta vez, la trayectoria sigue su curso y el brazo acaba estampándose contra la pantalla que forma la cabeza de Rockamoore, llenándola de sangre antes de caer al suelo. El director no parece inmutarse.

— Señor Ingstud, por favor, tranquilice a Boracks.

— Enseguida, Don Rockamoore.

Cuando me doy cuenta, se ha abierto una trampilla en la pizarra y una decena de ametralladoras han salido de ella.

Boracks tampoco parecer haberlo previsto, pues empieza a recibir una salva de pequeños proyectiles que convierten su cuerpo en un saco que no deja de expulsar sangre. Sus brazos y piernas se deshacen, y su tronco empieza a abrirse y a expeler trozos de carne triturada.

De la nada, sale disparado un extraño brazo que se introduce por la abierta boca del moribundo y empieza a extraer sus agujereados intestinos como si se trataran de una cuerda de pozo.

El brazo biónico, conectado mediante un tubo alargado a la oscuridad de la trampilla, agarra el extremo del intestino de Boracks y lo ata, con un movimiento indescriptible, a una de las numerosas tuberías que recorren de punta a punta el techo de la clase. Cuando el cadáver del alumno queda colgando, el resto de la artillería se detiene. Dos cañones surgen del interior de la trampilla y cada uno dispara un arpón.

Ambas lanzas se clavan en los hombros de Boracks y lo ensartan a la pared. El intestino delgado de Boracks no se rompe tras la sacudida, y el brazo agarra su cabeza y la gira, retorciendo su cuello, hasta conseguir que se quede mirando a la pared en la que ha quedado atrapado. Al estar en esta posición, el intestino se tensa.

Observo la escena con asombro. Mis nuevos compañeros de clase, sin embargo, miran a cualquier otro lado con indiferencia. Uno de ellos incluso parece no poder aguantarse la risa.

— Así me gusta, mirando a la pared. Ya verás como así te tranquilizas y no tenemos que sufrir más por tus subidas de azúcar.

Me sorprendo al ver al director hablando con un cadáver. Miro al profesor, pero su imperturbable sonrisa no me dice nada. El brazo, las ametralladoras y la trampilla han desaparecido tan rápido como han hecho acto de presencia.

— Bien, les dejo continuar la clase. Espero que lo pase bien con sus nuevos compañeros y que disfrute de todas las posibilidades del Instituto Rockamoore, señor Skeiser. Bienvenido al show, disfrútelo.

Tras decir esto, el director abandona la clase, cerrando la puerta tras de sí. El profesor me permite elegir dónde quiero sentarme, así que me decido por el asiento de más a la izquierda de la tercera fila.

Así acaba mi primer día en el Instituto Rockamoore, pues del resto de la jornada soy incapaz de acordarme.

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