El Insomne

La mía, como toda historia que se precie de ser contada, comienza con una muerte en la familia. La muerte de Eduardo, para ser mas preciso. El pequeño Eduardo. Mi pobre hijo.

Los síntomas de su depresión comenzaron apenas falleció Luisito, uno de sus amigos del jardín de infantes. Ellos eran muy unidos, con esa unidad que solamente alcanzan a establecer los niños de su edad. Al día de hoy, me resulta imposible recordar un instante en que no estuvieran juntos. Hasta que el fatídico día en que, jugando al fútbol en el patio de casa, la pelota se les fue a la calle. Yo debía estar vigilándolos en ese momento, pero un llamado telefónico me distrajo lo suficiente para que un Falcon atropellara al pobre de Luisito, que había corrido a buscarla. Todo ante la atenta y conmocionada mirada de Eduardito, una mirada hasta aquel instante virgen de desgracias.

Lo que siguió (la pelea con los padres del niño, el irrefrenable sentimiento de culpa, la condena social de mis vecinos) no fue nada, comparado con el momento en que tuve que sentarme frente a mi hijo a explicarle qué le había pasado a su amiguito. Deben entender que la muerte parecía haber olvidado a mi familia en los últimos años. Ni un tío lejano, ni los cuatro abuelos, ni siquiera una mascota habían muerto desde el nacimiento de mi hijo, por lo que éste era el momento de explicarle de qué se trataba la muerte (una de las dos Grandes Charlas que los padres solemos tener con nuestros hijos). Pero... ¿Cómo explicarle qué era la muerte, si ni yo mismo estaba seguro? Mis padres vivían, y también los de Lucy, mi esposa. Nunca había muerto un amigo, una novia, ni un pariente que me importara demasiado. Y con esto último me refiero a que no hay manera de sentirse conmovido ante la muerte de alguien a quien nunca has visto, y no representa nada para uno. ¿Mascotas? De seguro murieron, pero mis padres siempre ocultaban sus cadáveres, y me decían que se habían escapado, reemplazando el dolor por la muerte con el odio por el abandono. No sabía con exactitud de que manera encarar el tema, pero era algo que debía hacer.

Lo que hice fue darle una pobre analogía entre sus juguetes y las personas; explicarle que así como los juguetes se rompen y dejan de funcionar, lo mismo nos pasaba a nosotros. Confundido, me preguntó, con su dulce vocecilla infantil, si alguna vez volvería a verlo, como cuando uno de sus juguetes se rompía y los mandaba a reparar. ¿Qué responderle a esa carita inocente bañada en lágrimas? Yo siempre fui agnóstico, mi familia nunca se dejó arrastrar por las dudosas verdades de ninguna iglesia. ¿Había un Dios? No me constaba entonces, ni mucho menos ahora. Pero su dolor era demasiado. Decidí decirle que la muerte es como dormir, y que Luisito se había ido al cielo, donde todas las personas buenas van cuando mueren.

"¿Entonces alguna vez volveré a verlo?", me preguntó, secando sus lágrimas. Le dije que sí, recordando esa frase que dice que "la infancia es un inocente intervalo entre la nada y la desilusión", y le dejé dormir.

Pero los días pasaban, y mi pequeño Eduardo no mejoraba su estado de ánimo. Se pasaba las tardes sentado en el patio de casa, escenario de la tragedia. Cuando le preguntábamos qué estaba haciendo, solo respondía melancólicamente "Pensando". ¿Pueden imaginar la voz de un niño cargada de melancolía? Es lo mas tétrico que oí en mi larga vida. Estuvo una semana así, y al octavo día corrió hacia la calle, dejándose atropellar por otro Falcon.

Y fue de esta manera que conocí el dolor de la muerte. No había podido explicárselo a mi hijo, y ahora él me lo enseñaba de la peor manera: la empírica. Lloré en el velorio, y en el funeral. Y esa noche no pude dormir, ya que no paraba de llorar. Recién la noche siguiente pude conciliar el sueño, sólo para soñar una y otra vez con la tragedia, y despertar llorando. Lucy tampoco dormía. Y llorábamos juntos cada madrugada. Hasta que su cansancio fue mas fuerte que el dolor, y pudo dormir. Juro que lo intenté. Intenté imitarla, pero me era imposible. Cada vez que cerraba los ojos veía a mi pequeño aplastado por las ruedas del auto. Oía el siniestro chirrido de la frenada, y el pavimento manchado de sangre. Y despertaba bañado en sudor y lágrimas.

La situación sobrepasó a mi esposa. Mi dolor no hacía sino empeorar el suyo. O quizá llenarla de culpa, porque ella ya podía dormir. Lucy me pidió un tiempo, y al final del tiempo, el divorcio. Y yo aún no podía dormir. El día de la audiencia, dos meses después, mi aspecto debía de ser realmente lamentable. Pude verlo en sus ojos. Y quizá fue eso lo que le dio el empujón final para tomar la decisión. Ya sin hijo y sin esposa, ni descanso, lo siguiente que perdí fue mi trabajo. No les resultaba "rentable", me explicó un idiota desde atrás de su escritorio. No me molesté en explicarle mi falta de sueño. Era inútil, tanto como él.

El tiempo pasó. Cada tanto intentaba dormir, sólo para volver a ver a mi niño bajo las ruedas del monstruo mecánico. Y sin olvidar, ni dejar de reprocharme, mi total incompetencia para darle la más vital de las lecciones. No podía olvidar mis palabras: "La muerte es como dormir". Y no pude dejar de preguntarme: ¿Habría sueños en la muerte? ¿Qué estaría soñando mi pequeño ahora? Y la peor de las preguntas ¿volveré a soñar con Eduardito cuando muera?. La idea me paralizó. ¿Qué pasaría si la muerte era un sueño, (ESE sueño) repitiéndose una y otra vez?. No quería saberlo. Aún hoy, doscientos años después de aquel suicidio infantil, no quiero saberlo.

16/06/2006, 18:35

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