El Innegable Ryûjin.
El agua es caprichosa, agreste, dócil cuando se le place y furiosa cuando menos se espera. Tiene el poder de dar vida y quitarla, puede ser tan fuerte como para desmigajar embarcaciones y tan suave como para calmar la sed de quien la ha extrañado por mucho tiempo. Permite albergar tanto a las criaturas más descomunales como a las más diminutas, y a todas las acoge en su inmensidad de madre que nunca desampara a sus hijos y los envuelve con su suave halo de impasible tranquilidad.
Al menos eso era lo que decía mi abuelo, un viejo lobo de mar que sólo tenía en su mente historias de seres mágicos y afables, sirenas con hipnóticas voces, ballenas que cantaban bajo la luz de la luna, criaturas abisales amantes de lo profundo y peces que parecían sonreír al verlo pasar en su pequeño bote carguero, desvencijado, curtido por la sal que intentó sin éxito corroer su casco, y que de cuando en cuando paraba en algún puerto entregando, recibiendo, tramitando e intercambiando pequeñas encomiendas con las que llegó el sustento diario por más de treinta años.
La diosa Ino había sido generosa con él por mucho tiempo, y de cierta forma entendí que le tuviera tanto cariño al agua, que en sus descripciones siempre hablara del mar como un hermano al que amaba con devoción, y que sus recuerdos hubieran estado impregnados de sal y arena, las mismas que nunca abandonan la brisa ni las mejillas de aquellos que han dedicado su vida entera a aprovechar los frutos de aquel regalo de los dioses.
Mi abuelo adoraba el mar, pero yo no me sentía tan cómodo cuando tenía una gran cantidad de agua frente a mí. Y varias veces me he visto en la necesidad de explicarlo, pero sólo unos pocos han logrado entenderlo por completo. Básicamente, el agua me aterraba, y aún lo hace. A duras penas dejo que el chorro de la ducha caiga sobre mi cabeza, detesto nadar, pasar por un río me da escalofríos y mi peor pesadilla es morir ahogado.
"Es un miedo irracional, si te hubiera sucedido algo real, habrías muerto", era lo que mi abuelo siempre repetía. "La bella mar es preciosa, es una gentil dama que no haría daño a quien no se lo merece", espetaba de nuevo. "Si lo hubiera querido así, el agua te habría matado de la forma más cruel", replicaba cuando yo dudaba en meter mis pies a un estanque o lago. Y en eso último le di la razón, precisamente por una experiencia de la que a duras penas salí vivo, pues en un capricho del mar, éste decidió perdonarme la vida, pero a cambio me hizo considerarlo una pesadilla.
En una de mis correrías por Japón, me embarqué en un bote atunero relativamente pequeño, y aunque no hacía mucho aparte de cocinar para la tripulación, me entretenía conversando con Umi, una chica de Hokkaidô que había hecho del Golfo de Uchiura su hogar, pero se vio obligada a huir por miedo a que los yakuza la encontraran y la torturaran hasta la muerte gracias a ciertas deudas de juego.
Siempre me hablaba del mar como si fuera de su propiedad. Según ella, los peces obedecían sus órdenes, las tortugas la llevaban a pasear y los delfines entendían a la perfección lo que decía. Nunca le creí. Los japoneses traían consigo muchas historias fantásticas que rayaban en lo ilógico y lo imposible, y aunque nunca lo dije de frente, Umi siempre recibía de mí una cara incrédula acompañada de frases que la desacreditaban.
Sorpresivamente, nunca recibí de ella un reproche o protesta ante mi actitud, y lo entendí como una noble resignación a que sus historias no harían mella en mi rígido cerebro. Sin embargo, ella y yo continuábamos conversando, no para querer conocernos por completo, sino para llenar el tedioso silencio que nos acompañaba mientras nos ganábamos la vida entre cucharones de aluminio y ollas de peltre.
Pasé mucho tiempo en alta mar con Umi, oyendo sus historias sin creerlas, hablando de banalidades que no nos llenaban y discutiendo sobre sinsentidos, mientras el tiempo corría sin prisa y sin pausa. Todo transcurría sin sobresaltos, mis días en el barco eran monótonos, rodeados de azul, un poco fríos y llenos de atún por todas partes.
Hasta el día que la bella mar, como la llamaba mi abuelo, se transformó drásticamente en una maléfica dama, y sólo yo parecía notarlo.
Las noches se hacían cada vez más frías en mi habitación, el mar se veía turbio, parecía filtrarse por las paredes, las ventanas e incluso las cobijas, y aunque eso para mí era tan diáfano, los demás no parecían ver lo mismo que yo. Un día, mientras servía albóndigas a los distraídos grumetes, pude ver con grima cómo éstas empezaban a flotar en un pozo de agua salada, pero al tratar de corroborarlo, mis compañeros de barco me miraban con extrañeza.
Umi era una de las que se burlaban con disimulo cuando le insistía en revisar el pescado para ver si estaba convertido en filete, pues me daba la impresión de que la comida marina se convulsionaba cuando me quedaba mirándola por demasiado tiempo. "Crece ya, Maurice. Los atunes quedan muertos después de destriparse", decía ella cuando me veía sobresaltado junto a los refrigeradores. Yo lo sabía, pero a medida que el tiempo pasaba, la intranquilidad seguía ganando espacio en mi mente, y aunque trataba de no prestarle atención a esas cosas, al cabo de un tiempo fue algo imposible.
Aquellos sustos no se detuvieron ahí: mientras dormía, empecé a tener pesadillas inquietantes. Antes de rayar el alba, podía sentir el agua fluyendo bajo mi almohada, mi cuerpo flotaba entre las cobijas como si de una gran cascada se tratara y de mi colchón destilaba un imparable caudal que inundaba mis pulmones de tal manera que cada noche sentía el agua fluir a través de mi tráquea, hasta que decidía despertar en medio del sudor frío, con mis sábanas completamente secas y tratando de escupir agua que no salía por el simple hecho de no existir más que en mi mente.
Para completar mi martirio, entre el agua imaginaria y los peces muertos que sólo yo veía moverse, estaba perdiendo el sueño. Algo incontrolable se movía sobre mí al dormir, aprisionándome contra el colchón y alojándose en mi pecho. Siempre temía abrir los ojos para no encontrarme con algo horrible, pero me veía obligado a hacerlo, para luego ver frente a mí un espectro en forma de dragón, que a pesar de no hacer demasiada presión sobre mi cuerpo, me mantenía atado y no permitía que me moviera.
Durante diez noches seguidas apareció aquella criatura de terroríficos ojos brillantes y escamas que centelleaban a la luz de la luna, implantando en mi cabeza la idea (no del todo descabellada) de que podría estar volviéndome loco, pues en lugar de dormir en mi camarote, preferí quedarme en las noches junto al salabardo del barco, paseando por la popa o sentándome en la cubierta mientras unos cuantos cigarrillos pasaban por mis labios, al tiempo que trataba de encontrar la tranquilidad que en algún momento perdí sin razón aparente.
Unos días después, ya cansado de perder más noches de descanso, busqué la ayuda de Umi para conversar un poco acerca de lo que me sucedía, y su respuesta a mi problema fue tan inquietante, que me generó más dudas que soluciones.
"Ryûjin está asustándote. Deberías tomártelo un poco más en serio". No quería darle la razón a ella, pero lo estaba considerando. Ryûjin, según lo que había escuchado antes, era el poder del océano encarnado en un dios dragón, y aunque las leyendas no hablaban de una deidad vengativa o rencorosa, cualquier dios sería capaz de armar un problema a quien osara desafiar su poder. Eso no me bastó para estar más tranquilo, por lo que decidí de nuevo ignorar los consejos de Umi, que hasta ese punto me habían resultado irrelevantes.
¿Qué clase de problema podía tener un dios dragón con alguien como yo?
"A Ryûjin no le gusta que cuestionen su grandeza. Y lo has estado haciendo desde que llegaste. No es extraño que quiera darte una lección."
Umi no mejoraba la situación, y aunque yo había decidido no creerle, ella seguía diciendo esas cosas como si de un hecho científicamente comprobado se tratara. Tras escuchar aquel disparate mientras la noche enfriaba cada vez más, me volteé hacia la pared, dándole la espalda y tratando de dormir de nuevo. No escucharía más esa verborrea fantasiosa. Ella, indignada, se dio la vuelta y salió de mi habitación mientras bramaba improperios en japonés.
Intenté dormir. No pude. Di vueltas en la cama por horas sin poder conciliar el sueño. Lo único que podía hacer en ese momento era levantarme y caminar un poco, pues aquel reducido espacio estaba empezando a causarme escalofríos, así que caminé por el pasillo de habitaciones para tratar de recuperar la calma, y en lugar de eso, encontré una escena que sobrepasaba lo aterrador y se adentraba en lo increíble.
La sombra de una mujer titilaba en el fondo del pasillo por momentos, y sus ojos brillaban con el mismo fulgor que destellaban las escamas del dragón que se había dedicado a espantarme en las noches. Sin decir nada, de la mano de la sombra cayó una gema rojiza, que creó una gran masa de agua que parecía no terminar. El líquido cristalino inundaba el estrecho corredor, y antes de intentar huir, éste me arrastró como un río caudaloso y mantuvo mi espalda adherida a la pared opuesta del sitio donde vi aquella espeluznante figura, que lentamente se abría paso a través del pequeño espacio mientras sus dientes de dragón asomaban entre sus finos labios, dibujando una sonrisa que se me hacía muy familiar.
"Te lo dije mil veces, Maurice... no me gusta que cuestiones mi grandeza."
Reconocí de inmediato la voz de Umi en aquella monstruosidad, que me agarró por el cuello con una mano mientras tapaba mi boca con la otra.
"Sí... te hablé de mi mar... porque es mío y de nadie más. Ningún pez se mueve sin mi consentimiento, no hay medusas que pulsan sin que yo me entere, los tiburones me temen y las ballenas cantan para mí. No querías creerlo por las buenas, así que te lo haré creer por las malas. Es gracias a mí que este atunero sigue navegando, y varias veces pude haberlo hundido con facilidad. Pero soy tan benevolente... y nunca lo viste. Ni siquiera lo sospechaste. Yo soy Ryûjin, y deberías tomarme un poco más en serio."
A la fuerza comprendí que Ryûjin podía tomar forma humana, y por alguna razón había decidido hacerme creer en él hasta el punto en que no me quedó otra opción más que temerle. No tenía ningún deseo de soltarme, y mientras me retorcía entre sus manos, el agua invadía mis pulmones con una fuerza monumental. Rápidamente, mientras me quedaba sin aire, perdí la conciencia, y cerré los ojos al quedar grabado en mi retina aquel lustre azul de la sonrisa de Umi, ahora convertida en Ryûjin.
Cuando desperté estaba en una cama de hospital, con una máscara de oxígeno cubriendo mi cara y una gran cantidad de tubos conectados en los brazos. Me costó un poco volver a abrir los ojos, pero logré hacerlo al escuchar unas cuantas voces en la cercanía. La enfermera que me cuidaba se acercó y me explicó las condiciones de mi hallazgo, que no tenían absolutamente nada de fantásticas, contrastando radicalmente con aquella experiencia sobrenatural que estuvo a punto de acabar con mi vida.
Las circunstancias en las que me encontraron fueron bastante confusas: estuve flotando toda una noche a doscientos o trescientos metros del barco atunero, con hipotermia, envuelto en una sábana y sin signos de haber tragado una sola gota de agua. A los médicos les costaba entender cómo no había muerto ahogado, y tampoco se molestaron en tratar de descubrirlo, pero hicieron su trabajo y me salvaron.
Duré un par de días más en el hospital, y cuando me dieron de alta, quise despedirme de una de las enfermeras que con esmero me atendió. Después de una corta conversación con ella, aceptó mis agradecimientos con una sonrisa, y antes de irme del hospital, rozando sus labios, pude ver con horror un pequeñísimo destello del mismo brillo que me aterrorizó aquella vez que Ryûjin se hizo presente en mi mente, jugando conmigo de manera macabra, creando en mí un sinfín de pesadillas que tal vez me merecía, haciéndose inolvidable y terroríficamente innegable.
Ryûjin, en lo que creyó ser un gran acto de misericordia, decidió perdonarme la vida, pero no contó con que yo habría preferido caer en la dulce agonía del ahogamiento antes de soportar por años un terror al agua que muchos consideran absurdo.
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