7. Más vale sola que mal acompañada
Saber que la decisión no había sido tomada por un tema económico, era lo peor de todo. La anualidad del curso ya estaba pagada y la directora aludió a una cláusula en el contrato de estudio en la cual podían tomar la decisión de retirar a un estudiante si su comportamiento o el de su familia no se apegaba a ciertos principios de ética y legalidad.
Por primera vez en su vida sentía que lo había perdido todo.
Aunque nunca había sido muy unida a sus compañeros de clase, sí estaba muy contenta con su colegio. Era buena estudiante, siempre trataba de mejorar y tenía buena relación con todos sus profesores.
¿Por qué el colegio había tomado una decisión tan cruel? También era la primera vez que se sentía discriminada por dinero, y era lógico, pues este nunca le había faltado.
Amó a su papá cuando trató de usar mil argumentos diferentes para que la señora Aristizabal cambiara su decisión, preguntó por qué castigaban a su hija sin que hubiera hecho nada malo, rogó que tuviera en cuenta las notas de su hija, pero la señora se mantuvo imperturbable en su palabra.
«Hay un código de ética, no solo de los alumnos sino de los padres, y no solo en el contrato, que ha sido violado y por eso hemos tomado esta triste decisión», fueron las palabras que utilizó la mujer para decir que la hija debía pagar por los pecados de su madre. Camila nunca había tenido pensamientos violentos, pero imaginó vívidamente cómo sería halar del pelo canoso a la mujer, arrojarle un vaso de agua en la cara, gritarle «vieja estúpida» en la cara o tirarle al suelo todas las cosas del escritorio; solo así pudo sobrevivir a ese momento sin derrumbarse. Y sí, también se dio cuenta de que le faltaba barrio.
Le dieron el resto del día para despedirse de sus compañeros y profesores pero... ¿qué sentido tenía? ¿Para qué quedarse en un sitio al que sabes que no volverás? Se despidió de su padre y regresó a su salón, pero no quiso interrumpir la clase para sacar su maleta, así que decidió ir al laboratorio de química para ver si la profesora Martínez estaba ahí. Camila era la mejor alumna de la materia y siempre había tenido una buena relación con Martínez. Incluso llegó a pensar que ya fuera del colegio la mujer, que no pasaba de los veinticinco años, podría ser su amiga.
—¿Cómo que se va? —preguntó la pedagoga.
—La rectora me acaba de echar... ¡Nunca me habían echado de ninguna parte! —Camila no pudo evitar que las lágrimas resbalaran por su cara y abrazó a la mujer, que ya una vez la había tratado como una madre amorosa cuando se enteró de que Shawn Mendes y Camila Cabello habían terminado para siempre.
Qué tonto parecía aquel berrinche cuando ahora sí tenía un problema de verdad. Bueno, varios.
Pero esta vez la actitud de la mujer fue diferente. Casi de inmediato se alejó de ella y ese gesto que en otro momento había sido maternal ahora se sentía como una patada en el estómago. Justo cuando la joven más necesitaba una madre.
—Camila, hay que ser fuerte ante las adversidades. Tengo que ir a dar clase, espero que le vaya muy bien en la vida —dijo la profesora en un tono tan frío que podría haber revertido el descongelamiento polar.
Tomó unos cuadernos que tenía sobre una mesa y salió, dejando a Camila sola y confundida.
«¿Qué? ¿Por qué cuando lo de Camila y Shawn me abrazó y me dijo que todo estaría bien, y me invitó a comer un helado? Desgraciada. ¿Eso es lo que me espera de ahora en adelante? ¿Acaso perdí mi valor como persona porque perdí mi dinero y el prestigio de mi familia? ¡Qué clase de mundo de mierda es este! Ups, perdón, dije mierda. Ay, Camila, no seas tonta, primero que todo, estás en tus pensamientos, nadie te escucha, puedes decir mierda, imbécil, estúpida, desgraciada... hija de puta... ay, no, esa es como muy fea... ¿mal... parida? Ufff, qué palabra horrible. Imbécil... no, esa ya la había dicho. Necesito aprender más insultos...», pensó mientras caminaba a su salón para recoger sus cosas.
Sonrió al pensar que ahora que vivía en el gueto podía aprender a insultar como se debe.
Antes de darse cuenta, estuvo parada frente a la puerta de su salón y aunque dudó por unos instantes, se regañó mentalmente por ser tan considerada. ¿Qué más daba si interrumpía la estúpida clase de física? Giró la perilla de la puerta y la empujó con fuerza, pero se arrepintió al instante cuando veinte pares de ojos voltearon a mirarla. Qué bonita manera de no llamar la atención.
Se acercó al profesor y lo tomó del brazo para que caminaran a un lado del tablero y habló en un tono de voz muy bajito.
—Profesor, me llamaron a la rectoría para decirme que... que... —¿Por qué tenía que ser tan mala mentirosa? — mi papá acaba de sufrir un accidente y necesitan que vaya a cuidarlo —¡No! Tenía el agüero de que mentir con cosas de salud hacía los problemas realidad y lo que menos necesitaba en ese momento era que su papá se estrellara en el huevo con ruedas ese que ni airbags tenía, así que cambió la mentira —. O sea, no un accidente como tal, sino que... Tiene diarrea. Sí, una fuerte diarrea y el accidente que tuvo es que no alcanzó a llegar al baño de la casa... bueno, el caso es que me tengo que ir. Este es el permiso de la rectoría.
Le entregó al maestro un papel que le entregó la rectora. El confundido hombre lo recibió y al ver que tenía el sello del colegio, no lo reparó mucho y lo guardó en el bolsillo de la camisa.
—Por favor pida apuntes porque la próxima clase hay examen. Que se mejore su papá.
El hombre se alejó y no alcanzó a notar que a la muchacha se le aguaron los ojos. Quien sí lo notó fue Alejandra, que desde su puesto estaba muy atenta a lo que pasaba entre ella y el profesor.
—¿Por qué te vas? —susurró Alejandra en el oído de Camila cuando esta empezó a guardar sus cosas.
—Mi papá... luego te cuento. —No quería demorarse un segundo más ahí dándole explicaciones a nadie.
Tomó su maletín y dio una última mirada a sus compañeros de clase. Estaba segura de que no los volvería a ver nunca.
Su papá la esperaba afuera, llevaba diez minutos preparando un discurso para darle ánimos a su hija, quería decirle que todo sería momentáneo y que lo más importante era que estaban juntos y tenían salud. Pero la cara de Camila cuando se sentó en el asiento del copiloto dijo más que cualquier discurso y Sebastián solamente dijo: —Vamos a estar bien.
Los adultos estaban preocupados, y las gemelas impacientes. Tan pronto como Sebastián le había informado a su hija que iba a empezar a estudiar en el mismo colegio que sus primas, Camila se descontroló. Primero le rogó que la dejara al menos descansar un mes, que no quería tener el estrés de socializar de nuevo y empezar una rutina diferente, no se encontraba con el ánimo para eso y eso se reflejaría para mal en sus nuevas notas. A su padre le pareció una petición razonable y aceptó. Pero el tiempo libre se convirtió en algo muy extraño cuando Camila decidió pasarlo en el baño.
Cuando su familia salía en la mañana —los adultos a trabajar, incluido Sebastián que encontró trabajo como entrenador por el mínimo en un gimnasio del barrio, y las gemelas a estudiar— Camila dormía como un oso en plena hibernación. Pero cuando llegaban las gemelas, la muchacha se encerraba en el baño toda la tarde, hasta que era hora de comer y luego, de dormir.
—¿Se demora mucho en el baño? —preguntó Lina mientras hacía el baile de "no salgas, pipí".
Nadie contestó del otro lado de la puerta.
—Ay, no. Yo entiendo que esté triste porque no va a volver a su colegio y eso, pero ¿por qué no pasa la tristeza en otro lado? ¿Tiene que ser en el baño? —se quejó con su mamá.
—Es que no solo fue su colegio, hija. Recuerda que tuvo que cambiar de casa, de rutinas, no ha sabido nada de su mamá... No debe ser fácil.
A la joven algo se le revolvió en el estómago.
—Sí, pobrecita, pero no entiendo por qué se encierra en el baño. Lleva toda la semana ahí encerrada, si no es porque en el baño no encuentra comida, a los demás nos tocaría ir a hacer nuestras necesidades con Timoty.
Era un cuadro muy peculiar, de hecho. Los cinco cohabitantes del apartamento debían aprovechar los ocho o diez minutos que Camila se demoraba en comer para hacer uso del baño. Para ella era el único lugar donde podía llorar sin que nadie más la viera, ahí no tenía que ocultar sus sentimientos ni debilidades y no tenía que escuchar a nadie. Ya había cerrado las cuentas de todas sus redes sociales y desinstaló su WhatsApp. Nadie, ni siquiera su mejor amiga la había contactado, y no quería seguir revisando cada tres minutos sus notificaciones, siempre en cero. Ese era el peor recordatorio de que el círculo que una vez consideró cercano le había dado la espalda. De vez en cuando buscaba noticias sobre su mamá, pero el tema se había ido enfriando con el tiempo. La mujer seguía desaparecida y no se sabía nada de su proceso en la fiscalía.
Ya pasaban de las seis de la tarde y Cecilia alistaba la comida para cuando llegaran su esposo y su primo.
—Deja de bailar... O al menos dime qué música te pongo para que acompañes esos pasos —se burló de su hija para distraerla.
—¡No es divertido! O se me sale el chichí o se me revienta la vejiga... —respondió la joven apretando cada músculo de su cuerpo, especialmente los de su zona pélvica—, y no creo que la EPS cubra la cirugía.
—Uy... ¿Estás bien? —preguntó Sebastián al entrar al apartamento.
—¡No! ¡Su hija está en el baño como siempre y tengo que orinar!
La vergüenza que sintió el hombre se convirtió en enojo y se paró frente a la puerta del baño.
—¡Camila Pardo! ¡Sales de ese baño pero ya!
No recibió respuesta.
—O abres la puerta o tendré que romperla ¡y no tengo plata para arreglarla!
—Ay, no, no, no, estoy segura de que Camila saldrá pronto... ¡pero no tumbes la puerta, por favor! —suplicó Cecilia, quien dejó lo que estaba haciendo en la cocina para ir a salvarle la vida a la puerta.
—¿Y si se suicidó?
—¡¿Qué?! —gritaron todos al unísono ante el comentario que hizo Luna al salir de su habitación.
—¡Camilaaaaa! —gritó Sebastián y golpeó la puerta con el hombro.
—¡Noooo! —gritó Cecilia aprovechando que todos pensarían que gritaba así por el miedo de que Camila hubiera podido cometer una locura. Y sí, claro que se asustó por la joven, pero también estaba pensando en los daños a su puerta.
—Papá, estoy bien... —La puerta se abrió y la joven al fin salió, haciendo un gran esfuerzo por que su familia no viera lo hinchados que tenía los ojos.
Lina entró como un bólido al baño, incluso empujó a Camila, quien no tuvo ni siquiera ánimos para quejarse.
—¿Estás bien, hija?
—Sí —afirmó la chica casi en un susurro y se metió al cuarto. Luego de cerrar la puerta se tiró sobre la cama y rogó en silencio poder quedarse dormida.
—Definitivamente no está bien... —dijo Cecilia.
—No... Y no conozco un psicólogo barato que pueda tratarla —respondió Sebastián con los ojos a punto de soltar las lágrimas.
—Nah, no te preocupés. Nosotros los pobres no necesitamos psicólogos, sino comernos un cholao gigante a las Canchas Panamericanas. O una luladita helada, eso quita cualquier pena —dijo Cecilia tratando de subirle un poco el ánimo a su primo a través del buen humor—. Luna, mañana ve con Lina y llévenla a comer un cholao.
—¡Claro que sí, mami! —respondió su hija muy entusiasmada. Llevaba varios días tratando de encontrar el mejor momento para socializar con su prima, de la que estaba segura que podría aprender cómo ser rica, o al menos comportarse como tal.
Cecilia sintió un horrible escalofrío recorrer su cuerpo ante la emocionada respuesta de su hija.
—¡Nada de bromas pesadas! —advirtió.
—Ay, má, ¿cuándo he hecho yo alguna broma pesada a la familia?
La mujer mejor no respondió para no darle ideas, pero recordaba muy bien el día que hizo que uno de sus sobrinos tomara mal el Mío para que diera vueltas por toda la ciudad.
—¡Ay, qué alivio! Ya me sabía la boca a champaña —dijo Lina cuando salió del baño.
Su madre giró la cabeza como un búho y la miró con la misma expresión.
—¿¡Cuándo has probado vos la champaña!? Si se puede saber...
—Ay, mamá, es solo un dicho —respondió la joven riéndose. Luego su expresión cambió al ver la cara de pastel de su hermana—. ¿Y a esta qué le pasa?
—¡Qué mañana vamos a ir a comer cholao! —Lina también se entusiasmó. Le encantaba el plan. — Con Camila —agregó Luna.
Y a la que se le puso la cara como un pastel ahora fue a Lina, pero como un pastel ya vencido y mohoso.
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