Epílogo.

Lunes, 20 de agosto.

Despertó como cualquier otro día. Suspiró, y se levantó de la cama. Observó su reloj de mesa, y se percató de que era tarde, debía apurarse para llegar a la Universidad antes de que empezara su primera clase del día, a las 10:00 a.m. Eran las 09:30 a.m. Susana al levantarse comenzó a ordenar sus libros y cuadernos para guardarlos en su bolso, vio su diario entre esos libros, y lo apartó, guardándolo debajo de su almohada, como de costumbre. Ese viejo cuaderno negro, resguardaba sus más preciados secretos, y sus más oscuros recuerdos, los escribía allí para drenarlos, así como Ángela Flores le había indicado. También escribía sus metas y anhelos, sus motivaciones y sus inspiraciones.

Susana estudiaba Literatura, lo que le apasionaba, ella solía escribir historias llenas de drama y tristeza, protagonizadas por mujeres padecientes del Trastorno de Personalidad Múltiple, así como ella. Tenía talento, pero era muy tímida para mostrar sus historias a alguien más.

En la ducha, mientras tatareaba alguna melodía de alguna canción que oyó por algún lado, escuchó algo al otro lado de la puerta del baño. Oyó la puerta principal de la habitación abrirse. «No me he retrasado en la renta, ¿o sí?», pensó.

Luego de haber recordado que no había pagado la renta, salió de la ducha y se cubrió con una toalla, abrió la puerta del baño, y se dirigió directamente al cuarto principal. Sintió como las piernas se le congelaban, y le flaqueaban. Un escalofrío inconfundible le recorrió el cuerpo, el escalofrío provocado por el miedo, por los viejos traumas, por oscuros recuerdos.

Frente a ella, estaba un rostro familiar, mucho, de hecho. Creyó haberse librado de esa persona. Creyó que huyendo de San Sabino le haría perder su pista. Creyó que no la seguirían más, que no la iban a acosar de nuevo. Pero se equivocó. Tal vez no huyó lo suficientemente lejos, tal vez debió seguir huyendo. Pero todo eso ya no importaba, ya estaba perdida.

Por un momento pensó en todas las historias que pudo haber publicado, en los libros que nunca escribió, y en los que dejó a medio escribir. Dejó escapar un suspiro. Nada de eso importaba ya. Estaba frente a una psicópata, no escaparía esta vez.

¿Qué pasa? ¿acaso no te alegra verme? -la voz siniestra y grave, de la Psiquiatra Ángela Flores retumbó en la cabeza de Susana.

De pronto muchos recuerdos le invadieron la mente. Su padre. Su madre. El orfanato. Las niñas que la acosaban. Rossana. La cabeza le comenzó a doler, sentía que le iba a estallar en mil pedazos.

Recordó cuando conoció a la Psiquiatra. Cuando un ataque de ira y una fuerte depresión la encaminaban directo al suicidio, y ahí fue el momento en que las mujeres del Orfanato decidieron internarla en otra institución, pero ésta vez, sería en un Hospital de Rehabilitación. Un Psiquiátrico.

«Hola niña, soy la doctora Ángela, pero mis amigas me dicen Ann, y tú serás mi amiga, ¿no?». Desde aquella vez, la voz no le había cambiado en lo absoluto. La Psiquiatra se ganó la confianza de Susana con mucha rapidez. Pero al crecer, Susana, notó que era manipuladora y que mentía con tanta facilidad, que nadie podía notar sus falacias.

El momento en el que Susana supo que debía huir de ese Hospital, fue cuando se dio cuenta de que estaban desapareciendo los niños. Ella tenía 17 años, pero estaba segura de que sería una víctima más, si no escapaba de allí. Sabía que la doctora Ángela Flores era la responsable de aquellas misteriosas desapariciones, porque llevaba a los niños a su casa, y después, como por arte de magia, se esfumaban, y lo peor era que nadie parecía notarlo.

Un sonido familiar le hizo dar un respingo, y la sacó de sus pensamientos. El sonido que hacen los guantes de látex al colocárselos. Seguidamente, el olor a látex se hizo presente. Vio como la Psiquiatra se le acercaba con las manos en alto, apuntando a su cuello. Intentó huir, pero la corpulencia de Ángela Flores se lo impidió. La tomó por el pelo cuando se había dado la vuelta, y la haló con tal fuerza, que la tiró al suelo.

Sintió las manos gruesas de la Psiquiatra -que estaba encima de ella, con las rodillas sobre sus brazos para inmovilizarlos-, alrededor de su cuello.

Su vida se pasó frente a sus ojos, los maltratos de su Padre, su muerte. Las niñas del Orfanato, los insultos, los golpes. El Psiquiátrico, los niños desaparecidos, la doctora Ángela Flores. Su mente pareció ralentizar la velocidad de sus recuerdos, en ése último.

Vio de nuevo, el momento en el que le tocaba consulta con la Psiquiatra. Al principio había sido buena con ella, la escuchó, y pareció entenderla. Susana creyó que estaba mejorando. Y luego, vinieron las pastillas. Unas drogas que hacían que Susana se volviera un cuerpo inerte, que hacían que la conciencia de la joven Susana, se alejara de la realidad, hacían que se sintiera distante, pero aún podía observar lo que sucedía. Vio cómo la Psiquiatra hacía en ella profundas heridas, cortes en diversos lugares de su cuerpo. Y después, en las próximas consultas, alegaba que se trataba de su otra personalidad, Rossana.

Esos 15 segundos antes de perder la conciencia, pasaron con eterna lentitud. Se desvaneció lentamente, como si estuviese quedándose dormida, los pulmones le ardían por la falta de aire, y le exigían respirar con urgencia. Pero estaba perdida, ya no podía hacer nada, sólo dejarse llevar. La vista se le nubló, y por fin se volvió negra. Se sintió una víctima una vez más, por última vez. Después, no sintió más. Todo había terminado.

***

Había terminado con Susana. Tomó el diario, y escribió la última nota, con letra temblorosa, y en nada parecida a la de la chica. Luego, rasgó una página, y escribió «También escribe, sólo debo encontrar sus notas... ya me queda poco tiempo», también lo hizo con una letra apurada. Dejó todo en su lugar, vistió, cargó y colocó a Susana en su cama, como si estuviese durmiendo. Ángela Flores, tardó veinte minutos en hacer todo, y luego salió, tan impecable y tranquila, como había entrado. Pero con el gusto de haber asesinado nuevamente.

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