Capítulo 8
Aparcó el coche frente a la casa de Manuel. Había pasado una noche infernal, dando vueltas en la cama. Su erección había quedado eliminada sin necesidad de agua fría, solo le había bastado su mala conciencia y culpabilidad para que desapareciera en poco tiempo. Sin embargo, a pesar de que el problema había desaparecido, los remordimientos siguieron ahí durante horas, introduciéndole en un cúmulo de pesadillas que su mente no había podido frenar. Se había levantado más pronto de lo habitual, cansado de dar vueltas en la cama, intentando escapar del sueño que desembocaba en pesadillas.
Barajó la posibilidad de esperar a que Valeria se levantase para salir a correr juntos, sin embargo, se sentía tan avergonzado que no sabía cómo sería capaz de mirarla a la cara esa mañana cuando no podía ni enfrentarse a su propio reflejo en el espejo. Por ese motivo y a pesar de la hora, escribió una nota para ella que dejó en la mesa de la cocina y se montó en el coche con la imperiosa necesidad de buscar consuelo en un amigo. Era consciente de que, cuando le contase lo ocurrido, sus palabras estarían lejos de ser un bálsamo, sino que serían una regañina en toda regla. Pero esperaba que, después, le diese el consejo y el perdón que necesitaba.
A pesar de la hora tan temprana, esperaba que Manuel ya estuviese levantado y no fuese el sonido del timbre en la puerta lo que le levantase de la cama. Como todo el mundo, si alguien rompía su sueño en la parte más dulce, se levantaba con poca paciencia. Tras llamar al timbre y esperar, Mario pensó que su amigo estaba profundamente dormido y no había escuchado la llamada. Sin embargo, cuando estaba barajando el darse la vuelta y regresar a su pueblo, Manuel abrió la puerta, vestido y con el pelo mojado. Parecía que sí había estado despierto solo que en la ducha y había tardado en abrir porque se estaba vistiendo.
— ¡No! ¡Dime que no! —exclamó según abrió la puerta y le vio parado en la entrada.
— ¿A qué debo decir que no? —le preguntó Mario confundido.
— No son ni las ocho de la mañana, muy temprano para una visita de cortesía y menos después de lo que hablamos el otro día. No soy idiota, Mario. ¡Dime que no has caído! ¡Dime que no estás aquí buscando confesar que has hecho algo con ella! —respondió Manuel dejándole claro que la situación era demasiado obvia. Lo bueno era que no tendría que explicar demasiado si su amigo ya intuía el motivo de su visita.
— ¿Me dejas entrar o tengo que confesar mis pecados en medio de la calle? —preguntó molesto, recordándole que no estaban en la privacidad de la vivienda, sino en el exterior, donde podría haber oídos curiosos escuchando.
— Pasa —se limitó a decir su amigo, echándose a un lado y dejándole entrar. Le siguió hasta la cocina donde cogió dos tazas—. Iba a desayunar. ¿Quieres un café?
— Sí, gracias. La verdad es que no he pasado buena noche y necesito algo de cafeína para despejarme —respondió Mario, cansado. Esperó a que su amigo sirviese sendas tazas de café y fueron al salón para sentarse en la mesa, uno frente al otro.
— Bien, ya que estamos aquí... Coméntame —pidió Manuel suspirando.
— Necesito confesión.
— Sí, sí. Ya lo suponía —dijo apremiante su amigo, apoyando el codo sobre la mesa para, posteriormente, apoyar la frente sobre la palma de la mano, dejando sus ojos medio tapados. Estaba claro por la postura que iba a escuchar algo que sabía que no le iba a gustar—. Todo queda bajo el secreto de confesión. Empieza, pero te agradecería que me ahorraras los detalles más escabrosos de tu interludio. Solo un resumen práctico sin regodearse en lo erótico.
— Ayer recibí otra carta amenazadora del asesino —comenzó Mario. Esa simple declaración hizo que su amigo levantase la cabeza y le mirase abriendo los ojos ampliamente, sorprendido.
— No era esto lo que me esperaba, la verdad —susurró Manuel.
— Sé lo que te esperabas, pero estoy retomando la historia desde donde te quedaste. En esta nueva carta, el asesino dice que ella no podrá protegerme siempre y que al final me matará. La inspectora también la leyó. Ella decidió que nos fuésemos al cuartel y estábamos allí cuando una mujer llegó corriendo pidiendo ayuda. Se había encontrado a su marido muerto en su casa —explicó lentamente, con voz apesadumbrada.
— ¡Por el amor de Dios! Ha sido el asesino que te manda las cartas, ¿verdad? —preguntó en susurros su amigo, como con miedo de decirlo en voz alta.
— Había otra carta junto al hombre, igual que con Sonia, con una equis como firma. Pero con una clara diferencia con la anterior —continuó Mario, sabiendo que lo que iba a decir a continuación iba a dejar a su amigo de piedra—. Ponía: "Si no eres tú, serán ellos. Morirás"
— Es una advertencia para ti —dijo Manuel apretando la mandíbula con rabia—. Seguirá matando a gente inocente hasta que tenga acceso a ti y pueda matarte.
— Son ellos o yo. Lo ha dejado claro. Y yo no puedo permitir que siga matando —estuvo de acuerdo Mario en la conclusión que había sacado su interlocutor.
— Tiene que haber otra solución. No puedes dejar que te mate. ¿La inspectora no ha encontrado alguna prueba en este nuevo asesinato que la guíe hasta el asesino?
— De momento nada. Está tan desesperada o más que yo. No puedo enfrentarme a tantas pruebas de golpe. Todo se me viene encima a la vez. El asesino y Valeria —respondió con risa tensa.
— El asesino es un loco. No es una prueba de Dios, sino los desvaríos de un maniaco que te hace decidir entre tu vida y la de tus semejantes. Y, por tus palabras, sé que tienes pensado ofrecerte en sacrificio para evitar más muertes. Eso te honra. Pero no es lo indicado porque, si con tu asesinato sale impune como en los anteriores, seguirá suelto, la policía te habrá perdido, no olvidemos que eres su principal objetivo, y podría seguir matando igualmente. Es muy posible que tu sacrificio no sirviese para nada en este caso ni que evitase realmente más muertes.
— ¿Entonces qué hago? —preguntó desesperado Mario.
— Deja que la inspectora y el jefe de policía hagan su trabajo. Llevan pocos días con el caso, dales tiempo. Estoy seguro de que encontrarán el hilo del que tirar, el descuido del asesino que les guíe hasta él —aconsejó Manuel como haría un padre con su hijo.
— La situación se está yendo de las manos —dijo Mario, pasándose las manos por la cara, cansado, estresado, asustado, con ganas de terminar lo que parecía que solo acaba de comenzar.
— Esta situación terminará por solucionarse. Ya lo verás —le animó su amigo.
— Y si se soluciona esta, se soluciona la otra —respondió con tono culpable Mario.
— Se supone que la otra estaba solucionada. O, por lo menos, estaba bajo control —le recordó su amigo frunciendo el ceño.
— No tanto, la verdad —admitió apesadumbrado.
— ¡Lo sabía! Si es que cuando te he visto aparecer esta mañana en mi puerta, sabía que había pasado algo más con ella —exclamó Manuel levantándose de la mesa y señalándole con su dedo índice, acusador— ¡Confiesa!
— A eso he venido: a confesarme —respondió lastimero, levantando las palmas de las manos en señal de rendición—. Cuando salimos de la escena del crimen, nos fuimos a casa. Estábamos tensos y ella sirvió un par de copas. No teníamos ánimo de emborracharnos y, de hecho, no llegamos a terminarnos esa copa. Comenzamos a hablar, intentando evadirnos de la opresión que sentíamos después de estar delante del cuerpo de Juan y de ver las dos nuevas amenazas que el asesino había dejado para mí. Normalicé lo que había ocurrido entre nosotros anteriormente en esta conversación e, incluso, bromeamos el uno con el otro. No sé muy bien cómo se nos fue de las manos. ¡No! No sé cómo se me fue a mí de las manos. Yo soy el sacerdote, debo ser capaz de no caer en este tipo de tentaciones. Llevo veinte años sin caer, pero...
— Por favor, dime que no te acostaste con ella —imploró Manuel, sentándose de nuevo en su silla.
— No, no llegamos tan lejos. La situación se puso intensa y terminamos besándonos. Me dejé llevar por unos minutos y olvidé que no podía hacerlo. Se sentó sobre mí y ... —susurró con los ojos cerrados, rememorando lo ocurrido apesadumbrado.
— Sin regodearnos en los detalles, por favor —le recordó su amigo, tenso.
— Paré al notar que me clavaba las uñas en la espalda. Ese dolor me hizo reaccionar y le dije que no debíamos seguir. Ahora no soy capaz de mirarle a la cara, no sé cómo seré capaz de encontrarme con ella cara a cara hoy —reconoció Mario.
— ¿Entonces por qué estás aquí? ¿Por qué necesitabas hablar sobre el nuevo asesinato? ¿Por confesar lo que ocurrió anoche con la inspectora? ¿O por qué querías evitarla? —preguntó su amigo ya frunciendo el ceño y los labios también. Le daba la sensación de que le estaba sacando de quicio con tantos quebraderos de cabeza y su falta de contención.
— Realmente he venido por todo. No es solo por una razón, sino por todas. Porque quería huir de ella, porque necesitaba confesar mi pecado de anoche y porque necesitaba contarle a un amigo mis miedos con el nuevo asesinato —se lamentó por la situación que, en parte, era culpa suya. Al menos la parte que se refería a Valeria.
— Vamos a ver, Mario. ¿Qué sientes por ella? Y piensa bien la respuesta —preguntó Manuel.
— Yo... —se paró, pensativo, parándose a valorar sus sentimientos por primera vez—. No lo sé. Me gusta. Me atrae. Tiene algo que hace que olvide quién soy y lo que soy.
— Te gusta y te atrae, vale. Quiero que pienses en que la conoces desde hace solo tres días. Dime qué sabes de ella en este tiempo —pidió su amigo y confesor. No sabía qué pretendía, pero Manuel no solía dar puntada sin hilo. Algo buscaba conseguir.
— Que es inteligente, profesional, impetuosa, bromista y graciosa. Que sabe lo que quiere en la vida; que se implica en el caso como si la que pudiese morir fuese ella; que se rasca una ceja de forma inconsciente cuando le da vueltas a alguna idea y se queda pensativa; que huele a fresas y que, a pesar de que no me gustan, sí me gusta ese olor en ella; que le gusta vestir con colores fuertes y llamativos y, si no puede, lleva alguna pulsera que resalte; que cada vez que la veo en la cocina o el salón me sonríe dulcemente como saludo; que es de buen comer, pero piensa que yo como más que ella; que la excito y que le gusta mi cuerpo; que las únicas llamadas ajenas al trabajo que ha recibido estos días han sido de su madre, lo que indica que no tiene pareja, y que ese dato me hace sentir que tengo suerte, aunque no debiera importarme —enumeró Mario sin detenerse a pensar demasiado. Y sin ser consciente de que lo había hecho con una sonrisa bobalicona en la boca hasta que miró a Manuel y vio que fruncía el ceño, serio.
— Me da miedo la forma que tienes de describirla porque me indica que, si no te has enamorado ya, poco te falta. Pero olvidas un dato importante que deberías saber lo antes posible: qué quiere ella. Hasta ahora ha dejado claro que le atraes, pero puede que sea solo el atractivo de lo prohibido. Piensa lo atrayente que es el sentimiento de saberse deseado, pero que debes resistirte sin importar lo que ella haga. Es como poner una hamburguesa con patatas delante del que sabes que está a dieta para ver si cae en la tentación y se la salta, aunque sea solo una vez. Ella podría ser la única mujer que te haga caer en toda tu carrera como sacerdote y ese es un premio que puede resultar muy atrayente. Y no digo que lo vaya a hacer por malicia, sino de forma inconsciente. Porque no sabes qué quiere. Un hombre puede amar a una mujer y también a Dios, pero un sacerdote ama a Dios y, a través de él, ama a todas sus criaturas. Hay muchos sacerdotes cuyo amor por una mujer superó su amor por Dios y su vocación religiosa, se salieron del sacerdocio y sirven a Dios amando a su esposa y teniendo preciosos hijos. Pero, antes de valorar esta opción, debes conocer sus intenciones. Qué eres para ella, qué busca ahora mismo. No quiero que dejes tu vida para enterarte después de que ella solo te quería para un rato y no buscaba nada serio. Tu pérdida sería doble —aseveró con dureza y sin filtro Manuel. No había tenido delicadeza ni mano izquierda, sino que había hablado muy claro para que no hubiese confusión.
Tenía razón. Debía frenar y evitar enamorarse. Apenas la conocía, no sabía lo que quería para sí misma en la vida. Al igual que él, por mucho que la deseara, no se había planteado en ninguna ocasión hasta ahora la posibilidad de abandonarlo todo por ella. Ni lo estaba haciendo.
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