Capítulo 5

Esa mañana, cuando salió de su cuarto ya vestido para irse a correr, se llevó una gran sorpresa al encontrar a Valeria esperándole en la cocina también vestida con ropa de deporte. Llevaba unos pantalones cortos negros, típicos de los corredores, y una camiseta amplia amarillo pálido que dejaba ver un top deportivo en amarillo chillón. Todo coronado con unas deportivas en rosa fuerte que parecían bien caras. Nada que ver con su aspecto desaliñado y barato de sus pantalones de outlet, la camiseta propagandística de un taller de coches y unas deportivas a las que le quedaba poco para tener agujeros en las suelas.

Sinceramente, no había recordado sus palabras del día anterior de que iría a correr con él. Lo cierto era que había guardado en lo más profundo de su mente los recuerdos de aquella incómoda conversación, por mucho que esa noche se hubiesen colado en sus sueños provocando que tuviese que poner una lavadora con las sábanas y los calzoncillos.

— Buenos días, Padre. ¿Durmió usted bien? —le preguntó Valeria desde la puerta dirigiéndole una mirada que le pareció entre acusadora y burlona. No podía ser que supiese que había soñado con ella hasta el punto de tener un orgasmo—. Tranquilícese, son cosas que pasan.

— ¿Cómo? —preguntó confuso. No podía ser que lo supiera, aunque sus palabras y su tono indicaban que sí.

— Padre, estamos en verano. Dormimos con las puertas y ventanas abiertas y más yo que quiero estar pendiente de cualquier ruido por si el asesino se cuela para matarle. Normalmente cerraría mi puerta para que ambos tuviésemos más intimidad, aunque nos achicharrásemos de calor, pero no puedo permitir que alguien se cuele por su ventana y le haga daño sin yo enterarme. Por ese motivo, cuando le escuché revolverse en la cama, me levanté a comprobar que todo estuviese bien. En cuanto vi que era solo un sueño... intenso, volví a mi cama —explicó con tono neutro en ese caso. Parecía que, por fin, se había dado cuenta de que sus palabras le avergonzaban.

— Ya veo —se limitó a responder frunciendo el ceño y sin saber qué decir al respecto. No podía culparla por estar pendiente de que el asesino no cumpliese sus amenazas, ni podía pedirle que dejara de hacerlo pues su seguridad personal estaba en juego.

— No pretendo burlarme de usted, aunque lo parezca. Es solo que me produce curiosidad y gracia. No estoy acostumbrada a hombres que se contienen hasta ese punto. No quiero que sienta vergüenza conmigo por este tema. Le ayudaré a lavar las sábanas cuando volvamos —se ofreció la mujer sin entender que eso significaba avergonzarle aún más.

— ¿Hasta dónde escuchó? —preguntó intuyendo la fatídica respuesta.

— Hasta el final —dijo con cara de disculpa.

— ¡Joder! —exclamo Mario por lo bajo, aunque convencido de que ella le había escuchado igualmente.

— Lo siento, Padre. Es que no me puedo dormir mientras haya algún ruido que despierte mis instintos de protección cuando estoy vigilando a alguien —siguió excusando la inspectora. El problema era que entendía sus motivos y, en cierta forma, le agradecía su protección y que estuviese en modo perro guardián con él. El inconveniente era que estaba pendiente justo cuando había tenido un sueño erótico—. No se lo tome tan mal, Padre. Yo no me siento ofendida ni me voy a ruborizar por lo que vi. No soy una niña pequeña y comprendo el cuerpo humano. Es normal lo de anoche.

— De acuerdo, dejémoslo pasar y vamos a correr de una vez —respondió Mario queriendo ponerle fin a la incómoda situación y salir a hacer ejercicio para oxigenar su mente y pensar en otra cosa.

No dijo nada más, se limitó a seguirle por el pueblo, trotando junto a él. La llevó en el mismo recorrido que hizo el día anterior hasta el estanque y la presa. Durante casi una hora Valeria intentó entablar conversación, sacando varios temas, pero él necesitaba olvidarse de que iba a su lado. Necesitaba olvidar la conversación anterior y todo lo que estaba pasando. Cuando corría, desconectaba del mundo y parecía que a ella le costaba entender ese concepto. Al principio al menos porque, al cabo de un rato, pareció entender que ese era su momento y que no iba a contestarle más que monosílabos por lo que decidió quedarse callada y limitarse a correr junto a él.

Al regresar a casa, fueron directos a la cocina y sirvió dos vasos de agua fría. Ambos se bebieron el vaso de un trago y los rellenó de nuevo.

— ¿No piensas volver a hablarme? —preguntó ella de pronto con la cadera apoyada en la encimera y los brazos cruzados.

— No he dejado de hablarte, solo me dedicaba a correr —respondió Mario, algo molesto.

— Mira, entiendo que te haya podido sentar mal lo que vi y oí. Tuviste un sueño erótico y te corriste. ¡Menuda novedad en un hombre! No es tan raro que eso os pase y menos si nunca te tocas y vacías un poco los huevos —exclamó ella, dejándole sorprendido con lo directa y clara que había sido, al igual que con su lenguaje sin ambages. Parecía que había dejado la sutileza a un lado.

— Lo que haga o deje de hacer no es asunto tuyo —se limitó a decir, dejando el vaso en la encimera y mirándola por el rabillo del ojo. No tenía en mente dirigirle ni una mirada más de la cuenta.

— Si te sirve de consuelo, puedo igualar la apuesta.

— ¿Qué? —no comprendía lo que quería decir. ¿Igualar la apuesta en qué sentido? ¿Qué apuesta para empezar?

— A ver, te escuché moverte y gemir y eso me despertó. Tengo el sueño demasiado ligero, como te he dicho antes. Me acerqué a tu cuarto, asustada al pensar que alguien se podía haber colado por la ventana y estuviese haciéndote daño. Sin embargo, te vi durmiendo en la cama, moviéndote en modo sugerente contra el colchón, sudando, gimiendo y con solo unos calzoncillos que marcaban tu trasero de una forma espectacular —narró la inspectora como disculpa. Ahora entendía lo que quería decir cuando dijo lo de igualar la apuesta. Estaba reconociendo que ella también se había excitado al verle casi desnudo y teniendo el sueño. O eso estaba entendiendo por el tono levemente sugerente y la forma en que, cada pocas palabras se mordía el labio como rememorando lo que había visto—. Quizá no te sirva de consuelo, ni te quite la vergüenza por lo ocurrido, pero igualo la apuesta contándote que yo no me quedé despierta un rato más simplemente escuchándote. Yo no soy ninguna monja y yo sí puedo tocarme.

— Ya entiendo —balbuceó Mario sin saber qué más decir.

— No se complique la existencia con este tema. Para mí no supone un problema. Ya está hablado, ya nos hemos reído de ello, quizá yo más que usted porque tengo mejor sentido del humor, pero ya podemos pasar página. Váyase a la ducha —dijo sonriendo entre burlona y retadora.

— Yo tengo buen sentido del humor, sé reírme de mi mismo. Es solo que ninguna mujer me había puesto en un brete similar hasta la fecha —se defendió el sacerdote, sintiéndose ligeramente ofendido por sus afirmaciones.

— Eso me sorprende. Espero que aprenda a relajarse conmigo y seguirme el juego en las bromas si vamos a convivir por tiempo indefinido. Es posible que tengamos alguna nueva situación que se nos escape de las manos puesto que usted está increíblemente bueno y yo no soy de piedra, y por otro lado por el hecho de que usted no ha tenido roce íntimo con una mujer en siglos, eso hará que le parezca sugerente cualquier cosa dentro de la intimidad de esta casa. Relájese, ríase de la situación y entienda que puede ser de lo más lógico que ocurran estas cosas. Yo le prometo contener mi lívido tan férreamente como hace usted con la suya —concluyó ella levantando la mano como si estuviese jurando decir la verdad en un juicio.

— Lo intentaré —dijo Mario, queriendo salir de la cocina. Intentaría ser más abierto en esos temas y no tomárselos como algo personal, sino como sucesos lógicos de la convivencia con una mujer y como la reacción del hombre que era. Odiaba que esos instintos que creía controlados estuviesen aflorando con ella. Sabiendo lo que le gustaba ponerle en situaciones incómodas, le habría gustado poder controlarse más—. Me voy a la ducha.

— Recuerde el agua fría, Padre —aconsejó ella mirándole de nuevo la entrepierna como había hecho el día anterior. El sacerdote, por inercia se llevó las manos hasta las ingles para taparse y notó bajo ellas que, efectivamente, toda esa conversación había vuelto a excitarle.

— Le agradezco el consejo. Lo seguiré —respondió entre dientes y forzando una sonrisa. Normalidad le había pedido, aunque le costaba comportarse como si nada cuando estaba tapando una erección que ella había visto claramente.

La escuchó reírse mientras él subía las escaleras hasta su dormitorio en la primera planta. Allí se encontraban los dos dormitorios con baños privados cada uno, quedando un último cuarto disponible en la planta baja, junto al salón. Como ese le usaba de trastero y no tenía baño, le había dado a Valeria el de arriba, junto al suyo. No había sido buena idea, estaba claro.

Entró en su cuarto y se aseguró de cerrar la puerta antes de desvestirse. Estaba ligeramente enfadado, más consigo mismo que con ella, por no ser capaz de tomarse el tema más a la ligera y no avergonzarse constantemente cuando parecía que su actitud solo conseguía fomentar sus bromas. Entró en la ducha y sintió el alivio del agua tibia cayendo sobre sus cansados y sudorosos músculos.

Comenzó a enjabonarse retornando a la conversación que había tenido con ella. No sabía por qué motivo su mente no paraba de traerle a la memoria su declaración de que le había visto en ropa interior moverse y gemir y que eso la había excitado hasta llegar al punto de masturbarse. No había esperado una declaración como esa de ella en la vida y menos que lo hiciese con tanta soltura y falta de vergüenza. Ni tampoco mordiéndose el labio ni dejando claro que le encontraba deseable.

Con ese tipo de pensamientos estaba claro que la erección no iba a bajar ni por intervención divina. Llevó la mano hasta el grifo para poner el agua fría y así enfriar sus pensamientos y su lívido, pero frenó en seco. Si hacía eso podía ocurrir lo mismo que el día anterior. Podía terminar teniendo un sueño erótico y despertándola de nuevo. Quedaría otra vez en evidencia frente a ella, que no desaprovecharía la ocasión para meterse con él. Debido a sus pensamientos subidos de tono, estaba demasiado cerca del clímax lo que haría que en un minuto hubiese terminado si decidía masturbarse.

Podía ser que estuviese poniendo excusas poco razonables para hacer lo que quería, ya lo valoraría después. De momento, no pensó demasiado en la opción del agua fría puesto que le pareció mucho mejor la opción de llevar la mano hasta su miembro y darse placer por primera vez en casi veinte años. No tuvo tiempo de recrearse en su imaginación, ni en el movimiento de sus caderas, ni en la sensación del agua cayendo sobre su cuerpo tensionado por la excitación. No llegó ni al minuto. No había olvidado los puntos donde más placer sentía a pensar del paso de los años. No tardó en correrse gimiendo en un susurro su nombre. Valeria.

No podía decir ahora que hubiese sido solo por desahogarse. Necesitaba hacerlo y pensando en ella, dejando volar su imaginación y verse, por unos segundos, sobre ella, tocándola, sintiéndola y pensando en cómo se sentiría entrando en ella. Lo reconocía ante sí mismo y ante Dios, no podía negar lo innegable. Ansiaba su cuerpo como no había necesitado jamás el contacto físico hasta ese momento. No lo comprendía, pero era así. Ya había caído en la masturbación, aunque no permitiría que le llevase a nada más.

Se vistió a toda prisa y salió de la casa sin despedirse de ella. Después de lo que había hecho en la ducha pensando en ella se sentía algo sucio. Por ese motivo no podía dar la próxima misa, no en su estado de pecado. Cogió el coche y con rapidez, condujo hasta un pueblo cercano. Aparcó justo al lado de la casa parroquial del pueblo y entró en busca de su amigo.

— ¡Mario! Que alegría tenerte de visita — exclamó su amigo del seminario, Manuel. Había entrado en el seminario siendo unos años mayor que Mario, aunque lo empezaron y lo terminaron juntos. Desde entonces fueron grandes amigos y se alegraron cuando les destinaron a pueblos a pocos kilómetros de distancia el uno del otro. De hecho, solían quedar una vez al mes para tomar algo juntos y ponerse al día.

— Necesito hablar contigo. No es una visita ociosa —le dijo serio.

— Dime qué ocurre —respondió serio y señalándole una silla cercana, sentándose junto a él.

— Padre, necesito confesión —pidió Mario compungido. Observó la mirada preocupada de su amigo. Se confesaban el uno con el otro, pero jamás habían tenido que confesarse de ese tipo de pecados y Manuel pudo ver en sus ojos el remordimiento que sentía.

No iba a ser una confesión fácil, pero sí muy necesaria para el descanso de su alma. Y sí, también porque necesitaba el apoyo, comprensión y consejo de un amigo.

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