Capítulo 3

A la mañana siguiente, Mario se levantó a su hora habitual y con todo el sigilo que fue posible, salió por la puerta para irse a correr. Sabía que su inquilina se había acostado tarde pues la escuchó llegar a casa un rato después de que él se hubiese metido en la cama. Tuvo la tentación de levantarse para preguntarle cómo iba el caso y si su experto ojo de inspectora de homicidios le había dado un nuevo ángulo al asunto y ya estaba cercando al verdadero asesino, pero se contuvo.

Pasó casi una hora corriendo por los alrededores del pueblo, llegó hasta la presa y el estanque del pequeño río cercano a la localidad y se dio la vuelta. No era su recorrido habitual, pero, yendo solo todos los días y con las amenazas, decidió cambiar su ruta por prevención. Cuando entró por la puerta de su casa siguió su rutina habitual y fue derecho a la cocina a por agua. Y ahí estaba ella, sentada, con la mesa de la cocina llena de papeles y en pijama de verano. Pudo observar esa camiseta de tirantes rosa con encaje en la parte superior y dos pequeños puntos que se marcaban y que parecían mirarle fijamente. Por no hablar de que le veía las piernas bajo la mesa. Solo podía rezar porque llevase puestos pantalones, aunque fuesen unos cortos.

— Buenos días, Padre. Le oí marcharse, pero no sabía que hubiese salido a correr. Pensé que se habría ido a empezar con sus quehaceres y yo me he tomado la libertad de acaparar la cocina pensando que no la necesitaría de momento —se excusó Valeria mientras comenzaba a recoger los papeles que había desparramado sobre la mesa.

— No se preocupe. Puede quedarse aquí y continuar. Yo voy a darme una ducha, me visto y me marcho a la residencia de ancianos que hoy toca campeonato de póker —respondió sonriendo y esperando que no se levantara. No necesitaba saber si llevaba o no pantalones, ni mucho menos verla de pie en toda su altura. Con lo poco que le había dejado percibir la mesa y esa escueta camiseta, tenía demasiado en su mente y en su revoltosa imaginación.

— Excelente plan para la mañana, Padre. De todas formas, mándeme en cuanto pueda el horario de estos días para tenerle localizado todo el tiempo. Al igual que me tiene que dar su número de teléfono y permitirme instalar un sistema de rastreo. Así podré saber en todo momento dónde se encuentra. También me gustaría que luego comiésemos juntos para hacerle algunas preguntas —dijo ella, dejando los papeles de nuevo sobre la mesa, sin llegar a levantarse. Eso supuso un gran alivio para Mario que, con solo mirarla a la cara y evitar fijarse en sus marcados pezones, sentía que estaba evitando un peligro más inminente que el propio asesino.

— Pretende que le cuente secretos de confesión como Daniel, ¿verdad? De antemano le digo que no lo haré —advirtió el sacerdote frunciendo el ceño.

— Soy consciente de sus votos y de que no puede ni pretende romperlos por mucho que haya un asesino de por medio —le dijo sin ningún tipo de burla ni con tono malintencionado como sí había hecho el jefe de policía—. Soy de ciudad, pero he tenido algún caso con sacerdotes de por medio que, sabiendo demasiado, no podían decir nada. Os debéis a Dios y no rompéis el sacramento de la confesión. No te pediré que me digas nada sobre la información que te hayan dado los vecinos sobre el caso si ha sido bajo secreto de confesión, pero sí me gustaría indagar sobre lo que hayas podido ver en su actitud, en su forma de moverse, en sus hábitos, etcétera. Eres una de las personas que, por su trabajo o vocación, se cruza casi a diario con todos los que viven aquí. Eso te convierte en mi principal fuente de información.

— Ya veo. De acuerdo, eso sí puedo hacerlo. Me alegra que comprenda mi situación y mis limitaciones. Ayudaré en todo lo que pueda, por supuesto —accedió él, agradecido porque la inspectora entendiese su posición y la respetase.

— Excelente. Le veo aquí a las dos y no se preocupe por cocinar, encargaré la comida en el restaurante donde cené ayer. Me gustó cómo cocinan —le dijo sonriendo y con intenciones de continuar con sus papeles, dando la conversación por terminada.

Mario pensó en indagar sobre lo que sabía sobre el caso y sus apreciaciones al respecto, sin embargo, reparó en que después comerían juntos y ahí podía aprovechar para saber más. O al menos, siguiendo la línea de sus preguntas, sabría hacia dónde dirigían la investigación. No pretendía hacer la labor de la policía, él estaba feliz sin meterse en esos asuntos, aunque, tenía curiosidad y no iba a permitir que acusasen injustamente a alguno de sus feligreses. Los conocía bien a la mayoría. Y eso implicaba conocer de forma directa a tres cuartas partes de los habitantes del pueblo y de forma indirecta al resto.

Dejó el vaso vacío en el fregadero y se dirigió hacia la puerta con intenciones de darse esa ducha, pero se paró en seco. Creía que había cosas que era mejor cortarlas desde el principio para evitar problemas futuros. Se sentía incómodo viéndola con ese escueto pijama en su cocina y lo mejor era hacérselo saber para evitar esa incomodidad mientras ella estuviese alojada con él.

— Una última cosa antes de irme. No tengo ningún inconveniente en que use la cocina y el salón a su gusto y sin restricciones durante su estancia aquí, pero sí me gustaría pedirle que, por el bien de nuestra convivencia, intente ir vestida y no en pijama o en ropa interior —pidió mirando más al suelo mientras hablaba que a ella.

— No tenía intención de ser una molestia ni una tentación para usted, Padre Mario. Como le he dicho cuando ha llegado, creía que estaría sola en la casa durante un rato largo. No se preocupe que no volverá a pasar —estuvo de acuerdo la inspectora. En ese momento, el sacerdote levantó la mirada del suelo y, evitando fijarse en su cuerpo, fue directo a su cara. Estaba sonriéndole—. También quería señalar que agradezco que no me mire el cuerpo, sé que se ha dado cuenta nada más entrar de mi falta de ropa, y ha evitado mirar o hacer referencia a ello.

— Yo... bueno... De nada —balbuceó el cura, sin saber dónde meterse. Estaba claro que se había percatado de que había mirado su cuerpo al entrar, aunque después se hubiese contenido y se había limitado a su cara.

— Pero bueno, es un quid pro quo. Usted no me mira el pecho y yo no le miro su... —dijo señalando hacia su pantalón. Mario miró hacia abajo y se dio cuenta de que su entrepierna había estado gritando lo que él se había esforzado por callar.

— Lo siento. Yo... Aunque veo a muchas mujeres escasas de ropa o en bikini en verano, ninguna está en mi cocina y.... yo... —quería salir corriendo. Estaba claro que su verborrea no estaba ayudando.

— Tranquilo, Padre. Usted ha entrado en la cocina sin su sotana ni el alzacuellos y con la camiseta marcando sus abdominales por el sudor. Yo he reaccionado a esa visión y usted ha reaccionado a la mía. Yo no he tenido en cuenta nada de esto, como usted también ha preferido ignorarlo. Y me parece lo más inteligente. Por cierto, yo también salgo a correr por las mañanas. Espero que no le importe que le acompañe a partir de ahora. De esa forma haré ejercicio, conoceré el pueblo y le mantendré a salvo de paso —dijo la inspectora, sonriendo y echándose hacia atrás en la silla. Con ese movimiento, impulsó sus pechos hacia delante, marcando de nuevo la tela con sus pezones. Y, sin pretenderlo, con ese gesto sus ojos hicieron un camino de ida y vuelta desde su cara a sus pechos, para regresar a su cara de nuevo. Sintió como su miembro, que ya comenzaba a relajarse, volvió a ascender.

No tenía claro de si se le había echado la culpa a él de la situación por entrar sudando o si reconocía la culpa de ambos en lo que había ocurrido. Así como no tenía claro de si le estaba pidiendo permiso para acompañarle en su carrera matutina o si le informaba de que iba a acompañarle, quisiera o no. No la comprendía nada. Bajó sus manos y las entrelazó delante de su entrepierna, intentando disimular el efecto de haber mirado dónde no debía y sin saber si Valeria había realizado ese movimiento para azuzar su lívido o si lo había hecho de forma inconsciente.

— Claro. Saldremos mañana a correr juntos. No hay problema. Y ahora, si me disculpa, me voy a duchar —concluyó Mario, dándose la vuelta para salir de cocina. Quería huir de esa incómoda situación lo antes posible.

— Con agua fría, Padre —dijo ella a sus espaldas.

— ¿Cómo? —preguntó confuso, apenas girándose bajo el marco de la puerta para verla sonreír con malicia mientras, de forma muy obvia, movía sus ojos hacia sus manos entrelazadas para tapar su abultado miembro.

— Toda hinchazón baja mejor con agua fría. Le recomendaba que la ducha fuese fría para que su problemita desaparezca —explicó ampliando la sonrisa. No sabía si estaba siendo amable, normalizando lo sucedido y su reacción, o si le estaba acicateando a posta.

— Gracias por el consejo —se limitó a decir mientras salía hacia su cuarto a paso ligero.

Le avergonzaba la reacción tan primitiva de su cuerpo, así como su escaso autocontrol delante de ella. Se quitó la ropa y la lanzó al cesto de la ropa sucia con furia. Desnudo, se miró en el espejo. Tenía un cuerpo magnífico, lo sabía. Y ella había reconocido ante él sin ningún pudor que le había excitado verle entrar sudando y marcando abdominales. Mientras que él se avergonzaba de ver su miembro erecto aún ahora. No era capaz de comportarse con la misma naturalidad con la que Valeria se tomaba la situación, casi como una broma, entendiendo que era una reacción lógica y humana de sus cuerpos.

Pero a él jamás le había pasado esto. Siempre había tenido un control férreo sobre sus pasiones, sobre el destino de sus miradas y jamás se había empalmado delante de una mujer. Sí era cierto que su cuerpo, llevado en ocasiones por un sueño escabroso en la noche, había reaccionado como lo hacía el de un hombre normal. Pero su mente consciente era capaz de refrenar esos pensamientos en la inmensa mayoría de los casos. Y para el resto... Efectivamente: agua fría.

Se metió en la ducha y puso el agua templada, evitando un cambio demasiado brusco de temperatura para su cuerpo tras la carrera. Dejando por un segundo tropezar a su mente, se permitió rememorar la visión de sus pechos a través de la camiseta y cómo se le marcaban los pezones, así como esas largas y torneadas piernas que pudo vislumbrar bajo la mesa. Cuando sus manos enjabonadas pasaron a limpiar su miembro, se dio cuenta de que había dejado volar su imaginación más de un segundo y que eso había agravado su problema. Estaba tan excitado que el solo roce de sus manos al lavarse le hacía gemir. Dejó de limpiar esa controvertida zona y se limpió el pecho. Otro error, sin duda. Cuando sus dedos pasaron sobre sus pezones, duros por la excitación, tuvo que cerrar los ojos y apretar los dientes cuando se le escapó otro leve gemido mientras movía sus caderas hacia adelante sin poder contenerse.

Estaba claro que su cuerpo estaba demasiado cercano al éxtasis. Barajó la posibilidad de dejarse de tonterías y usar sus manos para autocomplacerse. De seguro que aliviarse evitaría que se produjesen nuevas situaciones incómodas con la inspectora. Sin embargo, eso también era pecado. No debía masturbase. Pero su cuerpo, yendo por libre de nuevo, ya había comenzado a trabajar sobre el problema, llevando una de sus manos hasta su miembro y manipulándolo, buscando alivio. Jadeaba con los ojos cerrados, sintiéndose al borde del orgasmo.

Un pensamiento errante, pero claro, se coló en ese momento de puro éxtasis. No había recurrido a sus manos para aliviarse desde que estaba en el seminario y estaba aprendiendo a controlarse. Y de eso hacía más de quince años. Estaba a punto de tirar por la borda años de autocontrol, puesto que una cosa era eyacular durante un sueño y otra era masturbase de una forma totalmente consciente.

Ese breve pensamiento le hizo abrir los ojos, apretar aún más los dientes y soltar un último gemido, pero esta vez no era de placer. Cambió de golpe la temperatura del agua y notó como esta, helada, caía sobre su cuerpo, frenando su deseo y haciéndole tiritar de frío. Permaneció bajo el agua fría más tiempo del necesario para quitarse el jabón y eliminar la erección. Aguantó más bajo el agua como penitencia por haberse dejado llevar por el deseo, por haber sido débil y para recordarse a sí mismo su lugar.

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