Capítulo 27

Mario se quedó perplejo. Al final, Valeria había estado acertada al creerle culpable, sin embargo, él se había empecinado en defender a Daniel y quitarle esa idea de la cabeza. Habían confiado en las pruebas, que apuntaban hacia Ignacio, descartando de plano al jefe de policía. Era cierto que no parecía haber pruebas contra él que se pudieran sostener en un juicio ya que no había pruebas físicas de su culpabilidad. Ni testigos, ni ADN, ni nada. Solo su falta de coartada en los momentos de los asesinatos. Tampoco veía móvil para aquella locura. Aunque sí era cierto que, aquella noche que ayudó a Valeria a llevar los documentos a casa, se mostró excesivamente colaborador para lo que era él habitualmente y que le dejaron solo durante unos minutos en el salón. Tuvo la ocasión de entrar y colocar la cámara sin necesidad de forzar ninguna puerta o ventana. Se lo habían puesto terriblemente fácil.

— Mire el lado bueno de todo, Padre. Morirá sin que nadie sepa que se acostó con la inspectora. ¡Será un mártir, un santo! —le dijo Daniel sin perder la sonrisa macabra.

— Me cuesta agradecerte el gesto, la verdad —respondió Mario, irónico.

— Ha pasado toda la semana conviviendo con ella y fornicando. No me rebata este punto porque le recuerdo que les he grabado y les he mandado las fotos —contestó el jefe de policía dejando patente que era él. Por si cabía alguna duda, por si se le pasaba por la mente que fuese una broma macabra, ahí estaba la prueba. Valeria nunca había llevado las fotos a analizar, al igual que la nota que las acompañaba en el sobre. La única forma que tenía Daniel de saberlo era si las había enviado él mismo.

— No negaré lo que viste —admitió el sacerdote provocando que la sonrisa del asesino se ampliara. Sabía que debía hacerle hablar para entretenerle y así darle tiempo a Valeria para regresar—. Espero que te gustase lo que viste.

— ¡Oh, sí! —respondió riendo a carcajadas—. Debo decir que fue terriblemente rápido. Esperaba algo más salvaje, la verdad.

— Bueno, eso se debió a la falta de experiencia. He mejorado mucho en estos últimos días, ya me entiendes —dijo Mario siguiéndole el juego. Quizá, si establecía un diálogo de colegas, de amigos, podría hacer que cejase en su empeño de matarle.

— No me venga con que no tenía experiencia. Usted tiene acceso a todas las mujeres del pueblo. Es su cura, su confesor, su amigo. He visto a algunas suspirar por usted y fantasear con meterse bajo su sotana. Me cuesta creer que no tuviese experiencia cuando seguro que se ha acostado con la mayoría de sus feligresas —le acusó Daniel perdiendo la sonrisa. Debía evitar que se enfadase más, eso podría desembocar en el fin de la conversación y que le pegara un tiro. Aunque tampoco tenía en mente mentir sobre ese tema.

— Le aseguro que es así. Lo que siento por Valeria ha sido toda una sorpresa para mí. Hasta ella, no había aparecido mujer que me tentase hasta el extremo de romper mi voto de castidad. Eso te lo puedo jurar por Dios porque es totalmente cierto —aseguró el sacerdote.

— Entienda que, para mí, su juramento no tiene mucha validez. Ya le he visto follar con una mujer cuando no debería hacerlo, bien podría mentir cuando tampoco debe —respondió, soez, el jefe de policía, aunque Mario intuyó cierta duda en su voz—. Estoy seguro de que tentó a mi querida mujer con ese halo de hombre bondadoso y casto. Seguro que se arrimó en exceso a ella en la intimidad de sus confesiones y le hizo proposiciones indecentes. Seguro que ella le visitó en su casa y se acostó con ella en el mismo sofá en que se acostó con la inspectora. Porque usted no es un hombre santo, es un ser vil y mentiroso que fascina y engaña a las mujeres para llevarlas a su cama.

— ¿Esto es por tu ex mujer? —preguntó asombrado Mario. Ahí estaba, el motivo que tenía Daniel para odiarle. Había dado por hecho que se había acostado con su mujer y, seguramente, que habían terminado por su culpa. No podía estar más errado, sin embargo, recordaba el perfil que había hecho Valeria de Ignacio. O, más bien, del asesino. Un hombre que veía la realidad de forma distorsionada.

— No es mi ex mujer. Aún estamos casados. Todavía no he firmado los papeles del divorcio —aclaró el jefe de policía, subiendo la voz. Se estaba enervando demasiado. Mario debía conseguir bajar el tono y que siguiese hablando sin percatarse de que los minutos seguían corriendo.

— Eso es cierto. Por ese motivo no comprendo tus motivos para matar a nadie. Con tus actos no podrás recuperarla. No querrá saber nada de un asesino, Daniel. ¿Por qué no has ido tras ella? ¿Por qué no has tratado de recuperarla si tanto la quieres? —exigió el sacerdote, buscando hacerle recapacitar sobre sus actos, que viese que había escogido el camino erróneo.

— Porque me dejó claro que no quería saber nada de mí cuando intenté acercarme a ella. Y eso, Padre, es culpa vuestra. Sonia era una mujer joven, defensora de la independencia de las mujeres y le metió en la cabeza que estaría mejor sola que conmigo. María se me escapó y lo pagó Juan. Pero esa perra que decía ser su amiga del alma, la animó a dejarme. Y usted no hizo nada por mantener mi matrimonio. La mandó a su amiga psicóloga en lugar de decirle que luchara por reconciliarse conmigo. El matrimonio es un sacramente sagrado y usted la apoyó al romperlo —le acusó Daniel, levantándose del sofá, verdaderamente enfadado. Mario creyó que iría hacia él para matarle, sin embargo, sacó de un bolsillo un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Eso relajó un poco al sacerdote. Aun no iba a matarle, por lo que parecía. Estaba demasiado metido en explicar sus motivos y hacerle saber porqué le culpaba a él de lo sucedido.

— Daniel, en su momento me pediste que rompiese el secreto de confesión para responder a tus preguntas y te dije, claramente, que no podía. Pero hoy, viendo cómo está la situación, voy a hacer una excepción y te contaré lo que me dijo tu mujer en confesión la última vez que vino a verme —dijo Mario captando su atención y mintiendo como un bellaco. Lo que le iba a contar no se lo había dicho su mujer bajo secreto de confesión, sino en una charla entre amigos y con María delante. Sin embargo, creyó que tendría más efecto y calaría mejor el mensaje si le hacía creer en la veracidad del secreto de confesión—. Antes que nada, me gustaría aclararte que jamás le recomendé a ninguna amiga psicóloga. Básicamente, porque no conozco ninguna, la verdad. Sí me admitió que iba a la ciudad con la escusa de ir a ver un psicólogo, pero lo cierto era que había conocido a alguien. Vuestra relación hacía tiempo que ella la consideraba perdida, por mucho que yo le pedí que intentase recuperar la chispa entre vosotros. El detonante fue cuando conoció a un hombre con el que congenió en la ciudad, cuando fue a visitar a Sara a la academia de policía. No quiso poner las cosas más difíciles y por eso no te dijo nada. Pero te aseguro por lo más sagrado que, no solo no tuve ningún romance con ella, sino que intenté por todos los medios que luchase por vuestro matrimonio.

— ¿Me dejó por un tío que conoció en la ciudad? —preguntó Daniel, atónito. Mario observó que su interlocutor había estado tan pendiente de sus palabras que el cigarro estaba a punto de consumirse sin que le hubiese dado más que la primera calada. Eso era bueno. Aún podía hacerle ver que él no tenía nada que ver y que no solo no le matase, si no que se entregase. Tenía que intentarlo, al menos.

— Lo siento mucho, Daniel —dijo Mario acercándose a él y poniéndole una mano en el hombro para darle consuelo y tranquilizarle. No era buen psicólogo, pero tenía que intentar llevarle bien por ese momento de oscuridad; hacer que viese la luz y recobrase la sensatez.

— ¿Tú no te acostaste con ella? —le preguntó con un hilo de voz.

— La única mujer con la que me he acostado es Valeria —reconoció el sacerdote, aunque ya era absurdo hacerlo puesto que el asesino lo sabía—. Daniel, esto no tiene lógica. Has matado a Sonia, a Juan y a Julia. Se te ha ido de las manos. Entrégate, por favor. No hagas daño a nadie más.

— Solo he matado a Sonia y a Juan. Julia sigue viva, era la excusa para que la inspectora se marchase y nos dejase solos. Perderá veinte minutos en ir, comprobar que no hay cuerpo y volver, tiempo de sobra para matarte —explicó el jefe de policía, pensativo, mientras se daba cuenta de que se le había consumido el cigarrillo y sacaba otro del paquete que tenía en el bolsillo.

— ¿Y cómo pensabas librarte del cargo por asesinato? En cuanto Valeria vea que no hay cuerpo, sabrá que le has mentido e intuirá que eres el culpable —cuestionó Mario, aceptando un cigarrillo que le ofreció, sorpresivamente, su verdugo. Le estaba entreteniendo bastante, pero no sabía cuánto tendría que esperar hasta que apareciese la inspectora y eso le tenía con los nervios destrozados. Encendió el cigarro y tosió con la primera calada. Hacía años que no fumaba, aunque esperaba que eso acrecentase el vínculo entre ellos para Daniel.

— Avisé a Ignacio de que ibais a por él y le recomendé desaparecer hasta que se encontrase al verdadero culpable. Le dije que fuese a mi casa de campo a esconderse. Así que está allí. Tenía pensado decir que había recibido una llamada suya haciéndose pasar por un policía e informando del asesinato de Julia. Una vez aquí, yo te mataba y me hería a mí mismo, dejando claro que había sido él el culpable. Nadie le buscaría en mi casa y le haría desaparecer en unos días. De esa forma, muerto el asesino, no quedaría nada por investigar. No hay pruebas que puedan rebatir esta hipótesis con todos muertos —explicó Daniel con heladora calma, como si fuese algo de lo más lógico y simple.

— ¿Y si te hubiesen pillado? —preguntó Mario dando otra calada al cigarro, indolente, como si estuviesen hablando del tiempo.

— Tenía vía de escape preparada por si ocurría —dijo Daniel, calmado.

— ¿Y porque no la usas? Entiendo que no quieras entregarte, pero podrías huir y no matar a más gente —sugirió el sacerdote, intentando que viera más opciones. Podían atraparle cuando intentase escapar, pero lo principal era que no los matase a él y a Ignacio.

— Porque prefiero no marcharme del país. Con todos los testigos muertos soy libre de investigar quién es ese hombre con el que sale mi mujer, hacer que sufra un accidente y recuperarla —aseveró el jefe de policía, dejando claro que aún quería matarle. Ya había matado a dos personas y no parecía temblarle el pulso para matar a otras tres en su retorcido empeño por recuperar a una mujer que ya había perdido.

— Eso no te asegura que ella vuelva contigo, Daniel. Es mejor que te marches y comiences de nuevo en otro sitio. Una nueva vida sin más asesinatos sobre tu conciencia —intentó Mario, otra vez. Miró con cuidado el reloj, solo habían pasado veinte minutos desde que se fuese Valeria. Si no le mantenía ocupado más tiempo, no llegaría a tiempo para detenerle y se saldría con la suya.

— Lo siento, Padre, pero no —suspiró su verdugo con cierta falta de misericordia ni arrepentimiento por lo que iba a hacer. El sacerdote observó cómo sacaba la pistola, sosteniéndola en la mano.

— Esto no es necesario, Daniel. No lo hagas —suplicó Mario mirando la puerta abierta y barajando la posibilidad de salir corriendo. Sin embargo, estaba demasiado cerca. Sería un blanco fácil para alguien adiestrado, igualmente.

Sabía que no había más que pudiese hacer. Daniel se limitó a no contestar, dejando claro que no quería seguir hablando. Iba a actuar. Solo le quedaba rezar por una ayuda que sabía que no llegaría. Cerró los ojos y pidió a Dios misericordia y perdón por sus pecados que, últimamente, eran demasiados y graves. No iría con el alma limpia a ver al Creador, pero esperaba que aceptase su arrepentimiento.

— ¡Yo que tú, bajaría el arma, Daniel! —ordenó la inspectora desde la puerta, apuntando con la pistola a su verdugo.

Curiosamente, parecía que, otra vez, había pedido ayuda a Dios y este le mandaba a Valeria. El alivio le inundó hasta que vio como Daniel movía su pistola, cambiando de objetivo. 

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