Capítulo 23


Mario se había quedado en el salón tomando una manzanilla, pensativo, cuando Valeria subió a su dormitorio. Le resultaba complicado comprender que Ignacio pudiese tener algo que ver en todo aquello. Le conocía desde que llegase al pueblo y había ido a la iglesia en compañía de su esposa hasta que hacía unos dos años ella le había pedido el divorcio. Al igual que la mujer de Daniel, había dejado el pueblo para irse a la ciudad. El hijo mayor de la pareja residía allí y se marchó con él hasta que encontrase un piso en el que instalarse sola. Lo poco que había sabido de ella desde entonces había sido a través de Sara, la hija.

¿Podría ser que, al igual que le culpaba de que su hija fuese policía, le culpase también por la separación? Era posible que tuviese el convencimiento de que había alentado aquel hecho al igual que había apoyado a Sara cuando le informó de que iba a ingresar en la policía. Era muy retorcido, sin duda, puesto que él, como sacerdote, jamás apoyaría un divorcio sin ver un claro patrón de malos tratos. Sí era cierto que le había recomendado paciencia y que consultasen a un psicólogo especializado en terapia de parejas. Había intentado salvar ese matrimonio más que el propio cónyuge, que se había negado en retorno a ir a la terapia por mucho que insistió su esposa.

La verdad era que, tras el consejo de ir a un psicólogo, la mujer había comenzado a alejarse de la iglesia y a dejar de buscar consuelo en el confesionario. La vio decaída al comienzo para pasar a estar de lo más alegre a continuación. Mario no era dado a meterse en la vida privada de sus feligreses salvo que le pidiesen opinión o consejo por lo que nunca le reclamó que dejase de acudir a la misa del domingo. Siempre creyó que su cambio de actitud se debía a que se estaban dedicando más tiempo a ellos, recuperando la relación. Por eso para él, al igual que para todos, fue una inmensa sorpresa cuando ella se despidió de todos informándoles del divorcio.

Se terminó la manzanilla, dejó el vaso en el fregadero y subió la escalera, rumbo a los dormitorios. Se paró en seco en el rellano superior; la puerta de Valeria estaba abierta. La vio salir del cuarto de baño con una simple toalla rodeando su esbelto cuerpo mientras se secaba el pelo con otra toalla. No sabía por qué, pero verla así, con la puerta abierta y sin mostrar pudor, le resultó increíblemente íntimo. Y al verle, le sonrió. Ese simple gesto hizo que su corazón se saltara un latido y que sonriese como un crío chico.

— ¿Qué piensa hacer, Padre? ¿Va a quedarse ahí, simplemente, mirando? —preguntó Valeria, tentadora como solo ella sabía saberlo.

— Disculpa —respondió Mario aún con la sonrisa tonta en la boca.

— Quizá no debería seguir tentando a un pobre sacerdote. Ya acumulas demasiados pecados con la noche de ayer y la mañana de hoy como para aumentar tu carga —siguió ella frunciendo los labios como si estuviese pensándoselo, aunque de una forma tan teatral que no pudo evitar que su sonrisa se ampliase aún más hasta reírse por lo bajo.

— Desde luego no deberías. Pobre de mí si continúas —dijo Mario apoyándose en el marco de la puerta del dormitorio de Valeria.

— Tiene razón, Padre. Lo mejor será dejar de tentarle —concluyó la inspectora para, posteriormente, darse la vuelta. Sin embargo, dejó caer la toalla que la cubría al suelo, dejando su magnífica retaguardia expuesta para que él la observara. Se giró, haciendo el gesto de cubrirse, pero sin hacerlo bien para dejarle ver todo—. ¡Oh, vaya! Parece que se me ha caído la toalla.

— No se preocupe, señorita. Soy un hombre educado y yo mismo se la recojo del suelo —respondió él sonriendo y guiñándole un ojo como solía hacerle últimamente.

Valeria rio con ganas, aunque no movió ni un músculo mientras él se acercaba lentamente. Se paró a pocos centímetros de ella para comenzar a bajar acariciando su piel con la punta de la nariz y los labios. No la besó en ningún sitio, simplemente pretendía ser una caricia sugerente. Incluso cuando pasó por la mano que cubría su pubis, no cambió de parecer a pesar de que ella se echó hacia delante de forma inconsciente. Y creyó oírla suspirar, quizá decepcionada porque no se hubiese detenido en aquel lugar.

Agachado, recogió la toalla del suelo y deshizo el camino realizado, acariciando, otra vez, su piel en el trayecto hasta que estuvo erguido en toda su estatura frente a ella. Pasó la toalla por detrás de Valeria, agarró cada extremo con una de sus manos y enrolló parte de la toalla en sus propias muñecas para acortar la longitud de esta. Vio cómo ella arqueaba una ceja en señal de pregunta, pero él no contestó. Tiró con fuerza de cada extremo, dejando la toalla apretada contra la cintura de Valeria y haciéndola pegarse a él totalmente.

— Eres demasiado lanzada. Desde el primer día lo has sido —dijo Mario contra los labios de ella, aún sin besarla.

— Eras un curita de lo más atractivo y quise tenerte en mi cama desde el momento en que te vi aparecer empapado en sudor. Simplemente uso mis armas para lograr mi objetivo y sabía que te resultaría muy complicado no seguirme el juego si iba de frente y me burlaba de ti por ser tan tímido. Buscarías no igualarme y eso me abriría las puertas para tentarte físicamente —admitió la inspectora con una sinceridad que le dejó desconcertado y que hizo que apartase su cara de la de ella, aunque manteniéndola todavía pegada a su cuerpo.

— ¿Todo ha formado parte de un plan tuyo? —preguntó Mario frunciendo el ceño, molesto por sus palabras. Había pensado que todo lo ocurrido había sido fortuito, algo no planeado que, simplemente, había ocurrido. Jamás pensó que todo hubiese sido planeado meticulosamente por ella.

— Lo cierto es que no pensé que funcionase, aunque tenía algunas opciones más, por si acaso —respondió Valeria intentando acercarse de nuevo a él para besarle, sin darse cuenta de que él no estaba fingiendo el malestar.

— ¿Me manipulaste para seducirme?

— Un poco sí. Aunque tú me seguiste el juego con gusto —le recordó Valeria mordaz, con una voz terriblemente insinuante que le trajo recuerdos de cómo se lanzó a besarla la noche anterior. Efectivamente, había seguido el juego.

— La atracción de lo prohibido. La sotana tiende a levantar pasiones —dijo él sin bromear.

— No. La sotana en tu cuerpo levanta mis pasiones. Es distinto. He trabajado con más curas y tú eres el único con el que me he querido acostar —aclaró la inspectora logrando acercarse lo suficiente como para rozar sus labios con los del sacerdote de forma sugerente.

— Espero haber sido un juguete interesante —dijo Mario apretando los dientes, empezando a enfadarse de verdad.

— FUISTE un juguete interesante. Parece que no lo estás entendiendo —continuó Valeria alzando la vista para mirarle a los ojos con intensidad—. Me lo tomé como un reto, sí. Pero de verdad me atrajiste como jamás me ha atraído nadie. Quizá creas que he estado jugando contigo y es posible que todo comenzase así. Sin embargo, lo que ocurrió anoche ya no era parte del juego. Algo que nunca contemplé fueron mis propios sentimientos, cegada como estaba por mi deseo por ti. Y lo cierto es que a mí también se me ha escapado de las manos la situación.

Mario se quedó sin aliento ante sus palabras. Quería entender lo que le estaba diciendo, aunque temía estar malinterpretándola. Tuvo miedo de interrumpirla y que no terminase de decir lo que parecía necesitar explicar. Soltó la toalla, dejándola caer sobre el suelo, quedando alrededor de los pies de Valeria. Y agarró sus caderas con las manos para mantenerla pegada a él a pesar de que estaba seguro de que no se apartaría, aunque la soltase.

— Puede que tu sotana pusiera el tono prohibido a la ecuación; puede que tu cuerpo parezca estar hecho para el pecado; puede que el me confesaras que eras virgen me tentara en exceso; puede que yo sea simplemente una loca depravada. Es posible que todo eso influyese —prosiguió, sonriendo de nuevo y sin apartar la mirada de la suya—. Pero nada de esto tiene que ver con que me haya enamorado de ti.

Aquella declaración hecha con tanta pasión y sinceridad le encogió el corazón. Valeria le quería. Algo en su interior pareció soltarse, como si se hubiesen roto unas cadenas invisibles que le sujetaran. Se sintió ligero, eufórico. No correspondió a sus palabras con su propia declaración. Solo quería besarla, fundirse con ella y demostrarle cuánto la quería, cuánto significaba para él.

La lanzó sobre la cama y se colocó sobre ella para amarla hasta que el sueño les venciera. No quería detenerse a pensar en sus propios sentimientos porque sabía que le diría que la amaba, pero no podía poner voz a esas palabras hasta que no tuviese claro que sería seglar. Por mucho que la quisiera, aún tenía una decisión que tomar y demasiado que valorar. No todo en la vida era encontrar tu media naranja, el amor de tu vida. Había cosas más importantes y sabía que la labor que realizaba y lo que quedaba por venir era también muy importante. Se sentía egoísta buscando la felicidad personal cuando llevaba años centrado en la felicidad de su gente, de sus feligreses.

Acalló sus pensamientos y se centró únicamente en Valeria. Durante horas se dedicó a ella por entero, olvidando por completo que era un sacerdote y que cada una de esas caricias y besos estaban vetados para él.

Más tarde, cuando Valeria quedó tendida junto a él, exhausta, sus pensamientos regresaron al asesino y a si podría ser realmente Ignacio. Todo lo ocurrido esa última semana le parecía una locura más propia de una película que de su vida. Sin embargo, el cuerpo de Valeria le recordaba que todo era muy real. Recordó su vida antes de que todo aquello comenzara y le resultaba difícil imaginarse volviendo a ella renunciando a todo lo que había encontrada junto a la inspectora.

— ¿Qué piensas que te hace fruncir el ceño? —preguntó Valeria apoyándose en un codo para mirarle. A Mario le resultó curioso que ya no le preguntase si se arrepentía, como había hecho por la mañana. Ya daba por hecho que ese no era el centro de su preocupación.

— En todo este asunto. En la posibilidad de que Ignacio sea el asesino y su posible motivación para matar a toda esta gente y odiarme tanto —dijo el sacerdote, tranquilo, acariciándola el hombro con delicadeza.

— Ahora mismo, todo apunta a él, pero eso no quiere decir que sea el culpable. Cierto es que, como te dije antes, tiene conocimientos para hacerlo sin dejar pistas, tiene altura y fuerza suficiente para entrar en el perfil, tiene pistola y tiene móvil —le recordó ella.

— El que tu mujer te deje no parece motivo suficiente para matar a gente inocente.

— Nunca hay un motivo que justifique un asesinato. Siempre es porque el asesino ha pasado por algún hecho que lo ha perturbado hasta el punto de perder la noción de lo correcto y lo incorrecto. Y también te expliqué que, para él, esa gente no es inocente. Conozco demasiados casos en los que los maridos matan a sus mujeres cuando ellas quieren romper la relación. Y, si no tienen acceso a ellas, suelen desquitarse con gente a las que echan la culpa de lo sucedido. No busques lógica en una mente que no funciona con un razonamiento común —expuso Valeria.

— ¿Crees que matará de nuevo si no me pongo a tiro? —preguntó algo asustado al comprender que el culpable asesinaba porque había perdido todo raciocinio y porque usaba toda su distorsionada inteligencia en vengarse.

— Espero que no. Mañana iré a interrogar a Ignacio y, si es él, le dejaré detenido y no podrá continuar.

— ¿Y si no es él?

— Le encontraré antes de que te ponga una mano encima —aseveró la inspectora con vehemencia y dejándole claro que, antes que a nadie más, tenía intención de protegerle a él. Quiso recordarle que podría haber otras vidas en juego, pero, por algún motivo que no lograba comprender, el ser el prioritario para ella le hizo sentirse especial.

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