Capítulo 21


Una vez que el obispo Aguirre hubo verificado que Mario se encontraba bien y fue consciente del verdadero motivo por el que había pedido ser apartado del servicio en la parroquia, no tardó en marcharse. Lo cierto era que había temido una bronca similar a la que le había echado Mario. Había esperado gritos, aspavientos y amenazas sobre la condenación eterna y se había preparado para aguantarlo. Pero, lo cierto era que no había sabido encajar bien la calmada decepción de Raúl.

Se dedicó a dar vueltas por el salón como un animal enjaulado, sintiendo que la presión en el pecho volvía a aparecer. Se había pasado veinte años dentro del sacerdocio, entre el seminario y la parroquia. Había cumplido todos y cada uno de los preceptos que se le exigían como sacerdote, cada uno de los votos que, con pura devoción, juró ante Dios mantener de por vida. Pero de pronto, había caído. Había cometido el pecado de la lujuria y no podía dar motivos, solo excusas baratas que no complacían a nadie y, menos aún, a él mismo.

Era media tarde y aún quedaba una hora, o quizá más, para que Valeria regresara a casa, pero no se veía capaz de seguir aguantando. Las palabras y la cara del obispo habían calado hondo en su conciencia, haciéndole demasiado consciente de lo complicada que era ahora su situación dentro de la Iglesia. Le habían pillado. Su temor había sido que el asesino esparciese el rumor y llegase hasta la diócesis. Y Raúl era la diócesis, por lo tanto, lo más grave ya había ocurrido. Si decidía continuar con su vocación, debería enfrentar unas consecuencias que, de momento, eran inciertas, pero que cubrían una inmensa cantidad de posibilidades.

Había guardado la secreta esperanza de que, en caso de no poder tener una vida como seglar junto a Valeria, podría continuar como sacerdote, manteniendo en secreto lo ocurrido y lanzándolo al olvido, borrándolo de su memoria. Había contemplado un largo retiro para sanar las heridas tras dejarla marchar, aunque, en lo más profundo de su corazón, sentía que era correspondido por ella. Sin embargo, aún no tenía claro que su amor por la inspectora fuese más fuerte que su devoción por la labor que realizaba, por su trabajo, por el sacerdocio, por Dios. Cuando rezaba sentía como su alma se elevaba y su mente y su cuerpo se llenaban de una dicha que le era difícil describir para aquellos que no la habían sentido nunca. Aunque, cuando se encontró esa misma mañana en la cama de Valeria, con ella abrazada a su cuerpo, había sentido algo demasiado similar como para descartarlo sin valorarlo lo más mínimo.

¿Cómo había hecho para complicarse tanto la existencia? ¿Cómo había hecho para llegar a ese punto de no retorno? Eran las preguntas que giraban en su mente como un bucle sin final. Se dio cuenta de que estaba empezando a hiperventilar de nuevo, como ocurriese unas horas antes. Por ese motivo decidió que iba a marcharse al lugar dónde más seguro y tranquilo se había sentido siempre: su iglesia. Sin importarle lo que pudiese decir Valeria al no encontrarle en casa al regresar, se fue a paso ligero, dispuesto a pedir consejo a Dios.

Entró en su pequeña iglesia y se sentó en uno de los bancos de las primeras filas. Durante un rato estuvo simplemente rezando, pidiendo una señal que le indicase el camino correcto que debía seguir. Sin embargo, no parecía que recibiese ningún tipo de guía. Desesperado se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la pequeña nave, mirando cada cuadro y cada punto de la oscura iglesia. Había decidido dejar las luces apagadas, salvo el pequeño haz de luz que entraba por la puerta de la sacristía. No quería que ningún feligrés entrase en ese momento, sabiendo que no podría hacer frente a preguntas ni podría ser apoyo para ninguno de ellos.

Se paró en el pasillo central de la nave, mirando la gran cruz y el retablo que había sobre el altar. Volvió a sentir la misma opresión en el pecho que había sentido en casa. Sin embargo, en esta ocasión, no tenía ningún sitio al que ir que le diese consuelo. Se pasó los dedos por su espeso cabello y cayó de rodillas al suelo. Tenía ganas de gritar y de despotricar contra el mundo entero por haberle puesto en su camino a Valeria cuando su vida estaba perfectamente organizada y seguía fielmente su camino.

Y ahí, de rodillas frente al altar, sintió ganas de llorar por la desesperación.

— ¿Por qué me haces esto? ¿Acaso has sido Tú quien ha puesto a Valeria en mi camino? ¿Es obra tuya todo esto? —susurró con lágrimas en los ojos— Si has sido Tú, no alcanzo a comprender la finalidad de colocarme en esta coyuntura cuando más cómodo me encontraba en este lugar y más feliz me sentía con mi vida. ¿Acaso no estaba haciendo bien mi trabajo? ¿Acaso consideras que escogí mal mi camino? Si no es obra tuya ¿de quién? Puede que el Diablo haya aparecido en forma de asesino, pero ¿has sido Tú quien ha mandado a la inspectora como salvación? ¿O es el mismo diablo quien la ha puesto en mi camino para hacerme pecar, para hacerme dudar de toda mi fe y mi capacidad de discernir entre lo bueno y lo malo? Me gustaría poder sentirme orgulloso por haber soportado la tentación y lo lamento, Padre, pues caí. Y lo peor de todo es que no me arrepiento.

Mario apoyó la frente sobre el suelo, avergonzado por sus faltas y pidiendo a Dios una fortaleza que hacía tiempo había perdido. Un par de lágrimas se escaparon de sus ojos y rodaron por sus mejillas y él, con rabia, las secó de un manotazo, incorporándose de nuevo. Estaba enfadado, sin duda. No comprendía el plan de Dios, se le escapaba. De hecho, comenzaba a dudar que hubiese un plan que seguir. Quizá, esa era la parte que más le dolía, pensar que Dios le había abandonado a su suerte. Su fe siempre le había hecho creer que estaba escogiendo correctamente en cada elección, hasta ahora.

— Siempre has estado ahí para mí, siempre te he sentido cerca, sin embargo, ahora me siento solo. Dame una señal, Padre, indícame el camino correcto a seguir. Dime qué buscas de mí. Haré lo que me pidas, como siempre, pero dame una señal. Porque ahora mismo, lo único que tengo en mi cabeza es su cara, la cara de Valeria sonriéndome. Desde hace días ella es lo primero en lo que pienso cuando me despierto y lo último cuando me acuesto, cuando antes solo pensaba en Ti, en tus obras y en cómo podría ayudarte a llevarlas a cabo. No me siento digno de actuar en tu nombre, pero tampoco me siento arrepentido por lo que he hecho. Si es tu voluntad que la deje marchar, lo haré. Si mi lugar está aquí como sacerdote, aquí seguiré. Si crees que me merezco el castigo de la muerte por mis pecados, permite que ese asesino logre su objetivo antes de que mate a nadie más —pidió el sacerdote alzando las manos, suplicando—. Porque ella se está adentrando en lo más profundo de mi ser, más lejos de lo que nadie lo ha hecho antes, y siento que no puedo arrancarla. Mis sentimientos por ella van creciendo día tras día y siento que va desbancándote de esa primera posición que hace veinte años que ostentas. Sé que Tú debes ser lo primero para mí, sin embargo, creo que la quiero. Creo que lo que siento por ella se podría definir como amor; ese amor carnal que reservas para tus seglares. Tengo claro que siendo sacerdote no debo caer en el pecado de la lujuria, pero con ella tengo la sensación de que todo está bien, de que Tú la has puesto en mi camino y no para hacerme caer, sino para hacerme feliz. Y ahora estoy dividido pues no sé si intento camuflar mis deseos personales, poniéndolos bajo tu intercesión, o si realmente es obra tuya.

— Jamás había tenido que competir contra el mismísimo Dios por nada ni por nadie —dijo la voz de Valeria a sus espaldas. Mario no quiso ponerse en pie y darse la vuelta para mirarla, sin saber cuánto había escuchado ella, avergonzado porque le hubiese oído rezar en voz alta—. Me siento dividida yo también tras haber escuchar tus palabras. Porque, por una parte, me hace feliz saber que sientes algo por mí que puede ser más fuerte que lo que sientes por Dios, pero, por otro lado, me apena ser la responsable de que sientas que debes tirar toda tu vida por la borda; de que estés teniendo esta crisis de fe.

— ¿Cuánto tiempo llevas escuchando? —preguntó Mario pues no la había escuchado entrar.

— He ido a buscarte a casa y no te he encontrado. Supuse que estarías aquí y he abierto la puerta despacio por si estabas con alguien. No pretendía interrumpir, pero, al verte solo, entré sin considerar que necesitases soledad.

— No hay problema —dijo el sacerdote poniéndose en pie, pretendiendo que ella no se sintiese incómoda por haber escuchado lo que no debía.

— ¿De modo que sigo en segundo lugar, aunque me acerco al primero? —preguntó Valeria. Eso avergonzó a Mario puesto que le demostraba que había escuchado más de lo que había creído.

— ¿Supone un problema para ti? —preguntó el sacerdote con una sonrisa ligeramente forzada mientras se daba la vuelta para mirarla a la cara. No estaba seguro de poder mantener ese tipo de conversación en ese momento. No cuando se sentía tan confuso y no veía el camino a seguir con claridad. No cuando se sentía un traidor a todo en lo que había creído y defendido durante veinte años.

— Siempre he sido consciente de que estoy, y siempre estaré, por detrás de Él —dijo Valeria señalando al Cristo crucificado que presidía la pequeña nave—. Lo que sí me ha sorprendido es tu duda, el que estés creyendo que puedes colocarme en primera posición. Durante esta semana que llevo investigando el caso, he tenido ocasión de conocerte y me cuesta mucho creer que vayas a dejar algo que amas tanto por mí. De hecho, no creo que lo vayas a hacer nunca. Estoy convencida de que jamás alcanzaré ese primer puesto en tu vida y en tu corazón. Siempre he tenido bien clara la fuerza de tu vocación.

— Me sorprende tu fe en mí después de todo lo que ha pasado entre nosotros. Sabes de sobra que un sacerdote no puede dejarse llevar por el deseo, debe controlarse. Yo rompí mi voto de castidad, eso demuestra lo lejos que estoy de la gracia de Dios y lo poco merecedor que soy de ti y, menos aún, de ese convencimiento tuyo de que soy buen sacerdote —respondió Mario apenado.

— Estás muy equivocado, Mario. Me pareces una de las mejores personas que he conocido en toda mi vida y me siento afortunada. Como te he dicho antes, yo también estoy dividida porque desearía que, cuando termine el caso, te vengas conmigo; que dejes el sacerdocio. Querer esto me hace sentir egoísta. No eres el único que busca una guía, sobre todo porque sé que, si continúas como sacerdote, va a ser un duro golpe para mí. Aunque también quiero que sepas que me alegraré por ti. Decidas lo que decidas tendrás mi apoyo —le dijo la inspectora agarrando una de sus manos y entrelazando sus dedos con los de él sin dejar de mirarle a la cara un segundo mientras se sinceraba con él.

— Gracias —se limitó a contestar el sacerdote mientras le apretaba la mano.

— Vamos a casa y prométeme que no saldrás de allí solo, sin mí o sin el acompañamiento de algún otro policía —le reprendió Valeria.

— Te lo prometo —le aseguro Mario mientras caminaban hacia la puerta, aún cogidos de la mano, hasta que salieron.

Regresaron dando un paseo, en silencio. Para cuando llegaron a casa, el sacerdote se encontraba más tranquilo y seguro de sí mismo. Puede que la aparición de Valeria y que escuchase parte de su declamación, fuese la señal que había estado esperando por parte de Dios. Porque, de nuevo, cuando más necesitado estaba de ayuda, había aparecido ella.

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