Capítulo 2
Observó la escena del crimen desde cierta distancia. El ser un miembro importante de la comunidad no le convertía en policía ni le facultaba para entrar en esa casa. Había seguido los coches de policía y el tumulto tras darle las cartas al jefe y ahí estaba, frente a la casa de Sonia. Se quedó de pie, ahí quieto, sopesando hasta qué punto podían ser sus cartas tan parecidas a la nota que había aparecido junto al cuerpo de aquella dulce mujer.
Observó cómo Ricardo se acercaba hasta él, con los ojos empapados y varios pañuelos en las manos.
— ¡Padre, la han matado! ¡Alguien ha matado a mi Sonia! — exclamó el hombre, derrumbándose en su hombro y abrazándole buscando el consuelo que solo un hombre de Dios podía ofrecer a un alma atormentada por una pérdida tan reciente e incomprensible.
— Tranquilo, Ricky. Sabes que me tienes aquí para lo que necesites —respondió mientras hacía un gesto a Daniel para que no se acercarse. Le había visto salir de la casa mirando en derredor como un loco y tranquilizándose al ver que no había perdido al marido de la víctima. Esperaba que no le considerase el principal sospechoso puesto que no creía en absoluto que aquel hombre pudiese matar a su esposa a sangre fría. De momento, solo quería que el pobre esposo pudiese llorar la pérdida de su mujer sin tener a alguien haciéndole una retahíla de preguntas.
— ¿Qué hace aquí, Don Mario? —preguntó el jefe de policía una vez que el afligido Ricky se hubo calmado un poco y se apartó para sentarse en el pequeño bordillo de la acera frente a la casa.
— No puedes esperar que, tras presentarte en mi casa exigiendo las cartas y diciéndome que habían matado a Sonia, me quedase tan tranquilo en mi salón, desayunando —respondió el sacerdote sintiendo la incipiente punzada de malestar. No quería enfadarse, pero no se lo estaban poniendo fácil. La situación no era sencilla en absoluto y no mejoraba si no le permitían hacer su trabajo: consolar al afligido.
— Lo que no quiero es que se meta en medio de mi investigación. No puede hablar con un sospechoso antes que la propia policía —le reprendió Daniel.
— No hablaba con él. Solo le daba consuelo. Además, te recuerdo que yo también estoy implicado. He recibido dos cartas de ese asesino en mi propia casa —le recordó el cura con voz algo más dura que antes. No iba a permitir que le apartasen de sus feligreses ni que le ninguneasen.
— Sí, lo sé bien. Y por eso quiero hablar con usted sobre el tema, pero no aquí. Tengo que procesar toda la escena del crimen con mis compañeros y llevar a Sonia a la morgue, en la ciudad, para la autopsia. Pero después, en dos horas, me gustaría que hablásemos en el cuartel —solicitó el jefe de policía.
— Delo por hecho —concluyó Mario antes de alejarse de la vivienda.
Sin embargo, se quedó en las inmediaciones observando. Revisó a cada una de las personas que se encontraban hablando y comentando los hechos para ver si alguna de ellas podía tener aspecto de asesino. Pero los conocía a la mayoría y no creía que ninguno pudiese ser capaz de tales atrocidades. Esperó hasta que vio salir al jefe de policía acompañando una camilla en la que se llevaban el cuerpo de Sonia, tapado con un plástico blanco. No quiso acercarse a ningún grupillo para entablar conversación y se mantuvo a distancia, no estaba de humor para dar palabras de apoyo o responder preguntas de sus parroquianos.
Mientras aguardaba la hora en la que había quedado con Daniel en el cuartel se fue a sentar a uno de los bancos de su pequeña iglesia. Estaba solo, aunque solo se percató de ese hecho cuando un ruido exterior le sobresaltó. Tras las cartas amenazadoras y el asesinato, quizá no era buena idea estar tan solo en un lugar abierto a todos.
Llegó al cuartel a la hora indicada, sin embargo, tuvo que esperar otra hora más a que llegase el jefe. Al parecer se había retrasado haciendo todo el papeleo en la morgue. Pero, una vez hubo llegado, le hizo pasar a su pequeño despacho. Le veía agotado, seguramente debido a que no debía haber dormido mucho antes del aviso, más todo el ajetreo y papeleo de ese día. No era nada habitual que asesinasen a alguien en el pueblo. Él mismo estaba sorprendido de los acontecimientos tras diez años destinado allí como sacerdote.
— No me voy a andar por las ramas, Don Mario. Estoy preocupado y necesito que usted me dé norte en este asunto —comenzó el jefe de policía con un rictus serio.
— No sé cómo yo podría darte norte —respondió confuso.
— Usted ha denunciado las cartas recibidas, pero Sonia no hizo tal cosa. Hemos revisado toda la casa y no hemos encontrado ninguna carta que se asemeje a las que usted recibió. Está claro que, de haberlas recibido, no nos lo ha notificado ni se lo ha dicho a su marido tampoco al parecer. Sin embargo, sabemos que Sonia era una mujer devota y que tenía buena relación con usted. ¿Podría ser que le hubiese dicho algo sobre esas cartas? —indagó Daniel.
— Jamás me dijo nada sobre eso. Si las recibió, no me informó. Si me hubiese dicho algo sobre cartas amenazadoras le habría recomendado hacer lo que hice yo mismo ayer: venir a denunciarlo a las autoridades —razonó el sacerdote con toda la lógica que pudo. Y era cierto, Sonia jamás recurrió a él para exponerle esa posible situación.
— ¿La vio rara en los últimos días o notó algún movimiento errático en ella que pudiese indicar que estaba preocupada? —continuó preguntando el policía.
— La vi ayer por la mañana por última vez, tras la misa, y estaba contenta y tranquila. O eso me pareció a mí. Hablaba muy alegre sobre sus próximas vacaciones con su marido. Comentó que habían reservado una habitación para una semana en un hotel en primera línea de playa —contestó Mario, haciendo memoria de aquella rápida conversación que había mantenido con ella el día anterior.
— ¿Sabe si hay alguien que quisiera hacerle daño?
— Nadie parecía desearle ningún mal —respondió frunciendo el ceño.
— Vamos, Padre, usted escucha sus confesiones. Puede que no expresaran su odio o resentimiento por ella de puerta para fuera, pero en un confesionario... Seguro que alguien ha dicho algo —pidió, o más bien, exigió, el policía.
— Daniel, sabes de sobra que no puedo decirte nada de lo que me cuenten bajo secreto de confesión. No vayas por ahí —le advirtió con paciencia Mario.
— Esto es un asesinato. Deje de lado esa arcaica norma y ayúdeme a resolver este caso. ¿Quién es el asesino? ¿Quién ha hablado mal de ella? Seguro que tiene alguna pista o sospechoso, dígame algo que me dé un punto de partida —continuó exigiendo el jefe de policía.
— ¿Ya no cree que sea una broma de los chaveles que veranean aquí? —espetó de forma irónica el sacerdote. Recordándole cómo la noche anterior ignoró las cartas y las amenazas que contenían, así como le alejaba del espinoso tema de revelarle secretos de confesión.
— No. Está claro que este sinsentido no es obra de unos niñatos haciendo travesuras. Así que respóndame —le apremió Daniel. En ese momento, le libró de contestar una llamada a la puerta.
— Señor, creo que debería salir. Ha llegado una mujer que pregunta por usted —le informó una joven policía recién salida de la academia.
— ¡Por el amor de Dios! ¿Y ahora qué pasa? —exclamó el jefe de policía, levantándose de la silla y saliendo de su despacho.
Con curiosidad, Mario se levantó y salió tras él, aunque quedándose a una distancia que le permitiese ver y oír, pero que no se percatasen de que estaba ahí. Observó a la mencionada mujer, junto a un mostrador. Estaba claro que era una mujer de ciudad, nada que ver en su estilo de vestir o de moverse con los habitantes del pueblo o de la zona. Debía rondar los treinta y muchos. Dudaba que hubiese llegado ya a los cuarenta años. Era alta y esbelta y con su pelo negro y corto por un lado y hasta los hombros por el otro, se la veía una mujer con porte. Parecía alguien importante con ese peinado y el traje de americana azul oscuro que vestía con zapatos cerrados de tacón.
— Yo soy el jefe de policía, Daniel García. ¿Preguntaba por mí? —se presentó toscamente, pareciendo nervioso de pronto al observarla.
— Sí, señor. Soy la inspectora Valeria Vázquez. Me envían para hacerme cargo de la investigación del asesinato de Sonia Álvarez. Espero que pueda facilitarme todos los documentos que tenga del caso, fotos del escenario, así como pruebas y testimonios que haya recabado. Espero que podamos trabajar juntos para resolver este caso lo antes posible —se presentó ampliamente la formal mujer de traje.
— ¡¿Cómo que la envían para hacerse cargo del caso?! Yo soy el jefe de policía de este pueblo, este es mi caso y soy yo quien debe llevarlo —dijo ofendido.
— Puede que usted sea el jefe de policía, pero yo soy inspectora de homicidios con formación y años de experiencia en este puesto. Creo que estoy más capacitada que usted para dirigir esta investigación —respondió Valeria bruscamente. Sin embargo, pareció darse cuenta de que no iba por buen camino con esa actitud al ver cómo todos se quedaban callados, observándola perplejos por la contestación que le había dado al jefe. Pareció que intentó dulcificar algo su tono cuando continuó—. Pensé que ya le habían informado de que me habían dado este caso a mí con tiempo para tenerme los datos listos para comenzar a trabajar en ellos en cuanto llegase. Aunque, parece que aún no se han puesto en contacto con usted. Puede hacer las llamadas que precise a sus superiores para confirmar mis credenciales. Mientras, iré a registrarme a algún hotel del pueblo.
— No hay hoteles aquí —soltó con miedo la joven policía que había avisado de la llegada de la mujer.
— Bueno, pues en un hostal —dijo la inspectora encogiéndose de hombros.
— Hay dos, pero están completos —volvió a responder la chica.
— Bueno, pues en algún pueblo cercano. Tengo coche, puede desplazarme sin problema —insistió la mujer.
— Verá, inspectora, ha llegado en plena época de vacaciones de verano. Normalmente, el pueblo cuenta con poco más de cinco mil habitantes, pero en estas fechas casi triplicamos esa cifra. Los hostales están llenos, así como las casas de todos. Y lo mismo ocurre en los pueblos de alrededor —explicó la joven.
— ¿No hay ni un solo sitio en todo el pueblo donde pueda alojarme? ¿Ni alguien que me ceda una habitación? —preguntó claramente sorprendida Valeria.
— Como le he dicho, todos tienen la casa llena de familiares en estas fechas. El único que tiene alguna habitación libre es él —respondió la chica, señalándole a él. Parece que sí le habían visto escuchando.
— No creo que sea conveniente que una mujer se quede conmigo... —intentó excusarse. Y era cierto que no le parecía correcto alojar a una mujer en su vivienda, con él, aunque fuese la inspectora y tuviese un motivo de peso. Podía levantar suspicacias en los habitantes de la localidad.
— Padre, sea más caritativo. Esta mujer viene a investigar un asesinato y no tiene dónde guarecerse. ¿No es una prerrogativa suya eso de ayudar al prójimo y prestar ayuda al necesitado y todo eso? Además, tiene tres dormitorios en la casa parroquial. Dudo mucho que tenga todos ocupados usted solo... —preguntó con cierta malicia el jefe de policía. Sin embargo, no tenía claro si lo decía para devolverle el golpe por no soltar prenda con los secretos de confesión o si lo hacía para quitarse de encima el problema del alojamiento de la inspectora.
— He leído el informe que presentó esta mañana cuando notificó el asesinato. Recuerdo que había algo sobre un párroco que había recibido cartas amenazadoras, ¿es usted? —preguntó, mirándole directamente a él en ese caso.
— Así es —respondió Daniel, sin darle tiempo a Mario a contestar—. Además, creo que el que se quedase con el sacerdote hasta que atrapemos al asesino puede ser la mejor opción. No solo tendrá alojamiento, sino que estaría manteniendo a salvo al principal objetivo.
— Eso es cierto. Bien, Padre, me quedaré con usted. Indíqueme el camino que me instalaré mientras el jefe de policía hace las llamadas pertinentes para confirmar mi identidad con sus superiores —concluyó Valeria sin darle opción a réplica.
No se esperaba ese giro de los acontecimientos. Si bien, era cierto que había estado rezando a Dios por ayuda para resolver el caso y que les mantuviese a salvo, jamás había esperado que le enviase una inspectora a su propia casa. Veía lo bueno de la situación: estaría protegido y conviviría con la persona que llevaba el caso lo que le daría un acceso directo a la información. Aunque, por otro lado, no había convivido nunca con una mujer y menos aún con una tan bonita. Bajo el mismo techo no sería fácil mantener las distancias como había hecho siempre con sus feligresas más atractivas que, para evitar la tentación, nunca estaba demasiado tiempo con ellas ni se quedaban a solas.
No creía que fuese a suponer una prueba para su celibato, no solo por sus veinte años de experiencia en el tema, sino porque ella estaría en el cuartel más tiempo que en la vivienda. La inspectora Valeria resolvería el caso pronto, le mantendría a salvo e informado y después se marcharía de vuelta a su ciudad. Y, en ese momento, él podría recuperar su casa y su vida. Todo iría sobre ruedas.
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