Capítulo 18


Tras pasarse una hora rezando junto a Manuel en la iglesia, regresó rápidamente a su pueblo para poner un cartel en el que indicaba que suspendía los oficios diarios hasta que la diócesis enviase un nuevo párroco para hacerse cargo. Como excusa para sus feligreses, se limitó a explicar que los asesinatos le estaban afectando y prefería dedicarse a dar consuelo a los familiares de las víctimas mientras que otro sacerdote se hacía cargo de los oficios. A pesar de que a algunos les pareció extraño, todos aceptaron la situación y le animaron a ser fuerte. Su apoyo le hizo sentirse mal por la mentira que les había dicho y por estar dejando de lado sus funciones y obligaciones para con ellos.

Sabía que Valeria estaría trabajando en el cuartel hasta la hora de comer por lo que se acercó al supermercado para comprar algunas cosas que hacían falta y así aprovechaba el tiempo mientras ella salía. Se la encontró camino a casa, cargado con las bolsas de la compra. Ella le miró expectante al encontrarse con él. Mario sabía que no estaba aguardando a ver su reacción al verla puesto que, normalmente, hablar con su amigo Manuel le devolvía la poca cordura que tenía. Sin embargo, se limitó a sonreírle y guiñarle un ojo, como hiciera esa misma mañana. Ese simple gesto la hizo sonreír ampliamente y acercarse a él para ayudarle con las bolsas, contenta.

No cruzaron ni una palabra durante el breve trayecto hasta la casa, sino que compartieron un íntimo y cómodo silencio. Sí es cierto que, en un algún momento, sintió rabia por no poder cogerla de la mano como habrían hecho de ser una pareja normal. Sin embargo, era una actitud que debían reservar para la intimidad de la casa puesto que, fuera, ella era la inspectora que le protegía y él seguía siendo el párroco del pueblo. Hasta que enfilaron la calle en la que se encontraba la casa, momento en que ella le preguntó.

— ¿Qué tal con el Padre Manuel? ¿Ha sido muy grande su enfado? —indagó Valeria mirándole de reojo y con una sonrisa cómplice en el rostro.

— Se ha enfadado muchísimo, pero, al final, ha comprendido mi situación y ha aceptado mi decisión —se limitó a contestar, sin entrar en detalles.

— ¿Y cuál es exactamente tu decisión? Dudo mucho que haya aceptado de buena manera que tengamos intimidad, no creo que le parezca bien que continúes con ello sin mostrar el debido arrepentimiento y deseos de no volver a pecar —adujo ella susurrando. No parecía haber nadie por la calle pues todo el mundo estaría comiendo, sin embargo, no estaba de más tomar precauciones. Agradeció en silencio su tono bajo de voz, que apenas llegaba para que él pudiese comprender lo que decía.

— No le he dicho eso. Solo que quiero investigar lo que hay entre nosotros y si mi verdadero lugar es este o no. Puede que me fuese mejor como seglar —susurró el sacerdote, esperando que ella entendiese sin más palabras lo que él estaba diciendo. Que comprendiese el significado completo de lo que quería expresar.

— Siempre le he visto como un sacerdote con una fe inquebrantable. Me sorprende que esté replanteándose el epicentro de su vida, la verdad —respondió Valeria, extrañada. Le dejó descolocado con su comentario. No parecía haber entendido sus palabras o, quizá, no quería entenderlas y se hacía la tonta. ¿Podría ser que ella solo le quisiera para un rato, como le había dicho hace unos días Manuel? ¿Por eso se extrañaba de que quisiera dejar el sacerdocio por ella? ¿Era posible que no quisiera nada más con él que solo sexo mientras ella había movido todos los cimientos de su vida?

— Un sacerdote con las cosas claras no se acuesta con una mujer, Valeria. El celibato es un concepto fácilmente comprensible que no tiene más que una interpretación y es la más obvia. Si he pecado contigo es porque siento algo por ti que se escapa a mi control y que debo investigar. Tengo que saber qué siento por ti y si es más fuerte que mi yo pasado, que mi vida como sacerdote, que todo. Necesito saber cómo voy a continuar a partir de ahora —explicó Mario sin detenerse para mirarla, ligeramente molesto porque no entendiese desde el principio y que le obligase a expresarse con todas las palabras y con miedo ante lo que podía contestarle, ante un rechazo rotundo a una relación. Lo cierto era que prefería haber mantenido esa conversación dentro de la vivienda y no en medio de la calle, donde no podía levantar la voz ni expresar su frustración como necesitaba.

— ¡Calla! —exclamó la inspectora mientras le ponía una mano en el pecho para evitar que continuase avanzando. Ese gesto y la alarma de su voz le hizo levantar la vista del suelo para mirarla. Pero no le estaba mirando a él, sino a la puerta de la casa.

— ¿Qué ocurre? —preguntó sin comprender por qué había puesto fin a una conversación tan importante de forma tan brusca.

— El buzón —dijo entre dientes sin hacer más gesto que fruncir el entrecejo.

— ¡No! —dejó escapar Mario, tan sorprendido como temeroso. Y sí, como en las ocasiones anteriores, una esquina blanca sobresalía del oscuro buzón atornillado a la pared, junto a la puerta.

— Entra en casa, yo la cojo —ordenó Valeria con tono militar y sin dar opción a réplica. De pronto, su urgencia por hablar con ella de su relación quedó en segundo plano, olvidada. Parecía que su situación sentimental había logrado desbancar del primer puesto en su cabeza al asesino. Y esa actitud era peligrosa, debía centrarse en el caso, ya después hablarían de todo lo que hiciese falta.

Entró en casa él primero, seguido de cerca por la inspectora que llevaba en la mano la nueva carta. Se sentaron en el sofá y observaron la pulcra misiva que ahora reposaba sobre la mesa baja, sin que ninguno la tocase, como si fuese a hacer explosión si la abrían. Escuchó el suspiro resignado de Valeria justo antes de alargar la mano para cogerla de nuevo y abrirla, finalmente.

Permanecieron en un estricto y tenso silencio mientras la inspectora abría la carta. Con lentitud se puso los guantes de látex para no dejar sus huellas en el contenido del sobre y sacó una hoja blanca con letras recortadas que no pudo leer al ver caer sobre la mesa lo que parecían dos fotos. Ambos fijaron su vista en la foto que había quedado sobre la otra. Un simple vistazo hizo que se le encogiese el corazón como nunca antes había ocurrido con ninguna de las amenazas del asesino. Reconoció perfectamente lo que veía, a quienes veía en esa foto y lo que hacían. Eran ellos en ese mismo salón. Él la tenía cogida en brazos, de pie, en ropa interior y la estaba besando.

No era lo mismo recordar aquel suceso que verlo en una foto. Sobre todo, cuando sabías quién había sido el que lo había visto y que ahora disponía de material pornográfico con su persona como protagonista. La situación le indujo un estado de nervios que terminó revolviéndole el estómago.

Con un dedo, Valeria movió la foto superior para dejar ver la segunda. La escuchó contener el aliento, igual que hiciera él. Y ahí estaban de nuevo. En este caso tumbados en el sofá, él con el bóxer bajado, entre las piernas de Valeria. Sabía que ese momento correspondía al final del coito, cuando había caído sobre ella con la respiración agitada y sorprendido por lo ocurrido entre ellos.

Vio a la inspectora levantarse del sofá y acercase a la estantería, junto a la televisión, para empezar a remover cada libro y foto. No le preguntó qué hacía, Mario se levantó y comenzó a pasearse, inquieto, por el salón, pasándose las manos por su pelo castaño e intentando mantener su estómago bajo control. Necesitaba relajarse, era consciente de que se le estaba acelerando el pulso y si seguía respirando tan deprisa iba a hiperventilar y se desmayaría. Pero no sabía cómo hacerlo.

— ¡La tengo! —exclamó Valeria, alzando en su mano un pequeño objeto negro.

— ¿Qué? —preguntó Mario, confuso y sin saber si había estado tan ensimismado en sus pensamientos que no se había enterado de que ella le estaba hablando. Quizá se había perdido algo, no estaba seguro. Había desconectado de su alrededor para meterse de lleno en su paranoia.

— Digo que tengo la cámara. Ese loco ya no podrá volver a grabarnos —respondió contenta. No entendía cómo podía estar tan feliz de haber encontrado la cámara teniendo en cuenta todo lo que aquello significaba. Alguien había entrado en la paz de su hogar para hacerle sentir inseguro en su propia casa. Ese desalmado había tenido acceso.

— ¿Cómo ha entrado en casa, Valeria? —le preguntó con miedo.

— No lo sé. Voy a revisar cada ventana y puerta de la casa —aseveró la inspectora, segura de sí misma. O eso le pareció a Mario. Pero él solo podía pensar en la opresión que sentía en el pecho—. Estate tranquilo, ¿vale?

— ¿Cómo voy a estar tranquilo? Ha estado dentro de mi casa, ha puesto una cámara en mi salón, me ha enviado fotos para que sepa que tiene grabaciones nuestras y estoy seguro de que va a usarlas. No puedo estar tranquilo —dijo Mario al borde de hiperventilar, paseándose por el salón y sabiendo que no estaba controlando su estado de nervios.

— ¡Mario, mírame! —pidió la inspectora, cogiéndole la cara con sus manos para que parase de dar vueltas, centrase la vista y la atención en ella y que se calmase—. Respira normal, por favor. Estás teniendo un ataque de pánico. Quiero que te calmes. Yo voy a revisar cada palmo de esta casa, cada estantería y recoveco, para asegurarme de que no hay más cámaras y ningún punto de acceso viable para ese maniaco. No te tocará, Mario. Confía en mí.

— Me gustaría creerte, Valeria. Pero se ha metido en mi casa. Podríamos haber estado dentro. Nos ha grabado juntos y nos lo reboza por la cara al enviarnos las fotos. Se siente seguro, si no, no lo haría —concluyó el sacerdote, sudando como si llegase de correr y tragando saliva para contener de nuevo las náuseas.

— Me da igual cómo de seguro se sienta, acabaré por cogerle. De hecho, cuanto más seguro se sienta, mejor. Más posibilidades de que cometa algún error al sentirse confiado en sus capacidades. Le cogeré, te lo aseguro —le dijo Valeria con convicción, aún sin soltarle la cara para evitar que siguiese su mareante, pero necesario, paseo por el salón—. Vamos, Mario, respira más tranquilo. No puedes ponerte así solo por unas fotos. ¿Cómo vas a estar después de leer la carta?

— ¡Oh, Dios mío! Se me había olvidado que aún no la habíamos leído —se lamentó el sacerdote, conteniendo el aliento por un segundo, antes de volver a respirar de forma agitada.

Valeria se acercó a la mesa y cogió la nota, la desdobló y la mostró para que ambos pudiesen leerla a la vez. De nuevo, un mensaje tan corto como contundente.

"O TU VIDA O TU REPUTACIÓN. DÉJATE MATAR Y NADIE LO SABRÁ

DE X."

Y ahí estaba la gran amenaza. El ultimátum que ponía su vida en manos del asesino. La situación estaba acabando con su cordura, como así había dejado claro el asesino que ocurriría desde el principio. No tenía opciones. No sabían quién era todavía. Él tenía las grabaciones y podía sacar más fotos y repartirlas por el pueblo o, incluso, enviarlas al obispo. Le tenía en sus manos. Lo único que podía hacer era ponérselo fácil, como ese loco pedía.

Mario no pudo más. La tensión le provocaba sudores fríos, le hacía hiperventilar y le revolvía el estómago. Aquella última amenaza destrozó lo poco que quedaba de sus nervios. Corrió al baño y vomitó el contenido de su estómago mientras sentía que se quedaba sin aire.

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