Capítulo 16


Mario se despertó sin necesidad de que sonase el despertador. De igual forma, no lo habría oído puesto que no estaba en su dormitorio. Tardó un par de segundos en darse cuenta de dónde estaba. Se encontraba en la habitación de Valeria que dormía plácidamente, enroscada en su cuerpo. Tenía la cabeza apoyada en su pecho y una de sus largas piernas cruzaba por encima de las suyas. Debía reconocer que era toda una novedad para él dormir con una mujer y que no le resultaba nada desagradable.

Pasó la yema de los dedos por la piel de su brazo. Era increíblemente suave al tacto. Levantó ligeramente la cabeza para olerle el pelo. Le encantaba ese aroma a fresas que desprendía. Recordó lo ocurrido durante la noche. Ese primer encuentro abajo, en el salón, seguido de dos más ya en el dormitorio. Valeria le había ido guiando con paciencia, jugando con él, mientras le iba explicando dónde y cómo debía tocarla.

Lo cierto era que esperaba sentir algún tipo de remordimiento esa mañana, pero no estaba siendo así. De hecho, le molestaba la idea de tener que levantarse y enfrentarse al mundo cuando lo que quería era quedarse ahí, con ella, el resto del día. O de la semana. O de su vida. Ese pensamiento tampoco le resultaba ahora tan chocante, ni le asustaba como los días anteriores. Quizá Manuel tenía razón y se estaba enamorando de ella. Era posible que, en su subconsciente, estuviese empezando a plantearse seriamente el dejar el sacerdocio e irse con ella. Tener una vida como seglar no era tan malo. Muchos sacerdotes lo hacían y eran muy felices con su mujer y sus hijos.

Sin embargo, otro pensamiento cruzó su mente para instalar la duda. No sabía qué quería ella. Los comentarios de Manuel habían calado hondo y aparecían para presentar batalla y poner cordura en su cabeza. Era cierto que podía no significar más para ella que un mero revolcón durante este tiempo que estaba aislada, llevando el caso. Le gustaría hablarlo con ella, pero no sabía cómo hacerlo sin parecer un chiquillo proponiendo salir a su primera novia. Valeria era una mujer experimentada, que había tenido sus hombres y que podía no querer conformarse con un inexperto y torpe sacerdote. Aún era pronto para plantear esas dudas. Había sido un poco de tonteo y una noche juntos.

— Estás frunciendo el ceño, Mario. ¿Estás bien? ¿Te arrepientes de lo de anoche? —susurró Valeria dando muestras de que, aunque estaba quieta y relajada, estaba ya despierta.

— Estoy bien. Supongo que ese es mi problema. Debería sentir arrepentimiento por romper mis votos, pero lo cierto es que no es así —contestó con sinceridad, aunque sin decir toda la verdad. Sin revelar todo aquello que rondaba por su mente y que le tenía preocupado.

— ¿Estás preocupado porque no estás arrepentido? —preguntó la inspectora alzándose y tumbándose sobre el cuerpo de él. No pudo sino sonreír ante esa actitud tan íntima y que dejaba clara la confianza que había entre ellos.

— Debería estarlo, sin duda, pero... —comenzó a lamentarse el sacerdote, aunque se calló cuando sintió que su miembro, ante el roce del cuerpo de ella, comenzaba a alzarse otra vez. Gimió y cerró los ojos con cierta vergüenza.

— Ya veo —se rio Valeria, moviendo sus caderas sobre él, dejando claro qué era lo que veía exactamente—. Está claro que tu cuerpo no se arrepiente tanto como quisieras.

— Está claro que eres algo de bruja. Solo con tu voz hay partes de mi cuerpo que levitan. Debería quemarte en una hoguera por brujería —bromeó el cura, sentándose en la cama y dejándola a ella sentada sobre él a horcajadas.

— Dígame, Padre —respondió Valeria levantándose y quedando de pie junto a la cama mientras hablaba con picardía—. ¿No se siente un sucio pecador? ¿No le gustaría que el agua le purificara?

— Creo que sí —contestó Mario cogiendo la mano que ella le tendía, sabiendo lo que le estaba proponiendo y lanzando, de nuevo, toda la cordura por la ventana, la siguió al baño.

Esperó apoyado en el marco de la puerta a que Valeria encendiese el agua y estuviese dentro de la ducha para acercarse. Y, aun así, se quedó observando durante un minuto, viendo cómo caía el agua por su cuerpo y resbalaba por su cara, sus pechos y sus piernas. Se le antojaba la mejor visión que había tenido el privilegio de ver en sus cuarenta años de existencia. Y ella se le quedó mirando, sonriendo y tentándole con la mirada. Le retaba a entrar en la ducha con ella a pecar de nuevo, porque estaba seguro que sus ojos no le ofrecían pasarle la esponja por la espalda. Eso, quizá, más tarde.

Valeria le tendió la mano como hiciera para levantarle de la cama y Mario la agarró con firmeza, sin dudas, entrando en la ducha. Dejó que el agua cayera sobre su cabeza, resbalando por su cuerpo. Por alguna extraña razón, se sintió mundano y lascivo al notar el agua cayendo por su piel. Millones de veces se había duchado y jamás había tenido las sensaciones tan a flor de piel como en ese momento donde, hasta el simple roce del agua, lo notaba como una caricia y parecía excitarle.

Los labios de Valeria acariciaron su espalda y recorrieron parte de su columna vertebral. Un pequeño mordisco en el hombro le hizo gemir y darse la vuelta para abrazarla. Le besó la frente con una ternura que rápido quiso disimular para evitar que notase los sentimientos que afloraban en su interior. No era el momento para charlas sobre amor, no era eso lo que ella buscaba de él. Bajó hasta sus labios y la besó con pasión, enredando sus dedos entre su pelo corto para atraerla. Quiso cogerla en brazos, como hiciera la noche anterior. Sin embargo, la inspectora parecía tener otros planes para esa ocasión. Le apartó suavemente y, sonriendo, le dio la espalda dejándole descolocado y sin saber qué hacer. Siendo consciente de su desconcierto, Valeria le agarró las manos para que la rodeara y le tocara los pechos, apoyando su peso contra él para dejar su trasero encajado en su entrepierna. Con ese gesto pudo comprender lo que pretendía y así se lo hizo saber, apretando con suavidad sus pechos y echándola hacia delante para que apoyara las manos contra la pared.

Se mordió los labios ante la visión de su perfecto trasero y esa espalda que se curvaba para buscar cercanía. La noche anterior, Valeria le había mostrado cómo era la postura, aunque en la cama, cuando se había colocado sobre manos y rodillas. Pero intuía que no sería muy diferente. Bajó una mano por su estómago hasta introducirla entre sus piernas para prepararla. Era una de las cosas que mejor había memorizado de las explicaciones de la noche anterior y que, además, más le gustaba. La encontró mojada, resbaladiza, lista para él. Aunque, de igual forma, jugó durante unos minutos hasta que la vio retorcerse y que le fallaban las piernas. La oyó gritar e intentar clavar las uñas en las baldosas de la ducha cuando llegó al clímax. La agarró por las caderas para evitar que perdiera el equilibrio y aprovechó la situación para introducirse desde atrás en ella. La vio retorcerse de nuevo y gemir. Viendo que los azulejos eran demasiado duros e inefectivos, alargó una mano hacia él para clavarle las uñas en el antebrazo mientras soportaba el resto de su peso sobre la otra mano, aún apoyada en la pared.

Mario sintió sus uñas y supo de inmediato que le dejaría más marcas que añadiría a las que ya lucía en su espalda y trasero. No pensaba quejarse por ello, sin duda. Continuó embistiendo hasta que no pudo más, hasta que llegó al éxtasis y terminó en su interior. Solo en ese momento, Valeria se giró para besarle. Pegó todo su cuerpo al suyo hasta no dejar espacio ni para que entrase una gota de agua y le besó suavemente, enroscando su lengua con la suya. Y después se giró, sonriendo ampliamente, para coger la esponja y el jabón.

— Estás algo más limpio, pero hace falta jabón. Olemos a sexo y humanidad —comentó Valeria riendo mientras le tendía la esponja para que la lavara él mismo.

— No es algo que ahora mismo me disguste —dijo Mario sonriendo y guiñándole un ojo.

— Padre, no puede dar la misa de la mañana oliendo así. Déjeme que le lave —se ofreció ella. Ese comentario debería haberle hecho sentirse mal, pero no ocurrió. No sentía pesar por el pecado cometido y debería.

— Voy a cancelar la misa. No puedo oficiar estando en pecado —le informó el sacerdote mientras permitía que ella le lavara el pecho con una esponja que desprendía un intenso olor a fresas.

— ¿Vas a ir a ver a tu amigo, el Padre Manuel? —preguntó la inspectora frunciendo el ceño. Estaba preocupada por sus sentimientos, por si se arrepentía de lo sucedido.

— Debo ir a verle, aunque tengo claro que me va a echar una buena bronca. No me apetece, la verdad —dijo Mario, suspirando con resignación.

— No vayas. Vámonos a alguna cabaña, lejos. Allí el asesino no podrá encontrarte y podremos dedicarnos a follar durante días —le tentó Valeria usando, por primera vez, un lenguaje más vulgar y explícito.

— Ojalá pudiéramos hacerlo. Pero ambos sabemos que yo tengo que atender a mis feligreses y debo hacerlo sin mácula en mi alma. Y tú debes encontrar a un asesino y evitar que siga matando y no podrás hacerlo si no estás aquí —respondió el sacerdote saliendo de la ducha y tendiéndole una toalla.

No respondió a sus palabras, se limitó a asentir ante ellas, mostrando estar de acuerdo. No eran niños, podían bromear sobre la idea de escabullirse lejos, pero sabían que eran solo eso: bromas. Al final, la realidad se imponía ante su burbuja y la rompía.

Se vistieron cada uno en su dormitorio, sin cruzar ni una palabra. Cuando se encontraron abajo, ambos estaban vestidos como lo que eran: una inspectora y un sacerdote. Habían regresado a sus respectivos papeles y recuperado cada uno su lugar. Se fijó en que Valeria le recorría con la mirada de abajo a arriba y sonreía con cierta tristeza al observar la sotana. Eso le hizo sentir a Mario una pequeña punzada de dolor en el pecho. No quería que pensase que se arrepentía de lo ocurrido ni que esa sotana era una especie de armadura.

La siguió hasta la entrada, dispuestos a marcharse tras tomar un rápido café en la cocina, plagado de un silencio incómodo. No quería que se marchara así, que pensara lo que no era. Pero no sabía cómo sacar el tema cuando parecía evitar su mirada. Sin embargo, Valeria se quedó de pie en la entrada, frente a la puerta, sin salir.

— ¿Pasa algo? —se limitó a preguntar Mario, extrañado porque no se moviese del sitio y tuviese un rictus tan serio.

— Sí. No sé qué ha pasado en esta última media hora, pero hace nada estábamos en la ducha, riendo juntos y ahora... Ahora parecemos dos extraños que no se hablan —respondió la inspectora girándose para quedarse frente a él y, por fin, mirarle—. Te arrepientes, ¿verdad?

— Ya te respondí a eso antes. No, no me arrepiento de nada. Yo tampoco sé qué nos ha pasado, pero te aseguro que estoy como tú. No me gusta esta tensión que hay en el ambiente —contestó Mario—. Te juro que no me arrepiento de nada y te lo repetiré las veces que quieras.

— ¿Y cómo vas a confesarte si no te arrepientes? ¿No es necesario para que haya perdón? —preguntó Valeria frunciendo el ceño.

— Así es. Pero me arrepiento de no arrepentirme —contestó Mario sonriendo ante su ocurrencia. Y, para demostrarle que no le mentía, se acercó a ella y la apretó contra la pared con su cuerpo para besarla como había hecho en el salón la noche anterior, en la cama después y en la ducha esa misma mañana—. Tendrá que bastar con eso.

Ella no contestó. Se limitó a sonreírle y responder al beso con el mismo fervor. Al menos habían roto ese incómodo silencio que se había instalado entre ellos ante la perspectiva de volver al mundo real. Valeria se apretó contra él, separándose de la pared y Mario le rodeó la cintura, alzándola y haciendo que solo la punta de sus pies rozase el suelo. Eso la hizo reír, lo que puso fin al beso.

— ¿Eso quiere decir que me dejarás quitarte la sotana otra vez esta noche? —preguntó Valeria sin aliento y algo reacia a soltarle.

— Eso quiere decir que esta noche te follaré y mañana, de nuevo, me arrepentiré de no arrepentirme —bromeó el sacerdote guiñándole un ojo al imitar su lenguaje soez y haciendo un gesto con la cabeza hacia la puerta para indicarle que debían marcharse ya.

Lo cierto era que, entre unas cosas y otras, se les había hecho muy tarde. Aun así, tuvieron que esperar a que la inspectora parase de reír por sus palabras y ambos se recompusieran antes de abrir la puerta y poder aparentar ser adultos serios y formales que no se habían pasado la noche juntos en la cama.

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