El Hombre de Negro


El Hombre de Negro miró el cartel y no pudo reprimir una sonrisa cargada de ironía. "¿Qué tan preparado estás para la inminente llegada del Fin de los Tiempos?", decía la pancarta. A su lado, unos jóvenes intentaban (sin mucho éxito) repartir folletos. Le ofrecieron uno y hasta había estado a punto de tomarlo, pero al final cambió de idea.

Sin embargo, la pregunta lo persiguió durante el resto del día.

Probablemente lo mejor será que empiece por el principio.

Lo mejor sería hacerte saber que el Hombre de Negro no era en absoluto un hombre. Salvo que quieras considerar como "hombre" a un ser que ya estaba cansado de caminar cuando nuestros ancestros aún no sabían hacerlo. Que había cazado dinosaurios cuando éstos aún eran una novedad en el planeta. Que estuvo allí cuando un grupo de células decidieron que lo mejor que podían hacer era trabajar juntos por el bien común.

Claro que el Hombre de Negro no siempre había tenido aquel rostro anguloso de mirada lupina y ensortijados cabellos azabache. Había sido un tigre, antes de eso un marsupial aún no descubierto por la ciencia, un insecto, un terrible lagarto con dientes de pesadilla, un árbol, un helecho, un charco de musgo y antes una pequeña célula. Siempre de color negro. Siempre vivo. Nunca muerto. Y él sabía el por qué de su mermante naturaleza. Él conocía la razón de su existir. Lo había tenido claro apenas se probó aquella porción de cerebro que tan novedosa le había parecido. La que le hacía pensar.

Tuvo que pasar milenios recorriendo el planeta en aquel frágil cuerpo bípedo hasta encontrar una cultura que le puso nombre a aquello que él sabía que era: un avatar. La representación física de la vida en aquel mundo.

Y así, sabiendo esto, no tardó en preguntarse por qué no moría. Y aún peor. ¿Qué pasaría si él moría? Transcurrió todo el Siglo de Oro de Pericles y un tanto más también hasta que logró hallar una respuesta que lo conformara. Mucha gente creía que tras la muerte uno entraba en el territorio de los "dioses", recursos literarios y culturales inventados por los poderosos para controlar a los crédulos. Él sabía que no era así. Al menos no para él. Cuando le llegara el momento, le seguiría la Nada. Una Nada Absoluta. Y aquella Nada, aquel manto negro hecho de inexistencia, lo cubriría todo. Hombres, tigres, marsupiales, insectos, lagartos, árboles, helechos, musgo y células. Y aquellas cosas que no había llegado a ser, también. La muerte de todo aquello que existía.

Así, asustado ante aquella idea, se decidió a vivir. Estudió, viajó, se emborrachó, se peleó... Hizo todo aquello que había que hacer para decir que había vivido. Excepto amar. Había visto en innumerables ocasiones lo que podía llegar a hacerle el amor a una persona. Y le temía tanto como a la muerte misma. O incluso aún más. Porque de la muerte no se volvía. Pero el amor, cuando no era correspondido, podía dejarlo muerto en vida. Y era aquella dicotomía de conceptos coexistiendo lo que le aterraba. Y además no era algo fácil enamorarse, tampoco. En los casi diez mil años que había mantenido aquel cuerpo humano, no había conocido mujer u hombre que lo incitara a dejarse invadir por aquella misteriosa fuerza, curativa y destructiva a la vez.

Y entonces la conoció.

Era verdaderamente la heredera de Helena de Troya, Cleopatra, Josefina de Beauharnais y otras mujeres nacidas para dejar su huella en la historia. Y no es que fuese especialmente bonita, o particularmente inteligente. Era algo más. Algo indescifrable que, a sus ojos, la hacían valiosa. Única. Fue verla, compartir una breve charla, y saber que ella era a quien había estado esperando. Y, en aquella esquina, donde finalmente se besaron, pudo sentir cómo sus pies dejaban de tocar el piso. No como si ellos dos se elevaran, sino más bien como si el mundo cayera a un abismo, quedando tan sólo él y su amante, entrelazados, en el vacío del espacio. Y ese beso fue el primero de una larga y deliciosa lista. Una lista que parecía tan infinita como la vida del Hombre de Negro.

Claro que aquello era una ilusión, como el tiempo. Porque, como dice la canción, todo tiene un final, todo termina. Y los finales no siempre son felices.

Llevaban casi diez años juntos. La devoción con la que el Hombre de Negro miraba a su compañera de vida era digna de un poema del siglo XIX. Si antes había vivido para conservar la existencia de todas las cosas, ahora lo hacía por y para ella. Y ahí estuvo el problema. No todas las personas están hechas para ser adoradas. Muchas prefieren un trato más terrenal, no tan agobiante. Y fue eso lo que le pasó a ella. Y cuando finalmente tomó coraje y se lo dijo, sabiendo de antemano que sus palabras aplastarían el corazón del Hombre de Negro, selló su destino. Tanto le dolió romper su relación, que no pudo quedarse a escuchar la respuesta. Terminó aquel discurso que había estado amasando en silencio durante meses y dejó la habitación, con los ojos empantanados. La laguna salada en sus pupilas no le dejaba ver con claridad. Nunca supo de aquel automóvil que acabó robándole la existencia.

Pero el Hombre de Negro sí supo de aquel vehículo. Y supo, por primera vez, lo que significaba aquella dualidad que tanto lo había espantado. Lo que era estar muerto en vida. Su dolor lo cegó. Ya no le interesaban los debates filosóficos consigo mismo, acerca de lo frágil que es la vida. Ya no le interesaba nada.

Y decidió morir.

Recorrió las calles por última vez. Un vistazo final antes de partir. Y en su caminata pasó por un parque. Y vio jóvenes, sonriendo la estúpida mueca de los enamorados; niños, sumergidos en la protectora armonía de la inocencia; ancianos, disfrutando de sus últimos días entre aquellos a quienes amaban; adultos, planificando los sueños con los que vivirían su futuro.

Y supo que no podía hacerlo. Ellos no merecían perderse aquello que estaba por venir. Lo que vendrá. Y él no era quién para quitarle a esa gente su potencial. Seguro, habría dolor, traición, sufrimiento y odio acechando entre las posibilidades que les esperaba. Pero también había amor, compañerismo, conocimientos y buenos recuerdos. Y era aquello lo que hacía que la vida valiera la pena ser vivida. Y lo mismo se aplicaba a él. Así que decidió que, aún a pesar de sentir un pozo oscuro en el centro de su cuerpo, devorando todo atisbo de felicidad que sus recuerdos pudieran generar, debía hacer el esfuerzo. Porque si aquellas personas, cuyas vidas duraban apenas un respiro, podían seguir adelante, curar sus heridas y cicatrizar sus emociones, entonces él debía ser capaz de poder hacer lo mismo. Tomó aire. Sonrió, transformando la tristeza en nostalgia. Y siguió caminando.

Un grupo de personas salieron a su encuentro. Venían de un improvisado stand. "¿Qué tan preparado estás para la inminente llegada del Fin de los Tiempos?", decía la pancarta. El Hombre de Negro miró el cartel y no pudo reprimir una sonrisa cargada de melancolía.

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