38. Perpetuidad
I don't wanna close my eyes, I'm feeling so alive
I try to find the words, but no words can say what my heart is feeling
I just wanna stop the world from spinning
Slow it all down for a minute so that I can take it in
Moments Like This - The Afters
TRES MESES MÁS TARDE
USHUAIA, ARGENTINA
Es irónico que hoy mi nuevo documento diga que me llamo Julieta, quizás hasta un poco hipócrita sabiendo que hace unos años ni siquiera podría haber aceptado ni comprendido a una persona que se hiciera pasar por alguien más. No entraba en mi lógica, no veía cómo ni por qué alguien podía querer realizar una acción tan deshumanizante como esa, pues logra quitar una de las pocas cosas que nos hace tan singulares: nuestra identidad.
Había que vivir un poco más de vida para entender que algunos, como el difunto Martín Velasco, lo hacían porque significaba la única salida posible de la bola de nieve mental que se puede formar cuando tienes traumas sin atender. Y si se trata de supervivencia, por mero instinto todos querremos seguir luchando.
La carta de despedida del hombre de los mil vuelos no me venció. Tampoco lo hizo el embarazo, ni mi nueva vida en la fría provincia de Tierra del Fuego. Después de haber pasado por las peores crisis emocionales en medio de toda la bataola y de haber tenido que soportar el pesar de saber que el hombre de los mil vuelos no volvería a mis brazos, mi cabeza hizo click. Esa espiral positiva previa al desastre fue quizás el estímulo determinante que me hizo darme cuenta de lo que me perdía al estar tan inestable, y que lo que me pasaba tenía solución. Luego entendí que la gente a mi alrededor también sufría, y que no teníamos por qué atravesar esto solos. Finalmente, el bebé que Martín y yo procreamos en ese atardecer en Orlando aportó la última razón que necesitaba para convencerme de que saldría de mi revuelo de negatividad, traumas, estrés y depresión con toda la fuerza de un huracán, para así volver a empezar y convertirme en una persona nueva.
La nueva Pamela ahora sabe de dónde viene, pero no se deja consumir por el pasado. La nueva Pamela, que recibe atención médica continuamente, sabe que tiene un largo camino por recorrer hacia su completa sanidad mental. La nueva Pamela ya casi no llora por las noches ni tiene pesadillas, y si lo hace sabe que podrá levantarse en la mañana sin ser un nudo de lágrimas y depresión. La nueva Pamela está madurando, empieza a entender dónde tiene sus prioridades, y sabe cuándo y por qué debe preocuparse, puesto que ya ha visto suficiente como para saber que las excentricidades y dramas superfluos no son merecedores de su atención ni energía.
Pero sobre todas las cosas, esta nueva Pamela ya no subestima el poder que pueden ejercer las desgracias del pasado y sabe que, de una forma u otra, seguirán siendo parte de ella sin importar cuántos procesos de sanidad mental haya atravesado.
—Pame, ¿estás lista para la sesión de hoy?
Mi mamá me observa impaciente al ver que estoy tardando demasiado en cambiarme. La ropa ya no me entra de la misma manera y poco a poco la panza empieza a crecer a un ritmo marcado. Cualquiera diría que atravesar este embarazo sola podría ser un verdadero peligro para mí y el bebé, pero lo que menos estoy ahora es sola.
Jere está para mí, y sé que como buen amigo y persona que es jamás se irá a ningún lado. Se lo debe a Martín. Luján está para mí como la increíble amiga que es, que con el ya sacado peso de encima de la bomba que se venía guardando, ahora puede mirarme a los ojos sin temblar por sus secretos. Mis hermanas han sabido valorar que les he salvado la vida y se muestran mucho más abiertas e interesadas por descubrir esa historia de amor y peligro en la que el hombre de los mil vuelos y yo nos aventuramos unos meses atrás. Mis padres han logrado hacer una pausa de todos sus resentimientos y frenar esa catástrofe emocional que los hacía tan infelices. Ahora se han puesto a la par mía para recibir la misma ayuda profesional que yo necesitaba, y puedo decir con cada día que pasa que mamá y papá vuelven a parecerse a ese recuerdo por momentos esquivo de mis primeros años de vida, donde no había inseguridades ni barreras, y solo era una niña feliz.
Tal vez nunca perdone a mi padre, porque soñar con que las cosas serán como eran antes sería una utopía distante. Lo que debe importarme es que, poco a poco, puedo dejar ese resentimiento agotador que me carcomía y modificar esos sentimientos en unos mucho más constructivos.
Martín —porque creo jamás poder acostumbrarme a decirle Sebastián—, supo en toda su agonía, quizás sin ni siquiera quererlo ni buscarlo, cambiar mi vida y la de la gente que me rodea de una forma tan transformadora como positiva, tan deslumbrante como evolucionaria. Gracias a él, mi familia, Luján, Jere y yo abrimos los ojos, y hoy nos podemos permitir soñar con un futuro prometedor.
—Vámonos, mamá —respondo tomándola por uno de los brazos mientras empezamos a caminar fuera de nuestros aposentos, para dirigirnos a la institución de salud mental de Ushuaia que con creces viene cuidando nuestro proceso de maduración.
Es hermoso poder apreciar las pequeñas cosas como una caminata con mi madre cuando hace menos de un año solo podía pensar en el rencor que le tenía por no haberse respetado como mujer. Tal vez ese es uno de los pilares más grandes que me ha dado este proceso de superación y terapia: ver a quién tienes al lado, y no prejuzgar. Intentar ser comprensivo. Intentar ponerse en el lugar del otro, porque uno nunca sabe que batalla interior puede estar luchando, ni tampoco cuál es el peso de sus sufrimientos internos. Me da gusto saber que pude aprenderlo a tiempo, cuando mamá todavía está aquí, y no arrepentirme años más tarde del tiempo tirado a la basura por sentimientos tóxicos.
El tiempo es oro y yo quiero aprovechar cada instante. Por Martín, por Tomás, por los que hoy todavía la están pasando muy mal y no saben como salir del hoyo. No desaprovecharé el privilegio de poder ver las cosas con claridad.
En el camino a terapia, aprovecho el silencio de la fría Ushuaia con mi madre para recapitular sobre todo lo que me ha pasado y como me ha transformado. Me he obsesionado con mi peso a tal punto que tuve que caer en un profundo trastorno alimenticio; me he convencido de que las presiones de la sociedad eran ciertas, y que si no era tal persona para determinado momento habría fallado como mujer; me obligué a tener sexo por primera vez por el miedo de lo que dirían los demás si no lo hacía a esa edad; soporté la traición de mi padre y su vida paralela, sabiendo que había perdido a una de las personas que más amaba, además de tener que ver constantemente como todos en la familia sufríamos por sus mentiras; me encontré a Matías, un novio que se suponía tenía que llenar el vacío que era mi adultez para darme un poco de seguridad, y que me golpeó, insultó y luego me obligó a abortar a mi hijo. Luego conocí a un hombre que me llevó por una montaña rusa de emociones y que me hizo dudar por momentos hasta de mi propia cordura, obligándome a cuestionarme si su carácter tan particular era lo que yo necesitaba o si estaba cayendo en las garras de un nuevo machista. Cuando por fin entendí que mi enamoramiento era palpable y que quería tenerlo a mi lado, el terrorismo llegó no una, no dos, si no tres veces para interponerse en el camino de nuestra relación y acabar con las esperanzas de futuro con las que tanto había fantaseado.
Pero sigo aquí, en un proceso de recuperación que sé tal vez me llevará gran parte de mi vida pero que acabará por convertirme en una mejor persona. Incluso en los días más negros, cuando esa negatividad quiere volver a asomarse o esos traumas en tratamiento quieren volver a aflorar, ya no siento el mismo pesar en el pecho o la misma desesperación de saber que no tengo salida. Estoy logrando día a día reconocer todos los errores que he cometido, y todo el daño que me han causado otras personas y que me he hecho yo también. Esa tiene que ser ya de por sí una gran parte del proceso, ¿verdad? Admitir que tienes un problema. Dar el paso adelante, como lo han hecho todos los que me querían y que de una forma u otra me cuidaron en toda su desazón.
Una señal luminosa se prendió en mi cabeza hace unos días, producto de la creatividad que ahora en mí no tiene descanso. Atendí el pedido recurrente de mi mente para llegar a la conclusión inequívoca de que ya sé que quiero hacer el resto de mi vida. Quiero levantarme todas las mañanas con el propósito de ayudar a todas las personas en este mundo que están pasando por una realidad de mierda y que creen que no tienen salida. Quiero escucharlas, quiero sentirlas, quiero aconsejarlas desde lo más profundo de mi ser y mostrarles de lo que uno es capaz con el poder de la resiliencia. Quiero mostrarles que no importa lo mal que estén, siempre se puede estar peor, y que hay que aprender a encontrar ese rayito de luz entre toda la oscuridad para que los demonios que a veces parecen consumirlos terminen callándose.
Quiero una carrera en el sistema de salud mental y ayudar cuantas almas en pena sean posibles.
—Aquí te espero, hija —me dice mi madre sentándose en uno de los asientos de la recepción mientras le sonrío con una sinceridad que no le he dedicado nunca. Supongo que no todos los días uno descubre lo que quiere hacer el resto de su existencia.
Camino por el largo pasillo del hospital que ya me ha recibido tantas veces y que tanto me ha protegido hasta ahora. Camino con la misma sonrisa de par en par mientras acaricio mi vientre con la dulzura de una madre ansiosa. Camino con la liviandad de que todo estará bien tarde o temprano, incluso mejor que ahora, y que el futuro me espera con los brazos abiertos.
Y cuando creía no poder estar mejor en toda la simpleza de una caminata, oigo una inconfundible voz familiar en mi retaguardia que me hace girar con la agilidad de una deportista olímpica.
—Buenos días. Vengo a pedir el turno más próximo que pueda darme con su psiquiatra.
Me quedo congelada. Un millar de teorías pasan por mi mente y en el transcurso del instante puedo jurar que me vuelvo a sentir como la Pamela aterrada con la que me acostumbré a vivir en el pasado. Temo nuevamente por mí y pestañeo tantas veces que pierdo la cuenta, porque pienso que he vuelto doscientos pasos para atrás y que ahora estoy viendo cosas que en realidad no están ahí.
Me golpeo la frente. ¿Estoy soñando? No tiene sentido. Esta es una jugada macabra de mi mente.
—Claro, señor. ¿Cómo es su nombre?
La voz masculina se detiene unos instantes. Logro acercarme con pequeños pasos para salir de la inmovilización, porque quedarme estática parece mucho más desquiciante que afrontar el escenario que se cierne a solo unos metros y que, de ser lo que estoy pensando, daría vuelta mi mundo.
—Sebastián Cortés. —Afirma, y no puedo evitar tener piel de gallina al oír ese nombre otra vez—. ¿Podría decirle a la hermosa mujer que tengo detrás de mí que me abrace y nunca más me vuelva a soltar?
Al escuchar esas palabras siento como si las ataduras, la incredulidad y el shock desaparecieran por completo. No puedo asimilarlo, no puedo entender cómo ni por qué Martín está vivo, pero lo que sé es que tengo que volver a abrazarlo sin analizar las circunstancias un segundo más.
El hombre de los mil vuelos vuelve a mis brazos en una silla de ruedas desgastada y estrepitosa. Tiene la barba descuidada y sus ojos se pierden con la ajustada gorra que tiene sobre su cabeza. Una extraña combinación de polvo y sudor lo hacen parecer un vagabundo.
No me importa y sé que a él tampoco. Lo único que nos interesa es que el mundo retorcido que tanto nos ha sacado, hoy nos devuelve la segunda oportunidad que tanto anhelamos. Nos miramos a los ojos por primera vez en meses, y toco esa barba rugosa que tiene sin poder creer que en serio esté aquí a mi lado, y que esté pudiendo volverlo a tocar. Nuestros ojos se llenan de lágrimas al volver a encontrarse.
—Vas a ser papá —esbozo entre sollozos.
Martín se congela de la misma forma que yo hice al escuchar su voz hace tan solo un minuto. No puedo decir exactamente qué es lo que habrá pasado por su cabeza, pero de lo que estoy segura es que no se había percatado de mi panza crecida. Me mira de arriba a abajo con la boca abierta y los brazos sobre su cabeza polvorienta. Si él soñó con este reencuentro, dudo que lo haya fantaseado tan perfecto.
—Seré el papá más feliz del mundo, porque estaré a tu lado —esboza tartamudeando, todavía entre sollozos y lágrimas, porque ambos somos un mar de emociones difícil de explicar en palabras.
Martín y yo nos ponemos nariz con nariz. Ambos comprendemos lo mucho que tenemos para contar de todos estos meses que han pasado. La diferencia es que ahora nadie nos corre, no tenemos de qué ni de quién escapar.
Su muerte era uno de los acontecimientos que había logrado asimilar. Tal vez tarde un día, un mes u otro año en volver a caer en cuenta de que todo el duelo por el que pasé fue innecesario, pero nada de eso tiene que importarme ya. Tenemos toda una vida juntos para disfrutar, una familia que criar y una relación por construir. El pasado se hace pequeño y el futuro gigantesco.
El camino de la vida nos sonrió como nunca antes. Cuando volvemos a abrir nuestros ojos llorosos, entiendo que compartimos uno de esos momentos eternos que uno sabe jamás se borraran de la memoria. Nos regocijamos con la presencia del otro y nuestra mirada ejerce toda la fuerza de nuestro amor.
«Lo hemos logrado» sé que pensamos al unísono justo antes de volver a besarnos y sellar la perpetuidad de nuestro amor.
Claro que lo hemos logrado. El amor reinó esta vez.
FIN.
Gracias por llegar hasta aquí <3 Déjame dedicarte unas palabras en el próximo apartado de Agradecimientos.
Se terminó El hombre de los mil vuelos.
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