82. Hileane Hail Vs. Hercus

La reina Hileane se tocó la cara y vio la sangre en la yema de sus dedos. Volvió a tocarse y selló su herida con su escarcha, sin dejar rastro.

—Yo te mostraré el verdadero poder —dijo su majestad de forma calmada, mientras continuaban intercambiando golpes con sus espadas—. Aumenta todas nuestras habilidades físicas: fuerza, velocidad, resistencia y solo lo podían utilizar aquellos que habían sido capaces de domar la marca.

Hercus notó que era cierto. Parecía ser un estado que no se conseguía facilidad. Pero, ¿tanto quería demostrarle que no dependía de su magia? Entonces, exigiría su marca al máximo. Después de todo, este sería su combate definitivo. Tomó aire para llenar sus pulmones y aumentar el ritmo de sus movimientos. Tensó los músculos para golpear con más fuerza, apretó el agarre para sostener mejor las armas.

—Veamos cuál ímpetu logra perdurar. El morado de una majestuosa reina o el negro de un simple plebeyo —dijo él, con su respiración agitada.

Hercus se movió hasta la derecha dando un salto y lanzó un feroz ataque contra ella, que se estrelló en su escudo, logrando hacerla retroceder. Debía terminar lo más pronto posible, si el enfrentamiento se alargaba, ella ganaría, pues el frío de la habitación disminuía su resistencia, mientras que a Hileane, no le hacía ninguna molestia. Un momento, la nevada debió haberlo congelado y por el ardor de la pelea no se había percatado que el frío no quemaba, ni molestaba su piel. De alguna manera, se había hecho inmune al hielo. Frunció el ceño. No era momento par sobre pensar en eso.

—Acabemos con esto —dijo él de forma terminante y severa.

Hercus le lanzó su escudo haciendo que se defendiera con el suyo, llevó su mano hasta uno de los bolsillos y agarró la caja de cerillos que, Darlene le entregó. Encendió uno y lo dejó caer por un pequeño orificio que tenía la acanaladura de la hoja. La espada empezó a quemarse en llamas. Ese era el momento de terminar la pelea. Arremetió con furia, a lo que ella hizo una punzada directa hacia él, pero Hercus vio el trayecto y se movió hacia un lado, dando un giro, lanzándole un corte horizontal del costado que no tenía su rodela.

Su majestad se agachó con agilidad y esquivó su ataque. Hercus dio un salto y se dispuso a hacer la misma acometida que hizo hace pocos segundos. Levantó el arma y logró sostener el cuchillazo, pero la reina logró cortarle encima del hombro.

Hercus, debido a su cercanía, pareció notar como también el hombro de la monarca se manchaba de un rojizo húmedo. No recordaba haberla herido allí. Mas, hizo caso omiso a ese detalle y apretó con fuerza la empuñadura y la empujó hacia atrás. Pero al mismo instante, con la mano que tenía libre sostuvo la rodela gélida de la reina y se la arrancó del brazo. Notó ahora que la respiración de ella también estaba agitada. Sin embargo, había sudor por ningún lado. Mientras tanto, él también estaba cada vez más fatigado. Sus palmares estaban rojos, pero a la vez pálidas. El calor de la flama era lo único que lograba darle un poco de calidez en medio del hielo de la reina.

—Es tiempo de terminar —dijo ella, y su marca pareció haberse iluminado más de repente.

La reina Hileane acometió contra él, mientras soltaba un estruendoso grito. Hercus también liberó un feroz rugido como un león y le respondió a su ataque. Sus armas chocaron y se escuchó el sonido, al tiempo que ambas se quebraron y los pedazos cayeron sobre el piso. El acero ardiente de su arma y el templado hielo de la de ella; eran opuestos en todos los sentidos. Mientras el fuego de él lo iba derritiendo, el agua que se iba formando, apagaba sus llamas. Era como un mensaje explícito en la escena. El hilo duro, sucumbía ante las llamas, pero al hacerlo, esta iba apagando al fuego. Cada uno terminó la existencia del otro, solo por acto natural.

Los ojos de Hercus se encontraron con los de su majestad Hileane. La imponente y resplandeciente mirada de ella siguió su curso cuando él dejó caer su cintura. Luego, llevó su mano derecha hacia atrás y con el palmar abierto, veloz y con mucho vigor golpeó el estómago con suma brusquedad. Detrás de la monarca se dibujó una onda de aire, dado su increíble fuerza. Provocó que se inclinara hacia adelante y se cubriera la parte donde recibió el puño. Era claro que estaba afectad por el impacto. Entonces, los ojos de la soberana brillaron de plateado y desapreció en medio de la escarcha blanca para huir de él. Pero, para su sorpresa, segundos después, él sintió un choque en su abdomen, que lo hizo botar sangre de su boca. ¿Qué era lo que había pasado? Era como si alguien le hubiera acertado un puño invisible. Respiró hondo y recuperó la compostura. Ya solo faltaba terminar a su majestad, para hacerla pagar por los actos malvados y despiadados que había hecho.

Hercus se dio media vuelta y la observó desde la distancia. Apretó el puño y su vista azulada, se tornó toda oscuridad, resplandeciente. Fue abrigado por una humarada negra y apareció al frente de la gran señora de Glories, la cual lo intentó atacar, pero él se movió hacia el lado derecho y le dio un golpe en la zona del hombro izquierdo. Mas, también percibió un estruendo en el suyo. Pero, por todos los espíritus de la naturaleza. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Acaso, ¿cada vez que la lastimaba a ella, él también salía herido y experimentaba lo mismo? Si eso era así, estaba dispuesto soportarlo. Así, la gran señora Hileane intentaba huir de él, mientras se transportaba con su escarcha a otras partes de la sala del trono, pero él la seguía con su oscuridad, sin dejarla escapar.

—¿Qué sucede? ¿La todopoderosa reina Hileane huye de un simple y rastrero campesino? —dijo Hercus con altivez y arrogancia para con ella—. Eso es imposible, ¿cierto?

—Insolente, guerrero. Te haré pagar por tu afrenta contra mí. Yo soy la reina, tu reina...

—¿Mi reina? —comentó Hercus, interrumpiéndola—. Sí, lo fue alguna vez. Pero ya no, nunca más.

Hercus aprovechó para colocarse detrás de ella y le dio una patada en la parte detrás de las rodillas, haciendo que estas mismas acariciaran el frío suelo de su propia sala, que ella había congelado. Después le quitó la correa al escudo y le ató las manos, se las pegó a su garganta y la amarró en su cuello. Recogió una espada larga y se la echó al hombro derecho. Se agachó y puso su cara cerca a la de ella.

—¿Nunca pensaste estar en esa posición? —dijo Hercus con firmeza y convicción—. Mírame bien, soy el campesino que te ha puesto de rodillas, a ti, a la reina. Recuerda bien mi rostro. Será el último que veas, porque hoy, en este día, pagarás por lo que hiciste y tu tiranía habrá acabado.

Hercus sujetó bien el arma y se colocó en postura, listo para atravesarla.

—Observa bien esta espada. Será la que acabe contigo, bruja de hielo. Las almas de los caídos se regocijan porque pronto descansaran en paz. Tu hora ha llegado. Usted destrozó mi ser, mi corazón, mi vida. Yo solo quería servirte con lealtad. Protegerte como un guardián, morir por mi reina y por mi pueblo. —Las lágrimas descendieron por los ojos de Hercus y bañaron sus mejillas—. Yo no deseé esto, ni una sola vez. Nunca quise luchar contra su majestad. Mi amada, venerada y respetaba soberana era quien yo más admiraba. Cuando era una princesa me salvó de sus propios soldados y cuando ascendió a monarca, me defendió de un noble. Mis padres murieron amándola y dedicándole hermosas palabras. Jamás contemplé lastimarla y hacer esto va en contra de mis ideales y mi voluntad. Pero en nombre de mis seres amados, la sentencio a muerte, a usted, a la reina Hileane. Acabaré con usted y luego me mataré. Lo prometo, mi gran señora.

Hercus miró a los ojos plateados de la reina Hileane. Tan fácil resultaba asesinar a la causante de su dolor, pero por algún motivo se detuvo antes de traspasar su cuerpo y herirla de forma fatal. Detallar el rostro de ella y contemplar la hermosura y perfección de su soberana lo hicieron pararse.

—¿Por qué te detienes? ¿No puedes matar a la reina que tanto odias? —dijo su majestad. Su tono de voz no había cambiado en lo más mínimo y su arrogancia no bajaba en lo más mínimo—. Acaso, ¿yo me detuve cuando mi hielo atravesó el pecho de tus padres y cuando decapité a tu amada esposa? No, no recuerdo haberlo hecho y no me arrepiento de mis actos.

Las palabras de la monarca, secas y sin piedad, aumentaron la cólera de Hercus. Ella no había tenido ninguna compasión con su familia. Entonces, él tampoco debía tenerla con ella. Su sangre hervía con enojo, sostenía con furia la lanza, esta vez, no dudaría.

—Tu tiempo concluye ahora.

Hercus se dispuso a lastimarla y con su semblante inflexible, atravesó el abdomen de la reina Hileane con a la espada larga, haciendo que el arma se viera en ambos extremos del cuerpo celestial de la monarca. La sangre roja y clara emergió de la herida, pero en menor medida. Además, de la boca de su majestad también comenzó a brotar, manchándole los carnosos labios y la barbilla pálida. Mas, ella no hacía ningún gesto de dolor o de regurgitación. Se mantenía inmutable e inflexible, como si no sintiera nada. Aunque eso era cierto. No obstante, a los pocos segundos, él cayó de rodillas. Reposó su mano en su vientre, justo en la parte donde había apuñalado a la monarca. En la misma zona sentía un ardor y un dolor, como si también hubiera sido herido. Se quitó con apuro la armadura y se alzó la camisa negra. ¿Cómo era posible? Allí, tenía un corte de una espada y sentía como si el arma todavía estuviera incrustada en su carne, tal cual como estaba siendo sometido la señora de Glories. ¿Era un hechizo que le había alanzado o algo por el estilo? Si le causaba algún mal, él, de igual manera, lo percibía.

Hercus en su boca se derramó sangre y limpió de inmediato. Cayó de rodillas, como si su carne estuviera siendo quemada. Su herida, era la misma que la de ella; en el mismo lugar, la misma sangre. Sus brazos temblaron. Su visión se tornó borrosa. Le empezó a doler la cabeza. Se estaba asfixiando sin poder hacer nada. Apurado y estremeciéndose, se puso de pie. Sus piernas le pesaban. Estaba agotada y en su abdomen percibía a plenitud como si hubiera sido atravesado por una espada. ¿Era cierto? Acaso, las heridas en la reina Hileane se reflejaban en él. Pero no solo era eso. Aquellos pequeños detalles ahora tenían un significado. Cuando llegó a la sala del trono y se cortó la mano, su majestad se miró la suya y cuando su mejilla fue cortada, a ella también le apareció, pero había curado al instante. Buscó otra arma. Tambaleándose, llegó al punto donde estaba la soberana.

Debía comprobar los hechos. Esta vez, sacó una daga y se realizó un pequeño corte en el palmar. Se postró delante de ella y le agarró el brazo para verlo. Al hacerlo, su piel se comenzó a congelar, pero se detuvo, tal cual, como su alteza había provocado la tormenta de escarcha. Entonces, ante su propia mirada, detalló como aparecía el corte. Era como una fuerza invisible. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué sus heridas estaban conectadas él hacia ella, y, de ella hacia él? No lograba comprender lo que sucedía. Su razón se nublaba. La magia de esa bruja lo estaba haciendo perder la cordura. Agitó su cabeza, ya que sentía mareado y cansado. No importaba que cada vez que esa tirana sufriera daño, él también lo sintiera. Su único deseo era matarla y, si él también lo hacía, era parte de su plan. Llevaría a cabo el mismo castigo que le había dado a Heris, la decapitación.

—Mi dolor es tu dolor, mi sufrimiento es el tuyo. ¿No lo entiendes, guerrero? —dijo la reina Hileane, de rodillas, sin mostrar ni un solo gesto en su precioso rostro sobrenatural—. Si yo muero... Tú también morirás.

Hercus tensó la mandíbula, apretó los dientes y agarró con firmeza la espada. La imagen de esa magnánima bruja, puesta allí, hincada y vencida

—Yo ya estoy muerto —respondió Hercus con convicción—. Usted lo hizo al acabar con mis padres, al desterrar a mi hermano y al ejecutar frente a mis ojos a la mujer que amo. —Sus ojos azules se cristalizaron y brotaron lágrimas—. La asesinaré primero y luego yo caeré... Es el fin que he venido a buscar aquí, con usted. No hay un mañana para mí. Lo he perdido todo.

Esta vez todo acabaría. Hercus se puso costado de ella y levantó la hoja afilada sobre él. El armaba, pese a su gran fuerza sobrehumana, jamás se le había hecho tan pesada. Su torso, sudado y ensangrentado se le inflaba y vaciaba, producto de su pesada e intermitente respiración. La ironía de la vida era que nunca había matado a un hombre y, a la única que lo haría era la mujer que más había admirado, adorado y venerado, su reina, su idolatrada bruja que lo había salvado. Después de que lo hiciera, su cabeza también rodaría por el piso, porque el hechizo invisible, se la desprendería del cuello. Así, sin consideración y sin duda, descendió sus brazos con ímpetu y decisión.

—¡Detente! —exclamó una voz femenina en la sala del trono que se le hacía familiar.

Hercus se sorprendió al oír ese grito. Sin embargo, ya era demasiado tarde para parar. Pronto la reina Hileane sería decapitada. Luego de haber tenido un reinado tirano, sin piedad, lleno de maldad. La villana que había arruinado su vida y ejecutado a sus seres queridos, perecería por su propia mano. La reina de hielo, la bruja de la escarcha, por fin moriría. La profecía vista por lo sabios y los augures, estaba siendo alterada por un plebeyo, por un simple campesino formado en al arte de la batalla, de la guerra.

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