79. Yo soy la reina

El viento golpeaba su rostro de manera grata, refrescando su cuerpo. A los lados se podía apreciar la extensa pradera de Grandlia, ríos, lago, árboles y demás fauna y flora maravillosa. En algunos trayectos del camino, pequeñas chozas de los campesinos se veían a los costados del camino, lo que le recordaba la vida que tenía no hace mucho tiempo. Todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos, sin darse cuenta, su vida era completamente diferente y opuesta a lo que había soñado y anhelado. ¿Proteger a su reina? Eso había quedado en el pasado. Justo iba a su destino: asesinar a su antigua soberana con su escudo y sus armas en la espalda.

—¿Estás bien? —preguntó Lis, al verlo pensativo—. Después de todo, vamos al lugar donde naciste y verás a las personas con las que convivías.

El sitio donde había crecido, donde se habían forjado sus sueños y sus aspiraciones, ahora era el mismo pueblo al que no podía regresar debido a su exilio. Llevó su mano derecha al corazón y volteó a ver a la linda muchacha de ojos preciosos.

—Atacaremos Glories y asesinaremos a la bruja de hielo, la reina tirana Hileane.

Hercus apretó su puño y llevó sus manos a las riendas para aumentar la velocidad a galope de su caballo. Su corazón revoloteaba de muchas emociones: tristeza, dolor y tormento, pero de igual modo sentía nostalgia. Nunca había estado fuera de su nación y ahora regresaba por corto tiempo y quizás la última, solo para matar a la que alguna vez quiso proteger con gozo y admiración. Acamparon y viajaron varios días, y eso, que la reina Melania les había ahorrado muchos. Pasaban los puntos de control de las fronteras, lideradas por los Marqueses de Glories sin ningún inconveniente, pues se hicieron pasar como mercaderes. Ya estaban cerca, pero la ansiedad lo consumía. ¿Cuánto más tardarían en llegar?

—Hercus, ¡Hercus!

La voz de Lis retumbaba en sus oídos mientras exclamaba su nombre y lo sacaba de sus pensamientos. Hercus hizo que el caballo se detuviera al tiempo que comenzaba a relinchar. Se volteó y solo logró divisar a la joven mujer de cabello blanco, la cual venía atrás por una considerable distancia.

—Vas demasiado rápido, hemos dejado a todos atrás. Hoy asaltaremos Glories —comentó Lis.

Hercus había apurado mucho al caballo. Era cierto que no se encontraba nadie más. Las demás torres de vigilancia con los soldados de Glories estaban al frente, pero ellos pasaron tranquilos, ya que el reino era conocido por ser el epicentro del comercio y eso les facilitaba el acceso a los extranjeros. Y la magia de la reina les otorgaba falsos símbolos y les daba la profesión de mercaderes.

—¿Miedo? —preguntó Hercus, extrañado, ella no parecía ser una mujer que le tuviera temor a muchas cosas.

—Ninguno, si estoy contigo —dijo Lis y se formó una agradable sonrisa en sus gruesos labios rosas.

Ya llevaban cierto tiempo de espera, y Hercus sentía un poco de sed, así que tomó el odre de cuero e ingirió un poco de agua para mojar su garganta, y Lis también hizo lo mismo. Hasta que por fin apareció la pequeña tropa y la galera.

—Escúchenme, cuando ya estemos por llegar a la ciudad, haremos lo siguiente: Warren te quedarás atrás para que le des indicaciones al galerero. Godos y Arcier avanzarán más que tú, pero menos que Darlene, mientras que Lis y yo nos volveremos a adelantar para hacer reconocimiento y solo podrán andar en carrera en el momento que sean avisados. Además, utilizaremos las capuchas para no mostrarnos frente a todos y que nos reconozcan si somos buscados.

Hercus sentía que ya les había tomado bastante tiempo galopando cuando al fin se podían avistar los terrenos fértiles y verdosos de Glories. Los campos de trigo, cebada y demás cultivos. Los lagos y riachuelos tan limpios. Al pasar por el pueblo de Honor, so corazón se agitó. Quiso tomar un momento para visitarlo, pero no estaba allí para eso. Tal como les había indicado, así lo hicieron. Pero dentro de él se sentía algo extraño, los campesinos que vivían cerca, junto al camino, no les prestaban ninguna atención. Ni los perros o algún animal se alteraban por ellos. Continuaron cabalgando y se encontraron con otro evento inesperado. Los soldados que custodiaban las murallas de hielo y los centinelas que vigilaban desde encima del muro tampoco estaban. Se hacía demasiado fácil infiltrarse en Glories. Ni los puntos de control de los Marqueses lo habían detenido. Sin duda, algo anormal estaba sucediendo, pero ya habían hecho semejante viaje para no hacer el asalto. Era más, ni esas aves de presas blancas, estaban sobrevolando los cielos.

—Creo que hay algo raro —comentó Lis—. No parecen tenernos en cuenta. Es como si no nos vieran.

Eso confirmaba la situación, no solo era él. Eran todos los de la marcha los que se ausentaban ante la vista de los glorienses. Apuró el paso y les dijo a los demás que avanzaran por la ciudad real sin ningún problema.

—No hay tiempo que perder. Hay que hacer lo que se nos ha encomendado a pesar de todo lo que se presente —comentó Hercus con semblante inflexible.

Hercus en su reflexión por averiguar qué estaba pasando, llegó a pensar que se trataba de la magia de la reina Melania, pero eso no podría ser. Estaba muy lejos y si eso se hiciera así de fácil ya lo habría hecho desde hace mucho tiempo atrás. Entonces debía ser alguien de aquí mismo, de este reino. Incluso, las murallas de hielo para entrar a la ciudad real estaban abiertas y los guardias en la mesa ni siquiera le pidieron registros o se percataron de ellos. Al acceder, mantenía la mirada fija en el castillo de cristal. Al instante que la fortificación se mostraba a sus ojos. Amarraron los caballos en un poste de álgido, que era sostenido por dos estacas en ambos extremos. Esperaron a los demás del grupo. Había dos guardias allí, pero parecía que ellos no los veían. Caminaron por el acceso que conducía por un amplio pasillo y por fin habían llegado. Delante de ellos estaba la lujosa y gran puerta que protegía la entrada a la sala del trono. Debían acceder y buscar en todas las habitaciones del castillo hasta encontrar a Hileane, para así poder matarla. Debido a su estado de salud, debería estar en cama, recuperándose. Empujó el portón y sintió cómo el frío se incrustaba a través de sus dedos. Esa sensación no le gustaba en lo más mínimo, le hacía recordar aquella escena de dolor que martirizaba su alma y cuando se terminó de abrir, avanzó y todos los demás lo siguieron, pero se detuvo en seco al verla a ella.

¿Buscar por todas las habitaciones hasta encontrarla? Eso no sería necesario. Debería estar recuperándose, pero no, ahí estaba la mujer que más odiaba en este mundo y la que era la causante de sus penas y su sufrimiento. Solo verla tan tranquila aumentaba más su cólera. Ahí estaba, sentada, con su mano izquierda, apoyándose sobre el brazal de su silla real, la cual estaba alzada por una tarima rectangular de dos pequeños pisos, su majestad, la todopoderosa la reina Hileane. En la diestra sostenía su cetro mágico y su gran corona tenía un aspecto diferente, más extravagante. A los lados estaban esos dos gigantes leones albinos, mientras que la lechuza con la gema morada estaba en la parte superior del asiento. Las otras estaban en los soportes de los balcones interiores del lugar, observando. Llevaba puesto un esplendoroso vestido de mangas largas con un fino corset que apretaba su delgada cintura cubriendo todo su pecho, y que es casi todo color morado en la parte superior, ya que una pequeña franja inferior era blanca. Sus manos estaban tapados por guantes de igual color. Y, por último; una capa que parecía brillar de un violeta más claro que se encontraba acomodada de forma primorosa sobre sus hombros y sujetada por un broche plateado. En el piso estaba un espejo que se derritió y se volvió parte del suelo de cristal azul.

Yo estoy aquí —dijo la reina Hileane con so voz etérea y refinada. Su expresión no cambió en lo más mínimo. Estaba calmada y sin ningún temor mientras inclinaba con ligereza su cabeza hacia atrás—. Te estaba esperando... Hercus.

En la sala del trono hacía un frío invernal y los vientos eran gélidos. A pesar de que afuera el clima era cálido, allí dentro parecía un páramo helado del norte.

Hercus tensó la mandíbula. Su respiración formaba un aire blanco al frente de su boca. Pero ella estaba sola. No había ni un solo guardia ni tampoco un solo caballero. ¿Qué pretendía entonces si ya sabía que iba, pero no hay nadie custodiándola? A excepción de los felinos y las aves de presa. Habían pasado muchos días desde que no la veía. Lucía diferente y tampoco parecía enferma. Eso explicaba todo, porque nadie les prestaba atención, había utilizado su magia y los había vuelto imperceptibles a los ojos de los pueblerinos y ciudadanos de Glories. Sin duda alguna, ella era la causante de que pudieran entrar con tanta facilidad a la ciudad real y a su castillo de cristal. Era una bruja y por medio de ese espejo los había estado vigilando. "Yo lo ve todo". Eso era lo que alguna vez había dicho. Estaban bajo el hechizo de esa hechicera. Sin embargo, ya no había nada que hacer. Se quitó la capucha junto a los demás, mostrando su rostro.

—He venido a matarla, su majestad —dijo Hercus con voz clara y segura. En sus ojos azules se reflejaba aquella bruja de cabello blanco, grisáceo y ojos plateados brillante, sentada tranquila en el trono.

Entonces, la soberana Hileane se puso de pie, mientras se mostraba tan serena e imperturbable, a pesar de que ellos estaban allí. Su cabello blanco, plateado, se expandió en su espalda, tan largo y sedoso que casi rozaba el suelo.

En ese momento, en medio de la sala una pequeña tormenta hizo explosión y apareció el búho real blanco. Se postró en el antebrazo izquierdo de la monarca. Ella lo había ignorado. Luego, el ave se colocó al lado de la lechuza.

—Inténtalo si puedes, guerrero —dijo la monarca de Glories con su voz mágica y tétrica. Lo señaló con el cetro de cristal—. Alguna vez me regalaste tu devoción, tu lealtad y me dedicaste tus triunfos. Revelaste que serías ser mi guardián y que me protegerías. Pero ahora vienes a mi reino, a mi ciudad y entras a mi sala del trono con un puñado de asesinos con la intención de matarme. —Ella caminó de un lado para otro con total serenidad—. ¿Dónde quedaron tus palabras, Hercus de Glories? Sin embargo, aun estas a tiempo de redimirte. Humíllate ante tu única, verdadera y legitima reina. En este mundo y en los demás, tú solo tendrás una soberana. Tu vida, tu alma y todo tu ser, son míos. Obedece a tu gran señora y luego mátalos a ellos. Entonces, podré darte mi indulto por tu insulto.

Hercus agachó la cabeza y miró a sus compañeros que estaban detrás de él. Volvió su vista a la bruja de hielo y dio un par de pasos en el piso azul de cristal. Se quedó un tiempo meditando, hasta que se dejó caer sobre sus rodillos, haciendo que el grupo de asesino se alarmara. Mas, él sacó una daga de su funda y se cortó con ligereza su palmar izquierdo. Tocó el piso, como si estuviera recogiendo algo, y se puso de pie. Extendió su puño hacia ella, mientras las gotas rojas caían de su mano.

—Por la sangre de mis familiares caídos y por mi propia voluntad, juró que te mataré, reina Hileane. Es un juramento al alma de los muertos —dijo Hercus con semblante desafiante y voz ronca, severa, llena de odio por esa mujer de cabellera blanca, ceniza.

Su alteza real Hileane desvió su atención por un instante. Alzó su zurda e hizo desaparecer sus guantes, como polvo de escarcha morada que se disiparon en el aire. Se miró el palmar, justo la misma, en donde Hercus se había cortado. Volvió su vista gris a Hercus de forma severa. Apretó su mano con sutilidad y movió sus dedos de forma grácil.

—Ten cuidado de tus promesas, guerrero. Podrías arrepentirte de tus palabras más temprano de lo que piensas. Recuerda, yo soy dueña de la verdad, de la justicia y de la ley —dijo su majestad Hileane su acento etéreo y sereno con toda la intención de provocar el enojo en Hercus—. Mi manera es la manera en que todo debe hacerse. Delante de mí, todo ser se postra sus rodillas el piso y agacha su cabeza para otorgarme reverencia. —Levantó su cetro con majestuosidad y empezó brilla, al igual que la corona de cristal—. Mis mascotas ni siquiera intervendrán en la pelea. Para mí, todos ustedes son como endebles hormigas, insignificantes y pequeñas. Insensatos, que no comprenden mi grandeza, mi magnanimidad... Mi existencia, va más allá de su corta y tonta comprensión... Porque yo soy la realeza. Yo soy la sabiduría. Yo soy la corte... —La monarca de Glories detuvo su oratoria y miró a Hercus a los ojos con altivez y confianza—. Yo soy el poder... Yo soy la reina.

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