74. Los encapuchados

El hecho de pensar que sus rivales eran hombres estuvo mal desde el principio. Tanto Warren como él supusieron que lo eran y por eso ambos se equivocaron. Puesto que solo podía observar el hermoso rostro blanco de una mujer que parecía que podía hipnotizar con sus hechizantes ojos, difíciles de describir. Pero intentaría hacerlo, ya que no había visto unos parecidos. Eran de un azul claro parecido al del cielo que al mismo tiempo se tornaban verdes y tenían una especie de anillo de color miel más pequeño que los hacían ver de una forma única, como si miraran a través de él. Sus labios gruesos y rosas se combinaban perfectos y le otorgaban un rostro de enorme belleza, similar al de una princesa o una reina. De igual modo logró ver un mechón de su cabello que parecía ser blanco. Solo había conocido a dos mujeres con una cabellera de ese color, y no eran dos personas normales, sino que eran dos brujas, la gran señora Hileane Hail del centro de Grandlia y la princesa Lisene Wind del oeste. Pero el aspecto de ella era distinto. Además de que era más baja en estatura que esas hechiceras. Sus miradas se atravesaron la una a la otra. El tiempo parecía haberse detenido mientras que el único que continuaba lanzando sus ataques era el viento que lo golpeaba sintiéndose de forma fresca y agradable.

—¡Hercus! —escuchó la voz de Warren haciéndole volver a reaccionar —. Termínalo...

Hercus removió su mano del lugar donde estaba, ahora ya sabía lo que estaba tocando. Era el pecho de una mujer. Aquella punzada en su corazón volvió a asaltarlo y se tuvo que apoyar con su diestra en el suelo, mientras que con la zurda se tocaba el dorso. De repente se pasó aquel dolor. Suspiró hondo y con su semblante inflexible ajó su puño y luego se levantó colocándose en pie para de manera posterior extenderle uno de sus brazos para ayudarla a levantarse. Ella se acomodó la capucha y se agarró de él. Percibió la suavidad de la palama de ella. Apenas terminó de colaborar para que se levantara, comenzó a caminar hasta el lugar donde estaba la bandera azul y la despegó con brusquedad del suelo, levantándola en dirección al cielo.

Los miembros del equipo rojo se acercaron a él dando sus agradecimientos, pero a través de ellos su vista no se apartó de los dos encapuchados que volvieron a juntarse. Lo más posible era que el otro también fuera una mujer. Mas tarde, estaban en la taberna Granalet. Warren los había invitado a beber una cerveza para recuperar sus energías y gastar el dinero que habían ganado y en la cual solo se podía respirar el olor de la cerveza, del vino y el exquisito aroma de las comidas que estaban siendo preparadas. Después de haber terminado el enfrentamiento y repartir los premios de la práctica de capturar la bandera: a los miembros del equipo ganador les dieron diez monedas de bronce y a los más destacados quince adicionales, por lo que Warren había obtenido veinticinco monedas. Por su parte, Hercus también tenía la misma cantidad y cinco más de plata por haber quitado la bandera. Estaban acompañados de Arcier, Fedel y Godos en la misma mesa; este último también había sido escogido como uno de los cinco más destacados. Los otros dos fueron las encapuchadas que también se encontraban en otro sitio, pero más apartadas del resto y la cual miraba directo hacia la de ellos.

—Brindemos por el hombre que hoy salió victorioso en el campo de batalla —dijo Warren chocando su vaso de cerveza con los de sus acompañantes—. Pero me pregunto, ¿por qué no terminaste al encapuchado? Me pareció que alcanzaste a ver su cara. Cuéntanos, ¿no lo golpeaste porque su rostro ya estaba muy feo y desfigurado que sentiste lástima de volverlo aún más horrible con tu puño? Estoy seguro de que fue eso.

¿Rostro feo y desfigurado? Se repitió Hercus, cuánto se equivocaba Warren. Era uno de los rostros más hermosos que había visto. Además de sus preciosos ojos y podría asegurar que la otra también era de igual de bella.

—Quizás sea por eso o tal vez te lleves una gran sorpresa, justo como a mí me pasó.

Los demás mostraron una cara de confusión, pero no le dieron tanta importancia y continuaron bebiendo mientras pasan a hablar de otras cosas.

—Como les venía contando, ustedes son muy buenos en el combate cuerpo a cuerpo. Por el contrario, no me destaco en esa clase de enfrentamientos. Lo mío son las puertas, no por algo soy ladrón y... —dijo Arcier, haciendo con sus manos como si estuviera disparando una flecha—. Los arcos. Me gusta atacar desde lejos y cubrirme mientras lo hago, no soy tan intrépido como ustedes.

—A mí me gustan las armas pesadas como un enorme martillo para aplastarlos a todos y no escuchar los lamentos y súplicas de hombres cobardes —comentó Godos con su voz áspera y su cara sin mostrar emociones.

—Oye, cálmate viejo. Sentí un escalofrío al escucharte decirlo. Eso es muy macabro y despiadado —agregó Warren ante la intervención de Godos —. Pues a mí me gusta la espada larga, tengo la estatura y fuerza necesaria para maniobrarla con destreza y velocidad. He estado mejorando mi técnica.

Warren empezó a tensar el brazo y a sacar músculo, mostrando que había estado practicando para manejar la espada larga.

—¿Y tú, Hercus? ¿Qué armas usas? Además de la pica —preguntó Warren.

—Espada y escudo —contestó Hercus a secas.

—Pero qué conversador. Aunque eres bastante completo. Además de la experiencia en combate. Tú deberías guiarnos en el ataque contra la reina Hileane.

Hercus no pudo evitar pensar en las escenas de aquel día cada vez que escuchaba ese nombre, lo que solo aumentaba su cólera más de lo que ya tenía reprimida y no había podido desahogarse de una forma que pudiera llegar a tranquilizarlo o apaciguar su enojo. Apretó los puños y golpeó la mesa provocando que todos lo miraran mientras Warren y el resto trataban de calmarlo.

—Yo solo vivo para matar a esa mujer: la reina del corazón de congelado, la bruja de hielo. Ella es un ser malvado y despiadado que no le importa matar a inocentes y mucho menos la vida de su pueblo. La más injusta y tirana de las reinas, esa es Hileane Hail... El castigo y lo menos que merece: Es morir. —Hercus hizo más fuerza de voz en la última parte expresando lo que sentía y al hacerlo, esa punzada en su corazón volvió, acompañado de un mareo en su cabeza. Pero a los segundos desapareció.

—Vaya, esta es la primera vez que te escucho hablar de esa forma y solo ha sido para decir lo mucho que odias a la reina Hileane. Te preguntaría cómo es que la conoces y qué fue lo que pasó para que anheles su muerte de esa forma. Pero creo que no debo tocar ese tema ahora, así que dejaré que cuando te sientas listo y en confianza con nosotros, puedas contarnos lo ocurrido. Estoy seguro de que ninguno de nosotros dudará en ayudarte —comentó Hercus con comprensión.

—Estamos contigo, Hercus —dijo Arcier. Godos alzó el vaso y todos brindaron.

Hercus los conocía desde hacía poco tiempo, era más, a Warren solo lo había conocido ese día, pero sentía que podía confiar en ellos. Además, estaban en el mismo equipo y aspiraban al mismo objetivo: lograr asesinar a la bruja de hielo, Hileane Hail.

—Agradezco esas palabras, cuando llegue el momento les contaré la verdad

Hercus por un instante volvió a sentir cómo todo estaba en paz y tranquilidad. Warren y los demás hablaban y se reían, disfrutando de la victoria y la amistad entre hombres. Pero en fondo de su alma, él no podía sonreír ni celebrar del mismo modo, puesto que la alegría, felicidad y la sonrisa le habían sido arrancadas de su cuerpo. Mas, esa dicha no duró mucho. Los miembros del equipo azul, quienes habían perdido y no recibieron ni una sola moneda, entraron con enojo y brusquedad al bar. Por algunos instantes, empezaron a buscar con la mirada en todas direcciones, hasta que uno de ellos señaló en la dirección de las encapuchadas y avisó a los demás, los cuales comenzaron a caminar hasta el lugar donde se encontraban. Todos se aproximaron hasta ellas, apartando a quien se les atravesara, tanto clientes como empleados, y se plantaron a un lado de su mesa.

—Aquí están, los estábamos buscando. Pudimos haber ganado, pero te quedaste quieto sin intentar alzar la otra bandera —comentó uno de ellos en tono de reclamo—. Oye, contigo es que estoy hablando.

El intruso empujó el hombro de la muchacha que peleó con Hercus al final de la práctica, la de los preciosos ojos azules y cabello blanco.

—Se hacen los importantes porque fueron escogidos como luchadores destacados y si lograron obtener recompensa —comentó otro, provocando más enojo entre el resto.

—Y otra cosa que me causa curiosidad es que, desde el primer día, ustedes no se han quitado esos estúpidos y tontos gorros. Al menos tengan la valentía de mostrarnos sus caras.

Los demás empezaron a exigir que mostraran su rostro mientras hacían un bullicio. Los demás clientes solo miraban el espectáculo que se había formado sin previo aviso y el cual tenía toda la atención de los presentes.

—Está bien, si no quieren hacerlo por las buenas. Entonces, lo haremos por las malas. —El hombre extendió uno de sus brazos intentando quitarle la capucha a la bella mujer de caballo blanco.

—No creo que sea muy cortés hacer eso —dijo Hercus mientras lo agarraba por la mano, impidiendo que lograra quitarle el gorro—. Y mucho menos si ellos no quieren mostrar su rostro... No hay una ley que los obligue a hacerlo y mucho menos a ustedes.

—¿Tú eres el que estaba todo sucio y se desmayó encima de la reina? —le preguntó al alejarse y agruparse con el resto de sus compañeros.

—Sí. —Hercus se mostró severo y sus ojos se tornaron negros de la oscuridad que ahora corría por su espíritu.

—Porque hoy apareciste todo limpio y con una buena armadura, ¿ya te crees que estás por encima de nosotros?

—Eso es lo que ustedes piensan... Y no es lo que yo creo.

—Entonces no te metas en nuestros asuntos —dijo el problemático, llevando una de sus manos hasta la empuñadura de su espada.

Hercus se mantuvo sereno. Solo apretó su puño y movió con ligereza su pie derecho hacia atrás.

—Izan, mejor vámonos. No vale la pena pelear por una cosa de estas. Además...

El compañero le señaló a Izan, como Warren, Godos y Fedel estaban con sus miradas serias, listos para atacar si comenzaba una pelea.

—Por esta vez lo dejaremos así —dijo Izan, molesto y escupió al suelo. Eso fue lo último que hizo antes de salir de la taberna Granalet, acompañado de sus secuaces, sin haber podido lograr su cometido.

Entonces, las personas continuaron bebiendo y comiendo como si nada hubiera pasado. Posteriormente, ellos también abandonaron el lugar.

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