✰ 62. INFORTUNIO


And now that I'm sittin' here thinkin' it through
I've never been anywhere cold as you

Cold as you - Taylor Swift

El sábado llegó a su debido tiempo, aunque para Celia, las agujas del reloj se habían movido a mayor velocidad que de costumbre. Dado que los exámenes seguían estando la vuelta de la esquina y no tenían consideración ni siquiera con el cumpleaños de Pablo, la joven de cabellos oscuros se despertó a las ocho en punto de la mañana a fin de aprovechar el tiempo lo máximo posible. Sin embargo, una no podía controlar tanto los nervios, así que, a pesar del esfuerzo y las buenas intenciones, la concentración brillaba por su ausencia.

Estaba sentada en su escritorio, se había puesto un chandal verde muy llamativo y recogido el pelo en un moño desecho pero útil que evitaba que sus mechones rebeldes y pesados se interpusieran entre las formulas de química y ella. Buceando entre libros, apuntes, subrayadores de todos los colores y la luz del alba, el teléfono de casa rompió la comodidad del silencio en un ruido atronador. Celia esperó a que algún otro habitante de esa humilde morada se dignara a contestar la llamada, no obstante nadie parecía dispuesto a despegarse de las sábanas para atenderla.

Finalmente se levantó con cara de disgusto y atravesó el pasillo principal hasta llegar al aparato fijo que últimamente solo recibía llamadas de parte de compañías telefónicas pretendiendo vender alguna que otra oferta.

—¿Sí? —descolgó con desgana.

—Celia, tesoro, ¡soy la abuela! —dijo una voz dulce y temblorosa que sonaba bastante preocupada.

La actitud de la estudiante se transformó abruptamente en un sentimiento de temor tan potente que olvidó por completo las comidas, cumpleaños o exámenes pendientes. Su imaginación voló libremente, pues no entendía qué motivo podía haber conducido a su abuela a tener que llamarla tan pronto un sábado.

—Hola... ¿Ha pasado algo? ¿Está todo bien? —se anticipó.

La abuela Lucía era la progenitora de su padre y vivía a pocas manzanas de la familia Pedraza en compañía de su marido, Roberto, que ya era un hombre bastante mayor, rozando los 85 años. En principio la pareja no precisaba de cuidados más allá de algún que otro favor de su hijo para realizar algunas compras pesadas, acompañarles al médico o simplemente ayudar a realizar determinadas tareas domésticas que, por la edad, era mucho mejor que no las hicieran ellos mismos.

Este último era el caso de limpiar las cortinas. La abuela Lucía las había tejido ella misma hacía unos cuantos años y adoraba su creación con gran intensidad.

—Sí, cariño, pero no te asustes ni te enfades —respondió la señora con la voz nerviosa—. Es que queríamos limpiar las cortinas y el Abuelo se ha subido al taburete y...

—¿Se ha caído?

—Sí, pero no tienes nada de lo que preocuparte. —La mujer trató de explicar velozmente la situación para evitar que a Celia le diera un infarto—. Yo había puesto el taburete cerca del sofá, así que cuando el abuelo se ha caído lo ha hecho sobre el sofá y él está bien, lo único que ocurre es que le duele algo el brazo y creo que debemos ir al hospital a que le echen un vistazo.

Las cortinas, como cualquier otro tejido, debían ser lavadas cada cierto tiempo y, aunque eso se conseguía fácilmente con introducirlas en la lavadora, la dificultad estribaba en el hecho de descolgarlas de la ventana. Esa ardua tarea debía hacerse subido a un taburete, lo cual era un auténtico peligro bajo los pies de la abuela Lucía o del abuelo Roberto. Por eso el padre de Celia repetía constantemente que si necesitaban limpiarlas, le llamaran a él antes de descolgarlas. Pero claro, los mayores y su cabezonería...

Después de hacer un sinfín de preguntas y hablar tanto con el enfermo como con la enfermera, Celia concluyó que era posible que su abuelo tuviera un esguince o una fractura en el brazo. Había que ir al hospital cuanto antes.

Tras suplicarles que no se movieran ni hicieran nada que pudiera poner en riesgo su integridad física, la joven de cabellos oscuros se dirigió al cuarto de sus padres y se vio en la tesitura de despertarles a las ocho y media de la mañana de un sábado para comunicar la desafortunada noticia de que los abuelos habían decidido que el mejor momento para limpiar las cortinas no era otro que ese.

Afortunadamente, Fran Pedraza estaban lo suficientemente cansado para priorizar la salud de sus padres y no maldecir en voz alta. Así la familia al completo se despertó y organizó para atender las necesidades de los más mayores y, con esta gran odisea, a Celia se le olvidó felicitar a Pablo.

—¿A ti te ha parecido que el abuelo estaba muy mal? —le preguntó Alicia a su hermana.

—No, aún bromeaba —dijo Celia—. Para haberse podido romper el brazo está muy tranquilo, pero sí que me ha parecido que reprimía los quejidos...

—Es que tu abuelo no reconocería haberse equivocado ni a punta de pistola —intervino el padre de las chicas—. Es tozudo como el que más. ¿Estáis listas para salir?

La situación requería de dividir en dos grupos a los cuatro integrantes de la familia Pedraza y Moreno.

Por un lado María, la madre de Celia, se quedaría en casa de los abuelos limpiando las endemoniadas cortinas que no habían conseguido ser desenganchadas de la ventana y vigilando que la abuela Lucía no sustituyera a su marido en la mala idea de alcanzar cualquier otro objeto que no estuviera a la altura de sus ojos. Alicia se había ofrecido a ayudar en aquella tarea, no fuera a ser que su madre se cayera también del taburete y ya tuviéramos el lío hecho.

Por otra parte, Fran Pedraza y su hija mayor llevarían en coche al abuelo al hospital porque, aunque el centro médico estaba relativamente cerca del origen de la tragedia, los quince minutos de camino se le hacían cuesta arriba a Roberto, que no podía dar más de dos pasos sin un bastón de apoyo.

Llegaron a la casa de las problemáticas cortinas a eso de las nueve y cuarto. Celia estaba hecha un desastre: no había tenido tiempo para ducharse, seguía en chandal y se había traído unos resúmenes para aprovechar el tiempo que perdería en la sala de espera. No tendría que ver a Pablo hasta la una y media, por lo que pensó que en cuatro horas habría tiempo de sobra para atender la urgencia de su abuelo, cambiarse de ropa y llegar puntual al cumpleaños.

Subestimó la lentitud de la sanidad española.

El mero hecho de ayudar a su abuelo a bajar por el ascensor y montarse al coche ya fue de por sí una autentica aventura que ralentizó varios minutos la hora de salida. Es decir, no llegaron al hospital hasta las diez menos veinte. Pero además, como aquel día quería presentarse catastrófico desde el amanecer hasta el atardecer, el pobre de Fran Pedraza, desesperado por aguantar a su padre y profundamente cansado por semejante madrugada, no encontró plaza para aparcar en toda la calle.

—Mira que me sabe mal que os toméis estas molestias por una tontería así —decía el abuelo—. Tendrías que haber seguido durmiendo en casa, que tampoco es que me duela tanto...

—Papá —interrumpió el padre de Celia—, no me toques las narices. Esto ha pasado porque no escucháis. Os he dicho unas veinte veces que si necesitáis algo me lo pidáis y, cuando yo pueda, vendré a hacerlo. Pero nada, vosotros a lo vuestro...

—Qué cascarrabias eres, Francisco —suspiró el señor—. Cualquiera diría que eres hijo mío.

Roberto era un hombre bastante cómico. No se tomaba las cosas a la tremenda y se diferenciaba de su descendencia en la ausencia de seriedad. Eso le convertía en una maravilla de abuelo pero al mismo tiempo en un auténtico dolor de cabeza a la hora de gestionar las cosas importantes.

—No te preocupes, hijo, a mí me dejas en la puerta y yo me apaño con los doctores... —siguió parloteando el hombre.

—¿Qué tonterías dices, papá? No, tú solo no te quedas en todo el día. Ahora, en cuanto consiga parar el coche en doble fila, baja Celia contigo y te acompaña a urgencias.

La mayor de las hermanas asintió desde la parte trasera del coche. El brazo del abuelo estaba empezando a transformar el color amarillo del hematoma que recientemente se había formado por la caída en un intenso color púrpura. Sin embargo, el hombre se reía y comentaba lo afortunado que era de contar con una preciosidad de nieta como Celia para ayudarle cuando pasaban estas cosas.

—Sí, sí —masculló Fran desde el asiento del conductor—. Da las gracias también por el maravilloso hijo taxista que tienes...

Al igual que subir, bajar del coche al abuelo fue cosa de mucha paciencia. Mucho peor fue llegar al área de urgencias y descubrir que el sistema electrónico a través del cual se tomaba nota de las necesidades de los pacientes estaba roto. Celia y su abuelo tuvieron que hacer cola durante media hora para que una recepcionista de aspecto bastante amargado tomara los datos de Roberto y les indicara a ambos que esperaran en una sala de asientos de plástico feos e incómodos a que alguien les llamara por el megáfono. De pronto ya eran las diez y cuarto. Y eso que ni siquiera les había atendido el doctor.

—Cariño, tú siéntate que yo espero de pie —dijo el abuelo cuando descubrió que solo quedaba un asiento vacío en toda la sala. Al parecer todo el mundo necesitaba atención médica urgente esa mañana.

—Para nada, abuelo —sentenció Celia—. El enfermo eres tú. Yo soy más joven y no me molesta pasarme la próxima media hora de pie.

No obstante, no fue media hora lo que tardó el médico en llamar a Roberto a consulta. Fueron otros inaguantables cuarenta y cinco minutos en los que abuelo y nieta comentaron absolutamente todo lo que se les ocurrió hasta agotar temas de conversación.

—Bueno, ¿y qué es eso que dice tu padre de que tienes novio? Yo creo que eres un poco pequeña para salir con un chico...

Celia dio un respingo al oír eso y miró su móvil preguntándose dónde narices estaría su padre. Tras un rápido vistazo a la pantalla del teléfono, vio que había recibido un mensaje hacía unos quince minutos donde él le avisaba de que aún tardaría en llegar. Al no encontrar sitio para aparcar, Fran se había visto obligado a volver al garaje de su casa y reanudar el recorrido al hospital andando.

—No, abuelo, tengo dieciocho años —respondió escueta Celia.

El señor del brazo herido asintió pensativo.

—¿Y cómo es él?

La joven de ojos color mar se detuvo unos minutos antes de contestar.

—Es muy alto —comentó—. Tiene el pelo castaño y los ojos oscuros. Es guapísimo...

—No, no, Celia. No te pregunto por su apariencia. —Se tocó el pecho—. Te pregunto si es buena persona.

Y por un intervalo de segundo, la chica dudó.

—Sí, claro que sí —afirmó finalmente.

El abuelo Roberto asintió de nuevo, como si no necesitara saber más para aprobar al novio de su nieta. Lo único que deseaba era verla feliz y bien acompañada.

—¿Tiene tu edad o es más mayor?

—¡Mierda, su cumpleaños! —Celia volvió al presente y miró preocupada a su abuelo, sin responderle—. ¡Todavía no le he felicitado!

La noche anterior se fue a dormir a las tantas planeando un extenso texto de felicitación profundo y romántico, sin embargo, los infortunios del día le habían impedido enviarlo. Ahora pensaba que quizá lo mejor sería llamarlo y recitárselo en persona. De seguro que Pablo ya estaría despierto y bastante triste, esperando ansiosamente su felicitación.

—¿Por mi culpa? —preguntó el abuelo Roberto horrorizado—. ¡Nada, niña, llámale corriendo! Dile que este desliz es a causa del torpe de tu abuelo que no sabe ni desenganchar las cortinas de la ventana... Yo te aviso si me llama el médico.

Celia besó a su adorado abuelo en la mejilla y corrió al pasillo para efectuar la llamada deprisa y volver a su vera cuanto antes. Buscó en la agenda de contactos el número de Pablo y esperó pacientemente a que descolgara para felicitarle a lo grande y explicarle la situación tan inesperada que se había planteado esa mañana. Pero se llevó una tremenda decepción cuando la voz de él sonó áspera y repleta de desdén al contestar:

—¿Qué? ¿Te has acordado ahora?

No hacía falta ser experto en emociones para comprender que Pablo estaba enfadado con ella por felicitarle tan tarde. Ella lo entendía y por eso se apresuró a explicarle todo lo acontecido a fin de que comprendiera que nada de esto había sido un despiste adrede.

—Lo primero, amor, ¡muchísimas felicidades! —dijo sonando lo más alegre posible—. Antes de permitirte seguir pensando lo peor de mí, deja que te cuente la mañana que he tenido. Ayer lo dejé todo preparado para felicitarte a primera hora, pero no adivinarás dónde estoy...

Escuchó un tosco bufido al otro lado de la línea. Pues sí que se había cabreado que ni le concedía el beneficio de la duda.

—Bueno, estoy en el hospital —siguió hablando ella.

Ahí Pablo reaccionó.

—Coño, ¿en el hospital? ¿Te ha pasado algo? ¿Estás bien? —le avasalló a preguntas.

—Sí, sí... Yo estoy divinamente, el que está mal es mi abuelo que se ha caído y creemos que podría haberse roto el brazo.

—Ah...

La verdad es que en esa brevísima respuesta Celia echó en falta que su novio preguntara por la salud de su abuelo. Justificó su ausencia de interés en que seguramente la extrañeza de la situación no le había dejado actuar con coherencia. Estaría aún procesando la noticia.

—Oye, ¿a la comida vas a venir o no?

La joven se sorprendió. ¿Eso era lo importante para Pablo? ¿La puñetera comida? Suspiró con pesadez y se mordió la lengua.

—Claro, quedan dos horas para la una y media, pero es posible que me retrase. No nos han atendido, continuamos en la sala de espera y mi abuelo no puede quedarse solo, así que estaré con él hasta que nos confirmen que todo está bien.

—Vaya, pues si que hay gente que enferma esta mañana... —comentó el cumpleañero.

—Eso mismo he pensado yo.

Ambos enmudecieron. No tenían nada más que decirse, por lo que Celia abrió la boca para despedirse y volver al lado de su abuelo con la sensación agridulce que le había producido la conversación. Pero antes de aquello, pasó lo siguiente:

—¿Y si te recojo en el hospital cuando acabéis? ¿Así llegarías a tiempo?

—No, tengo que pasar por casa para ducharme y vestirme. Además, en ese caso debería acompañar al abuelo de vuelta a casa...

—Joder, ¿y no se puede encargar de eso otra persona? No sé, tu madre o algo así...

Una puñalada atravesó el frágil corazón de Celia, que aún se estaba curando de la noche fatídica y empezando a confiar de nuevo en Pablo. Tanto esfuerzo, tanta promesa y de pronto no le había costado ni lo más mínimo espetarle un comentario de lo más frío y egoísta. La realidad de Celia parecía hecha de vidrio y se estaba fracturando. Ya veía las grietas agrandarse cada vez más.

«Roberto Pedraza Girones, consulta 7» dijo una voz femenina desde los altavoces.

—No, lo siento. Tengo que colgar, acaban de llamarnos. —Y colgó sin esperar respuesta.

Una gruesa lágrima descendió por su mejilla lentamente y la chica de cabellos oscuros como el ébano sorbió por la nariz y limpió sus ojos claros antes de volver a la sala de espera y acompañar a su abuelo al médico.

El doctor que atendió a Roberto probablemente llevaba graduado en medicina desde hacía cuatro días pero era un auténtico encanto. Era joven y muy atractivo —al menos esa sensación daba al otro lado de la mascarilla—, llevaba el pelo largo y recogido en un moño y sonreía amablemente tras cada frase que pronunciaba. Celia se obligó a reprimir sus emociones una vez más y a simular que controlaba su vida y era feliz. Esperó pacientemente a que le realizaran las pruebas pertinentes y, cuando su padre llamó avisando de su llegada y consultando a donde debía dirigirse para relevar a Celia de sus funciones, la novia de Pablo sintió una inmensa ansiedad al comprender que debía enfrentarse a algo tan violento como una comida familiar con gente a la que detestaba y otros a los que desconocía por un chico que, ahora lo entendía, no valía la pena.

Un temporizador invisible había empezado la cuenta atrás: Pablo y Celia tenían los días contados.

O las horas.

Ya iba siendo hora de que el cerebro de Celia hiciera "clic". Pablo no es consciente de que con una inocente pregunta que él no considera para nada importante, ha despertado en Celia una estruendosa alarma. Ella ya ha dado varias oportunidades y se ha dado cuenta de que, a pesar del esfuerzo, las cosas no funcionan...

Pero claro, no va a cortar con él el día de su cumpleaños. Eso es demasiado cruel.

Sin embargo...

Dale a la estrellita si te está gustado y prepárate para la explosión nuclear del próximo capítulo (haré todo lo posible para publicarlo a muy tardar el miércoles). ⭐️

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