✰ 58. ¿QUÉ PASÓ DESPUÉS, CELIA?


They told me all of my cages were mental
So I got wasted like all my potential

This is me trying - Taylor Swift

Retrocedamos. Caminemos hacia atrás unos pocos pasos hasta llegar a la noche de emociones fuertes y grandes penurias de Celia y Pablo. ¿Qué pasó después? ¿Cómo hemos llegado hasta la mesa del bar en la que Iván y Sara intercambiaban información? Bien, empecemos por el principio.

Celia bajó las escaleras de la finca de Pablo llorando, con la mirada nublada y la mente ida. Corrió y corrió sorteando a las personas que aún festejaban en las calles de Valencia y de pronto, llegó a su casa. Creyó que entrar en su hogar la protegería de la tristeza y deseó que entre las sábanas de su cama nada pudiera atormentarla.

Estaba realmente mal y quería borrar las últimas horas, retroceder al principio de todo y tomar nuevas decisiones que la llevaran por nuevos caminos. Pero como nada de eso era posible, decidió ducharse.

El agua cayó sobre su cuerpo desnudo a una temperatura abrasadora. Se frotó bien la piel, como si la esponja fuera una goma de borrar y su cuerpo la libreta en la que se había escrito toda su historia. Se embadurnó de jabón con olor a vainilla y no salió de allí hasta que vio sus dedos arrugados. Se sintió un poco más limpia, pero el peso de la humillación y el dolor seguía dentro de ella. Al final, agotada y con un tremendo dolor de cabeza, Celia se durmió con el pelo enredado y húmedo y se despertó cuando su madre la llamó para comer.

Alicia, fiel admiradora de su hermana mayor y pequeña jovencita de corazón puro, achacó las horas de sueño a la resaca post fiesta. Sin embargo, cuando dos días después vio que su hermana no sonreía, dormía tanto como un oso hibernando y no tenía paciencia para hablar con nadie, empezó a sospechar que algo había pasado.

Por otro lado, María Moreno, madre de la afectada, y su buen esposo Fran Pedraza, que a pesar de andar un poco perdido en la trama social y afectiva de su hija mayor no era tonto, empezaron a notar los signos de extrañeza de Celia y llegaron a la misma conclusión que Alicia: algo pasaba. ¿Pero el qué?

La insistencia no sirvió de nada, porque la joven de cabellos color ébano se resistía a reconocer la verdad y esperaba que, a través del método de la omisión, su mente lo olvidara todo. Lo pasado, pasado está. Así que: «Mamá, solo son nervios por los finales. Papá, no te preocupes por nada, en junio se me pasa. Alicia, son los exámenes, te lo juro, es que estoy agobiada».

Siguió con su vida y estudió mucho, muchísimo. Se desentendió de Pablo y de Iván. Se había quemado y las secuelas del fuego aún le dolían. De Pablo no quería saber ni la hora, bastante daño le había hecho ya, y de Iván, por muy buen chico inocente que fuera, tampoco. No estaba preparada para decirle lo que sentía porque, siendo sinceros y objetivos, Celia no sabía ni dónde tenía la mano izquierda. Todo era caos a su alrededor.

Era cierto que los exámenes comenzaban a finales de mayo y ella necesitaba prácticamente un milagro para llegar a todas las materias a tiempo. De hecho, ya se estaba mentalizando al respecto de abandonar alguna que otra asignatura para segunda convocatoria. Por otro lado, su ritmo de estudio se había intensificado por mil. Ahora iba todas las tardes a la biblioteca de la universidad, allí en Burjassot, y no regresaba a casa hasta la hora de cenar.

No obstante, no se puede huir de los problemas porque ellos siempre nos encuentran. A Celia la encontraron una tarde cualquiera cuando regresaba a su casa tras una dura jornada en la facultad. El metro se detuvo en la parada de la Calle Colón y la joven cuya vida ajetreada no le permitía más tregua de la estrictamente necesaria, se cruzó inesperadamente, subiendo las escaleras mecánicas, al protagonista de su último infierno: Pablo Aguirre la esperaba apoyado en la barandilla blanca que había nada más salir de la boca de metro.

Sus enormes ojos azules colisionaron con los misteriosos y marrones de él. Celia se detuvo en medio de la calle, estupefacta, sin verbalizar una sola palabra.

—Hola... —dijo Pablo acercándose rápidamente hacia ella.

Instintivamente Celia retrocedió un paso y se sobresaltó. No le quería cerca y un fugaz recuerdo de la otra noche se coló en su mente.

—Tengo que hablar contigo, por favor, no me coges las llamadas, he esperado durante una semana entera y... ¡No puedo más! Necesito que me escuches, te lo suplico. —Le bombardeó con ruegos y ella, aún desubicada y sin saber cómo reaccionar, se quedó quieta.

—¿M-me estabas esperando? —alcanzó a verbalizar al final.

—Sí. Claro que sí. Te llevo esperando durante una hora.

Y de nuevo a Celia le latió el corazón a mil por hora y se quedó paralizada observándole inexpresiva. Lo cierto es que esa confesión le había puesto nerviosa.

—¿Cómo sabías que estaría aquí?

—No lo sabía, por eso llevo una hora esperando. Pero imaginé que tarde o temprano aparecerías... Sueles salir de la biblioteca más o menos a estas horas y siempre bajas en esta parada de metro...

Las personas deambulaban frente a ellos sin prestar atención a la situación. A ojos externos, aquello no era más que dos muchachos inofensivos parloteando en la parada de metro. Pero para Celia, que Pablo hubiera pasado el día planeando forzar un encuentro con ella, le desestabilizaba.

—No quiero hablar contigo —dijo y reanudó el camino hacia su casa.

—Celia, por favor, déjame hablar. Será solo un minuto y luego, si no has cambiado de opinión, podrás marcharte y te prometo que no volveré a molestarte.

—No, Pablo —repitió sin dejar de caminar.

—¡Por favor! ¡Escúchame! —Y cruzó la barrera de lo correcto a lo incorrecto: se interpuso entre ella y su destino para obstaculizarle el camino—. ¡Lo siento! Me equivoqué y te hice muchísimo daño. ¡Lo siento! Lo único que pido es tu breve atención para explicarte por qué lo hice...

—¡He dicho que no! —Celia trató de esquivar a Pablo y él volvió a obstaculizarle—. ¿Qué coño te pasa? ¿Es que no me oyes? No quiero verte, ni hablar contigo, ni soportar tus estúpidas disculpas porque lo que has hecho, hecho está. No hay vuelta atrás y no sirve de nada...

Él la agarró del brazo con suavidad, obligándola a detenerse. La miró a esos ojos azules tan brillantes e inusuales y descubrió que empezaban a nacer lágrimas en ellos. Celia estaba muy dolida por su culpa, ahora lo veía y entendía muy bien por qué.

—Me hiciste mucho daño, idiota —dijo ella entre sollozos—. Me atacaste donde más me dolía y cedí a hacer algo que no quería solo por demostrarte... —Soltó una carcajada vacía—. ¡No sé ni por qué narices lo hice! ¡Es humillante! ¡Me siento estúpida por haber seguido contigo! No te mereces ni un segundo de mi atención...

—Tienes razón, lo siento, lo siento tanto...

Celia enfrentó los oscuros ojos de Pablo. Él también se esforzaba por retener sus lágrimas y sus disculpas se notaban sinceras. Nunca había podido leer la mirada oscura de él, salvo ese día. Estaba sufriendo y era más que consciente de su error. Sabía que la estaba perdiendo y que toda la responsabilidad recaía en él.

—Por favor, Celia, por favor, déjame explicarme —repetía sin cesar.

Así que le dejó hacerlo.

—He perdido el norte por completo —dijo Pablo—. Me convencí de que te gustaba Iván y me obsesioné por quitarle de en medio. La forma en la que he actuado estas Fallas no es ni por asomo como soy yo en realidad. No sé qué me ha pasado... Era tan consciente de que te estaba perdiendo... Tenía que hacer algo, estaba paranoico y entonces Marta me enseñó tus fotos cenando con Iván que, antes de que me interrumpas, me parece bien. Me parece bien que sea tu amigo si tú dices que solo es eso. De verdad, se acabaron los celos y las inseguridades. —La agarró de las manos y Celia no opuso resistencia, aunque seguía llorando—. No volveré a dudar de ti ni a obligarte a nada que tú no quieras. Por favor, perdóname. Te quiero más que nadie, de verdad, eres toda mi vida. No tienes ni idea de lo insoportable que ha sido esta semana sin ti. Te lo suplico, vuelve conmigo.

—Pero... —Y sus palabras se quedaron atascadas en la garganta. No sabía qué decir. Él la miraba suplicante.

—Te prometo que cambiaré. Te juro por mi vida que no volverá a ocurrir algo así. Te quiero, Celia, y confío plenamente en ti. Si dices que no pasó nada entre vosotros, te creo.

Pablo era sincero. No estaba engañando a nadie, ni jugando con Celia. Él la quería de verdad y hacía esa declaración sin intenciones ocultas y con objetivos auténticos. Soportaría a Iván si eso era necesario para no perderla. No habría sexo si ella no se sentía preparada para ello. Haría lo que fuera necesario para reconquistarla, porque eso era el amor verdadero: esfuerzo, persistencia y máxima dedicación.

Era tan intensa su declaración y tan sinceras sus palabras, que llegaron hasta el fondo del corazón de Celia. A pesar de todo, seguía insegura, no se fiaba y miraba de vez en cuando a Pablo intentando dar con la trampa. No encontró ninguna.

—Aún me duele —dijo ella tímidamente, tocándose el lado izquierdo del pecho, donde está el corazón. El rostro de Pablo se hundió en la máxima tristeza.

Ambos enmudecieron, exhaustos y dejaron el tiempo pasar, uno mirando al otro. Y entonces, el corazón de Celia se ablandó.

—¿Quieres que nos tomemos algo antes de cenar? —propuso frotándose los ojos con las mangas de su chaqueta—. Tengo sed.

Los ojos de Pablo brillaron de emoción y asintió.

No le perdonó ese mismo día, pero sí que cambió su percepción. Quedaron unas cuantas veces más: para tomar un café en alguno de sus descansos de estudio, para ir a pasear a los jardines... Y la actitud de Pablo era una auténtica sorpresa. No forzaba la situación ni lo más mínimo. Solo disfrutaba de la diminuta oportunidad que le brindaba Celia y hacía lo posible porque ella la disfrutara con él.

Al principio Celia no bajó la guardia. Salía con él solo para descansar la mente de tanto estudio y de paso, observaba cuánto duraba el repentino cambio de actitud de Pablo. Tenía curiosidad y en el fondo le gustaba volver a entrever al chico seguro y decidido del que se enamoró tres meses atrás. Le sorprendió que no decayera su ilusión y, poco a poco, empezó a sentirse segura a su lado. La guardia que tan alta había permanecido después de Fallas, bajó cada día un poco más y, cuando menos se lo esperó, volvió a reírse a su lado, a sentirse tan querida como al principio y a buscarle cada noche entre mensajes de WhatsApps y llamadas perdidas.

Así que, algo más tranquila, se sumió de nuevo entre libros y apuntes kilométricos, dejando fluir de nuevo su relación con Pablo y empezando a convencerse de que aquello solo había sido un bache en el camino. Su Pablo seguía allí.

Como fiel cómplice de despistes y ansiedad pre-exámenes, Rebeca llevaba acompañando a Celia en toda esa desagradable aventura —la que se refería a los estudios, pues la de su relación la soportaba ella solita como una campeona— cumpliendo sus mismos horarios y echándose un cable mutuamente. Las cargas siempre son más ligeras cuando se comparten con alguien y además estaban dando unos frutos preciosos, pues cada instante que Celia compartía con Rebeca se sentía más afortunada de haber encontrado a esa buena amiga.

Por otra parte, no todo en Fallas habían sido catástrofes. Una de las mejores consecuencias fue que Celia había hecho grupo con sus compañeros de clase, por lo que, de tanto en tanto, Aida, Fátima, Marc, Carlos y los demás se unían a la sus sesiones de estudios con Rebe y amenizaban la depresión estudiantil.

—Si caemos que sea juntos —repetía Marc a modo de mantra—. Aquí no se deja a ningún soldado abandonado, ¿entendido?

—Recuerdos de Vietnam —murmuraba Aida al oído de Celia, mientras la otra se deshacía entre carcajadas—. Le traumatizó de por vida. Perdió muchos compatriotas. Especialmente, durante la selectividad.

—Ya verás que rápido se olvida del resto cuando apruebe y los demás suspendamos —predijo Carlos, sonriendo—. Me juego el cuello a que Marc nos abandona en la trinchera y se va a la playa sin remordimientos.

—Habla por ti, Carlitos —respondió Rebeca—. Yo aún tengo esperanzas en aprobarlo todo a la primera.

La biblioteca no era tan luminosa como a Celia le hubiera gustado. Además, la luz provenía de flexos y tubos fluorescentes, lo cual resultaba doloroso para la vista. Ella prefería la natural, pero ¿qué iba a hacer? Mejor estudiar en un lugar habilitado para ellos y donde el silencio era el mayor protagonista, que hacerlo en su diminuta casa con su ruidosa familia. Le gustaba ver a Marc sentado frente a ella, mordiendo un boli y frotándose los ojos cada dos por tres. Se preguntaba cuánto tardaría en romper el material y salpicar la tinta azul por todo el escritorio. Eso sería divertido, para variar.

—Celia —susurró Rebeca, sentada a poca distancia—. Celia. ¡Psss!

La joven de cabellos oscuros tardó en percatarse de que la llamaban. Estaba realmente concentrada en el bolígrafo de Marc. Tuvo que ser Aida, sentada justo a la derecha de Celia, quien le diera un codazo para hacerla bajar de las nubes.

—¿Eh? —murmuró desorientada.

—Te llama la comandante.

Desde que Marc hizo la broma de los soldados, Aida no podía dejar de hablar como si la hubieran reclutado en las Fuerzas Armadas. Copiaba las expresiones de películas bélicas y aportaba una pincelada de humor a los días. Celia sonrió y buscó con la mirada a Rebeca, quien simuló llevarse una taza ficticia de café a la boca. Supongo que aquello significaba que si le apetecía un breve descanso para tomar algo juntas y, puesto que Celia perdía el tiempo contemplando a Marc destrozar material de papelería con los dientes, aceptó la oferta sin miramientos. Después invitó al resto del grupo a acompañarlas, que se sumó con la misma rapidez que un ave rapaz a la caza de su presa.

—Qué gusto poder hablar sin destrozarme la garganta susurrando —dijo Arnau cuando ya estaban fuera de la sala—. ¿Queréis que pidamos café mejor en la cafetería de la universidad o preferís la máquina del Inframundo del pasillo?

—Sí, mejor —asintió Rebe—. Como me tome otro más de ese estúpido trasto, moriré envenenada. ¡Es horrible! ¿No os sabe a tristeza y amargura?

—Si le echas mucha azúcar no se nota —comentó Celia—. Aunque a este paso acabarán diagnosticándome diabetes. Voto a favor de la cafetería.

Entre risas y ocurrencias sobre el sabor del café y la decoración de la biblioteca, el grupo salió del edificio para buscar la comodidad de un local ambientado y establecido con el único fin de servir bebidas y bocadillos al alumnado. Cuando ya estuvieron todos sentados con sus respectivos pedidos sobre la mesa y las caras de sueño, cansancio físico y agotamiento cerebral, bostezando cada dos por tres, Arnau esbozó una de sus divertidas sonrisas e inició la conversación más entretenida que se le pudo ocurrir. Si el pelotón necesitaba ánimos, él los daría.

—Bueno, Rebe, ¿cuándo le piensas decir a Vicent que te gusta?

La pobre víctima del interrogatorio se quemó la lengua con el primer sorbo de café con leche y tuvo que soportar la humillación de sus amigos al reírse de ella.

—Pobrecita, Arnau —dijo Marc—. No le ataques de esa forma tan inesperada. No ha tenido tiempo ni de prepararse.

—Así es más natural —alegó el otro, encogiéndose de hombros—. Rebe, aquí somos todos de confianza. Puedes decirnos lo que quieras.

Se llevaban muy bien, pero tanto como para ahondar en los secretos de la cabeza de Rebeca, no. La de cabello rizado escrutó al grupo sonrojada: Arnau, Marc, Aida, Fátima, Carlos y Celia. Un poco más y se enteraba la clase entera.

—Sois imbéciles —respondió haciéndose la orgullosa—. A mí no me gusta Vicent.

—Mira, ya te empieza a crecer la nariz como a Pinocho —se burló Carlos.

—Carlitos, déjala en paz, anda —intervino Celia, conciliadora—. Si dice que no le gusta, es que no le gusta, ¿vale?

—Pero es que parecen tontos, si se gustan los dos —suspiró el aludido.

Como si los efectos de sus palabras poseyeran la fórmula de un hechizo mágico, Rebeca se irguió e inclinó el torso hacía Carlos.

—¿Te lo ha dicho él? —preguntó, ansiosa.

—No, pero se nota.

La energía de la susodicha se desvaneció velozmente y, con toda su decepción, procedió a desinflarse como un globo y dejarse caer sobre la silla con cara de pena.

—Ves como le gusta —le murmuró Marc a Celia.

—Tú no eres muy avispado, ¿eh?

—Detecto hostilidad en tus palabras, cadete.

—Y yo inutilidad en las tuyas, oficial.

—¿Quién tiene mejor rango de los dos?

—No lo sé, lo de las referencias militares es tuyo y de Aida.

La verdad es que desde las fiestas de Marzo, Marc y Celia habían mejorado mucho en su relación. En primer lugar, se reconocían amigos sin miramientos. En segundo, era una amistad educativa la suya. Celia no cesaba en corregir a Marc cada vez que le escuchaba decir burradas sobre alguna chica, le daba charlas sobre cómo comunicarse sin presuponer que él ya sabía lo que quería una mujer sin preguntarle y le golpeaba en el brazo como reproche si le oía decir un calificativo despectivo sin fundamento. A cambio, Marc se había tragado sin interrupciones el conflicto mental de Celia entre Pablo e Iván, con todas sus ramificaciones, y, lo más importante, no la juzgaba. Siempre le animaba a seguir a su corazón, consejo estándar que se da cuando no se tiene ni idea de qué decir al respecto.

—No me gusta Vicent —repetía Rebeca con cara de indignación—. Os lo juro. No me gusta ni un poquito.

—No te lo crees ni tú —decía Arnau, hurgando en la herida—. Se te nota en los ojos.

—¡Que no! Mira, te lo voy a demostrar.

Rebe se puso a buscar el móvil con un nerviosismo que delataba su verdadero estado de ánimo. Cuando dio con él, comenzó a deslizar su pulgar por la pantalla buscando algo que enseñar y, finalmente, al cabo de dos minutos que se hicieron eternos al resto del grupo, reveló la pantalla de su teléfono.

—¿Eso qué es? —preguntó Marc, confuso.

—Eso, tonto del bote, es la bandeja de entrada de la app de Soulmates.

—¿Y qué app es esa?

—¿Cómo que qué app es esa? La de citas que sale anunciada en la tele a todas horas. Para conocer gente y quedar...

Aida, poco convencida con la exposición de la prueba, se abstuvo de hacer comentarios por no ofender a la implicada. Por otra parte, Arnau tuvo menos reservas.

—Eso no quiere decir que no te guste Vicent.

—Si me gustara Vicent, no me descargaría aplicaciones de citas —bufó la otra, como si la explicación fuera obvia—. Mira con cuánta gente hablo...

Nadie dijo nada porque ni la propia Rebeca se creía sus palabras. No hacía falta más que mirarla hablar con Vicent. Se sonrojaba a la mínima y reía todos y cada uno de sus chistes. Tenía tendencia a jugar con sus rizos, nerviosa, y sonreía bastante embobada, más en las nubes que en tierra firme.

El descanso, que se prolongó casi tres cuartos de hora, se vio interrumpido por el inicio de repetidas gotas de agua que caían incesantes desde el cielo. Empezaba a llover, algo bastante habitual en el mes de abril. A Celia la lluvia le recordaba a Iván y su noche mágica fumando un porro y riendo por cualquier cosa, en consecuencia, le entristecía.

Si uno lo pensaba, era curioso que su mente asociara el clima a ese recuerdo y no al de aquella vez en que Pablo y Celia hicieron las paces, de la forma más romántica posible, frente al Café Vértigo y con la lluvia empapando sus cuerpos.

Iván seguía demasiado incrustado en su subconsciente. Al parecer, más que Pablo.

Sabemos cómo está Iván, sabemos cómo están las chicas —gracias al testimonio de Sara en el capítulo anterior— y ahora descubrimos cómo está Celia y por qué no rompe con Pablo. 

Nos quedan unos pequeños detalles por revelar: ¿por qué Celia bloqueó a Iván? ¿Por qué ya no sale tanto con sus amigas? En principio no parece que volver con Pablo haya sido algo del todo negativo, pero aun así nuestra chica no parece sentirse del todo libre. 

Ojito con el grupo de la universidad que en esta parte tienen un papel importantísimo. 

Habrá que analizar con lupa esta relación para comprenderla mejor. En el próximo capítulo, se dará una situación que desencadenará un conjunto de eventualidades que no tendrán freno. 

Ya tenemos el contexto tras las Fallas y ahora toca mucha acción.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top