✰ 52. EL HADA MADRINA

Tantas mentiras que al final no veo
Nunca fui bueno para distinguir
Al fin y al cabo, siempre me las creo

Cómo te atreves - Morat

18 de marzo.

¿Cuál es el límite que hay que rebasar para considerar que se cometió una infidelidad? Se conoce que tener sexo con otra persona sin conocimiento y consentimiento de la pareja es una infidelidad. Una mayoría considerable afirma que no tiene por qué haber sexo, basta con besos y caricias. Algunos más quisquillosos creen que flirtear con desconocidos o conocidos también entraría dentro del pack del adulterio. Un reducido número de personas incluyen entre estos comportamientos el simple hecho de desear a alguien distinto a la pareja.

La cuestión es que la línea divisoria es diferente para cada persona, lo cual se traduce en que solo depende de Pablo y Celia asignarle un determinado valor a la noche de lluvia y bares cutres con Iván. No hubo sexo, tampoco besos apasionados —aunque esto último de milagro—. Sí que hubo coqueteo y era evidente que se deseaban tanto que dolía contenerse. ¿Y ahora qué?

Extrañamente existe un juicio más duro que el social: aquel que cada uno hace sobre sí mismo. Pablo podía pensar lo que quisiera que ya tenía Celia suficiente con su crítica autoexigente. Ella se sentía mal, culpable, egoísta y malvada. Le fue infiel a Pablo, no física pero sí espiritualmente, porque no solo no le importó recibir un beso de Iván, sino que lo deseó con todo su ser y se entregó en cuerpo y alma. Celia se hubiera abalanzado sobre su vecino con toda la pasión del mundo: sin límites, sin reparos, sin nada más separando sus cuerpos que el poco aire que pudiera filtrarse entre ellos. Ese era el nivel de deseo que sentía ella por él y, al mismo tiempo, ese era el principal motivo que le llevaba a sentir que traicionaba a Pablo.

Por todo aquello y unos pocos y desafortunados imprevistos más, el día dieciocho de marzo fue sinónimo de una explosión nuclear, metafóricamente hablando. Todos los secretos estallaron y los mayores temores de Celia se hicieron realidad.

Empezando por el principio, la joven de cabellos oscuros como el ébano se despertó a las diez de la mañana y desayunó con su amor prohibido en el más absoluto de los silencios. La complicidad del día anterior no se había desvanecido por completo, pero casi. Se sonreían tímidamente, rehuyendo la mirada del otro. Ninguno era capaz de articular palabra que evocara los recuerdos del ayer y los sentimientos que ello acarreaba.

Ajeno al debate interno de Celia, Iván sabía que sus actos a partir de ese viernes eran decisivos para provocar un cambio de opinión en la chica de sus sueños. Tenía que actuar con madurez, elegancia y humildad. La cosa es que no sabía muy bien cómo se hacía eso.

Se había levantado con el olor a nervios, preocupación y culpabilidad de su vecina inundando el ambiente, lo cual no facilitaba la situación. La chica de ojos claros, que recién levantada era tan bonita como en cualquier otro momento, tenía unas leves ojeras y manifestaba un evidente agotamiento mental, cuyo origen no podía ser otro que haber pasado la noche con Iván. El chico pensó que de alguna forma el espíritu de Pablo estaba entre ellos impidiéndoles ser igual de felices que en el bar Buena Vista. Eso le cabreó bastante.

—He pensado ir a la Mascletà con Alberto y Jorge. ¿Quieres venir? —Creyó que meter a sus amigos en el embrollo ayudaría a calmar las aguas.

Ella se lo pensó muy bien antes de rechazarle.

—Mejor no, yo... tengo mucho que hacer.

Toda Cenicienta tiene su hada madrina y no para que le regale un vestido azul como el cielo y unos hermosos e increíblemente cómodos zapatitos de cristal. Al parecer, la función principal de esa mágica guardiana es dar un impulso a su querida ahijada para que pueda conseguir todo lo que se propone. Para ser justa, en el caso de Celia el hada en cuestión se turnaba en los rostros de Inés, Sara y Rebeca, pero adoptaba con más habitualidad el de la señora de la casa y madre de las dos bellezas de pelo oscuro que habitaban en ella: María Moreno, progenitora del amor platónico de Iván.

Así la mujer que dio vida a la razón de esta historia escuchaba discretamente la conversación de su hija con el invitado de honor y decidió interrumpir la tortuosa escena con la vaga excusa de hacerse un café.

—¿Qué tienes que hacer tú en Fallas? —le preguntó a la mayor de sus hijas.

«Le pido que me acompañe al oftalmólogo y me dice que ya soy mayor para ir sola a graduarme las gafas, pero ahora que pretendo gestionar mi vida sentimental decide entrar a opinar y ponerme en entredicho frente a Iván» pensó Celia «Mamá, para decidir con quién salgo y dejo de salir no te necesito»

—Tengo que solucionar unas cosas —murmuró entre dientes la primogénita.

—¿Qué cosas?

—Cosas que no te interesan, mamá —terminó por espetarle.

—Discúlpame, hija mía, no sabía que tu vida fuera tan secreta —comentó sarcásticamente la mujer, y miró a su vecino con una tierna sonrisa pintada en la cara—. Pues nada, Iván, mi misteriosa hija está terriblemente ocupada esta mañana. ¡Pásatelo muy bien en la Mascletà con tus amigos! ¿Comes con nosotros?

—No, María, me quedaré por la Plaza del Ayuntamiento con los chicos. Algo picaremos en algún bar, si es que encontramos sitio. Pero muchas gracias por todo, me habéis hecho un favor tremendo al dejarme pasar la noche aquí.

Mientras Iván quedaba como el mejor invitado del universo y María aprovechaba para saber si desde su piso también se escuchaba a la vecina del oboe tocar a mediodía, Celia se escabulló a su habitación. Recapituló los eventos del día anterior: Iván llegó a su casa, Celia llamó a Pablo para comentarle la situación y que no hubiera malentendidos, Pablo le propuso ir a verla y ella le rechazó, luego Pablo metió la pata y habló mal de Inés y finalmente Celia defendió a su amiga y la conversación telefónica culminó con comentarios subidos de tono. Después de eso: silencio. Ni un mensaje de Whatsapp, una historia de Instagram con la letra de una canción triste, una llamada perdida de madrugada... Absolutamente nada.

La chica era plenamente consciente de que ocurrieron mil razones por las que Pablo podría estar enfadado con ella pero se suponía que él no las conocía. Eso quiere decir que su novio no contestaba a los mensajes a causa de la discusión telefónica y no por los hipotéticos besos que quiso darle Celia a Iván. En fin, una mala señal como la copa de un pino.

A pesar de todo, se sentía culpable. Pablo llevaba actuando mal desde que empezaron las fiestas, pero no es que ella estuviese comportándose mucho mejor. Contó las horas desde la última vez que hablaron: doce. Era tiempo suficiente para haber calmado las aguas así que, decidida, se aventuró a mandar el primer mensaje conciliador.

CELIA 11:04

¡Buenos días! ¿Te apetece que nos veamos hoy? Podemos ir a la Mascletà juntos o a ver la Ofrenda 🥰

Envió el mensaje insatisfecha. Ella era una ferviente creyente de que nunca hay que dejar un problema sin resolver y en consecuencia debía hablar con Pablo sobre la noche en que Inés y él tuvieron aquel desagradable roce, así como del comentario tan desafortunado que había hecho sobre su amiga.

CELIA 11:05

Me gustaría que habláramos sobre ayer. Odio que discutamos. ¿No sientes lo mismo?

Envió el segundo mensaje tratando de proyectar a través del texto lo mucho que le importaba su relación y esperó con impaciencia una respuesta. Primero tumbada sobre su cama con los ojos puestos en el chat, luego dando vueltas en círculos por el poco espacio disponible en el cuarto mientras trataba de evadirse ordenando algunos trastos.

Cuando estaba a punto de tirarse de los pelos y caer rendida sobre la cama como un saco de patatas, escuchó cómo unos nudillos golpeaban suavemente la puerta.

—¿Puedo pasar? ¿Estás visible?

La voz de Iván la sobresaltó y Celia dejó que el teléfono se precipitara al suelo en un golpe seco. Afortunadamente aquel aparato con una extraordinaria memoria, aguantaba los golpes como un saco de boxeo. Lo recogió. Como decía, sin rasguños.

—Sí, pasa.

Abrió la puerta y entró vestido con ropa de calle de ayer ya seca. Tenía el pelo mojado cayéndole por la frente, los pantalones negros recién lavados, una sudadera gris y un chaleco de pluma a juego. Estaba muy guapo, tanto que le dificultaba a Celia aclarar sus sentimientos. ¿Por qué era todo tan difícil?

—¿Te has duchado?

—Sí, hace un rato. Llevas más de media hora en la habitación encerrada, pensaba que te habías vestido.

Celia agachó la mirada para comprobar que, efectivamente, seguía vistiendo el pijama rosa de estrellas y lunas. Le sonrió tímidamente y sintió cómo sus mejillas se tintaban de un suave rojo.

—Estaba...

¿Cómo lo decía? ¿Estaba paralizando su vida a la espera de un masaje de Pablo? ¿Estaba al borde del infarto porque sentía haberse comportado como una mierda de persona? ¿Estaba hecha un torbellino de emociones porque no tenía claro qué o a quién quería?

—Se me ha ido la cabeza con otra cosa —dijo al final, restándole importancia—. ¿Te marchas ya?

—En cinco minutos pasa Alberto a recogerme. ¿Estás segura de que no quieres venir?

—Sí —respondió rápidamente.

—En ese caso, me despido ya.

El chico se acercó a ella para besarla en la mejilla. Al aproximarse, ella respiró profundamente su viril olor y sintió que un extraño retortijón se apoderaba de su vientre. Nervios, deseo... Iván depositó un tímido beso en un pómulo y luego añadió uno más en el otro. Cuando se apartó, sonreía.

—Anoche me lo pasé muy bien.

—Yo también —respondió Celia, tan bajito que casi no le oyó.

Él la miró unos segundos, tratando de descifrar qué ideas circulaban por esa cabecita morena y luego se fue. Celia no le acompañó a la puerta para despedirlo, pero escuchó cómo lo hacía su madre por ella.

La culpabilidad, enemiga de cualquiera, la estaba torturando por dentro. Ella siempre había aborrecido a los infieles y de pronto era uno de ellos. ¿Cómo había ocurrido? ¿Por qué inició su relación con Pablo si es más que evidente que sentía algo por Iván? Dándole vueltas a estos acertijos pudo recordar a su novio regalarle una libreta blanca hacía solo cuatro días y se percató de que ella no era tan tonta como se sentía: amaba a Pablo del mismo modo que amaba a Iván. Si quería que esta historia no concluyera de forma apocalíptica, ya le valía elegir a uno de ellos cuanto antes.

La puerta de su cuarto volvió a abrirse, asomando la alegre cara de su madre con una tierna sonrisa pintada en el rostro. Llevaba dos tazas de chocolate caliente, una en cada mano, e hizo ademán de ofrecer una de ellas a su hija.

—¿Te apetece?

—Vale.

La descendiente se alzó de la cama para recibir a su ascendiente. Con semblante moribundo cogió la taza y caminó cual fantasma errante hasta el salón. La luz del mediodía se filtraba por la ventana de una manera hermosa, como un rayo de esperanza entre tanta incertidumbre.

—Hoy hace mucho mejor día —comentó la mujer, recordándole a su hija que la lluvia fue testigo de su casi beso con el vecino del noveno.

Celia, deprimida por cosas que en realidad no son tan importantes, salió al balcón y se sentó en la pequeña silla de madera con la pasividad de las personas tristes. A pesar de todo, la suave brisa de marzo, los rayos del sol azuzándole en la cara y el ruido de la gente siendo feliz fuera, consiguieron que esbozara una leve sonrisa.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su madre.

—Nada.

—El que nada no se ahoga.

—Eso lo dice la abuela.

—Lo dice media España, hija mía.

A Celia le encantaba su madre. Realmente pensaba que había tenido la mayor suerte del mundo de nacer en aquella familia y no en otra. María Moreno era divertida, irónica, inteligente y tierna a la vez. Tenía sus defectos, como todos. En su caso, solía ser demasiado directa con los comentarios, le costaba filtrar las palabras inadecuadas para determinadas situaciones y se jactaba de ser una sabelotodo incluso cuando no tenía la más remota idea. Sin embargo, siempre sabía qué decir y hacer para que sus hijas no sintieran que el mundo podía con ellas. Eso era un superpoder que la mayor de las Pedraza agradecía de todo corazón.

—Hace dos meses que tengo novio —le soltó de sopetón sin levantar los ojos del chocolate para no enfrentar la mirada inquisitiva de su progenitora.

—Algo me olía yo —respondió la madre, adoptando aires de superioridad al hacerlo—. Llevas actuando raro desde entonces. Aunque he de decir que no me esperaba que salieras con el vecino. Es guapísimo pero un poco mayor para ti. ¿Cuánto os lleváis?

—¡Mamá! —alzó la voz Celia indignada—. Mi novio no es Iván.

—¿Ah no?

María abrió la boca sorprendida y miró a su hija de arriba abajo, cuestionándola. Solo le faltaba eso a la joven de cabellos oscuros para sentirse todavía más culpable.

—Claro que no. Es otro chico, se llama Pablo... Es amigo de Iván. Bueno, era amigo de Iván, ahora no se pueden ni ver las caras... Es una historia tan larga que me da pereza contarla —bufó con el ceño fruncido y los labios apretados formando una fina línea.

Su madre miró el reloj blanco que adornaba elegantemente su muñeca y tras fingir una cómica expresión de mujer ocupada le concedió a su hija tiempo de sobra para contárselo.

—No son ni las once y media —musitó—. ¿Qué te parece empezar por el principio? ¿Cómo os conocisteis?

Había relatado esta historia tantas veces, que las palabras salieron de Celia de forma automática. Otra vez la fiesta de enero y las mil consecuencias que había desencadenado: sus dudas, sus inseguridades, sus temores... No tenía muchos secretos con su madre, pero sí algunos. Arrancó con pocas ganas y de pronto estaba tan metida en su propia narración, necesitada de justificar cómo habían derivado los actos, que se dio cuenta de que hablaba más deprisa, tropezando con las palabras, ahogándose en su respiración y sintiendo que el corazón se le escapaba del pecho.

Se calló muchas cosas. Como las visitas al piso de Paterna para soltar toda la pasión que le provocaba mirar a Pablo o las ganas que tuvo anoche de besarse con Iván hasta quedarse seca de saliva. Reconoció que el vecino le atraía un poco y había descubierto que era una persona mucho más encantadora de lo que en un principio le había parecido. Habló y habló hasta que el reloj marcó la una menos cuarto. El chocolate se había enfriado y ella no había dado un solo trago a la bebida.

—Caray, hija, qué vida tan emocionante. —Fue lo primero que expresó su madre cuando vio que Celia había terminado su monólogo—. Tómate la taza, que ya debe de estar helada.

—Está tibia —reconoció.

—No conozco a Pablo, así que es difícil juzgar... Pero cariño, te acabas de enamorar por primera vez y ni siquiera sabes qué quiere decir eso. Eres muy joven... No me pongas esa cara de malas pulgas, Celia. Ya sé que no te gusta oírlo, pero es verdad, tienes dieciocho años y la vida por delante. Es muy posible que te enamores tantas veces que un día casi ni recuerdes a Pablo o Iván.

—No me estás ayudando...

—¿Quieres saber lo que yo veo? Estás más irritada que nunca. Has vuelto a padecer ansiedad hasta el punto de tener un ataque y ocultármelo. Tuviste problemas muy serios con eso en el colegio y fuiste a una especialista para tratarlo. No es una buena señal que esos síntomas hayan regresado.

—Bueno, el amor es eso ¿no? Una montaña rusa. A veces estás en la cúspide y otras la caída te sorprende con una violencia abrumadora.

—No, Celia, te equivocas. El amor no te hace sufrir, no debe doler, no debe provocarte ataques de ansiedad, ni pelearte con tus amigas, ni hacerte sentir culpable. El amor es algo bueno, lo cual no quita que haya discusiones y te entristezcas de vez en cuando. El amor de verdad, el único válido, debe obsequiarte con estabilidad emocional.

Así es como María Moreno iluminaba el camino a sus hijas: con discursos tan bonitos como veraces.

—¿Quieres decir que no quiero a Pablo? ¿Que lo que siento por él no es real?

—En absoluto. Claro que lo quieres, posiblemente muchísimo. Pero querer no lo es todo, tiene que funcionar sin que uno pisotee al otro.

—¡Él no me pisotea! —exclamó exaltada—. Es la persona más buena del mundo, simplemente hemos tenido una pelea y yo me siento confusa. Papá y tú también discutís a menudo y no por eso dejáis de quereros.

Su madre la miró con la compasión con la que se mira a los inocentes y a los ignorantes.

—Pero algo no anda bien —dijo—. Estás triste, agobiada, irritada y enfadada casi todo el rato.

—Ni siquiera conoces a Pablo y ya estás aconsejándome que rompa con él. ¿Es porque he dicho que es mayor que yo? Eso no debería ser un motivo para terminar una relación.

—No soy tu enemiga, Celia, soy tu madre y solo pretendo ayudarte como he hecho siempre. Estás actuando a la defensiva, ¿no lo ves? Pensaba que tenía que ver con la facultad, que la carrera te estaba llevando al límite, pero ahora entiendo que es...

—¿Que es qué? ¿Pablo? —gritó airada—. Estoy harta de que todo el mundo intente que rompa con él, es como si os hubierais puesto de acuerdo. Inés, Marcos, Iván... ¡Ya basta!

—Yo no te he dicho que rompas con nadie, Celia. Si lo que tú entiendes por una conspiración contra Pablo, es tomar conciencia de los problemas de tu relación, es que estás demasiado perdida.

En un arrebato de furia, la joven se levantó y entró en su habitación pisando fuerte, abandonando la taza de chocolate vacía en la mesita del salón. Escuchó a su madre seguirla con tranquilidad, como si no fuera consciente de lo horrible que estaba resultando todo para ella.

—¿Por qué no has ido con Iván a la Mascletà? —le preguntó.

—¡Porque no quiero!

—¿Porque no quieres o porque no puedes?

—¿Qué insinuas?

—Que un amor que coarta, no es amor.

Con todo el mal humor del mundo en el cuerpo y un ataque de histeria a punto de asomar al exterior, Celia salió del campo de visión de su madre cerrándole la puerta en la cara para echarse a llorar en su cama de la forma más dramática del mundo. Ni Aurora en La Bella Durmiente, Ariel en La Sirenita o Cenicienta en su propia obra podían hacer competencia a la exagerada escena que se desarrollaba en el cuarto de la joven de ojos claros.

No lo entendían. No podían entenderlo. Por mucho que intentaran pintar a Pablo como el novio tóxico de la película, ella sabía que no lo era. Pablo la quería, lo había demostrado desde el día en que se conocieron. Había sido un novio bueno, leal, la había apoyado cuando la gente de su clase la tachó de calientapollas, incluso cuando Marta trató de humillarla en la cena de febrero. No era culpa suya que Celia tuviera en la cabeza a otro chico, ni que no parara de tomar decisiones catastróficas porque no era capaz de aclarar sus sentimientos. Era ella la infiel, la traidora que deseaba a otro, la causante de que todo aquello fuera mal, la dueña de sus propios sufrimientos. Pablo no había hecho nada mal.

¿No?

En primer lugar, este capítulo esta dedicado a mi prima Jana aka Timotichoo . Hoy, 18 de octubre, es su cumpleaños y dado que pocas personas me han apoyado en esta historia tanto como ella, se merece esta dedicatoria y muchas más a lo largo de este libro. 🥰

¡Felicidades a la mejor prima del mundo entero! Espero que algún día te regalen a Timmothée Chalamet, mientras tanto yo te regalo a Iván y a Celia ❤️

Por otro lado, ¿qué os ha parecido la madre de la protagonista? Cuando ni tus amigas ni tu madre tragan al novio... ¡Hay que fijarse en las señales! 👀

¿Qué pensáis del discurso sobre el amor que predica María Moreno?

¿Qué anticipáis del futuro de Pablo y Celia?

Y por último, ¿hubo infidelidad o no la hubo? 🧐

¡Recordad darle a la estrellita si os gusta como va esto! 🌟🌟🌟

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