✰ 51. ¿UN BESO PUEDE SER TAN CATASTRÓFICO?
Quiero que ella sepa que me enamoré
Al aire - Morat
Las calles desiertas estaban repletas de enormes charcos que llegaban a cubrir casi toda la acera y Celia se divertía saltándolos imitando la danza de una bailarina. Ninguno había tratado de mencionar una palabra en relación al amago de beso. Iván la observaba de tanto en tanto, admirándola en su complejidad: algunas veces le parecía una niña con toda la inocencia del mundo, riéndose por cualquier cosa e ilusionándose por las más simples coincidencias, otras le parecía que en su interior se escondía toda la seguridad y sabiduría del mundo, haciéndole creer que era la mujer más fuerte del universo. La mayoría del tiempo veía una mezcla de todo aquello y se preguntaba a sí mismo, por qué Pablo y no él. Ahora que Celia había confesado escuetamente lo que sentía por él, a Iván le embriagaba la mayor dicha, aunque en el fondo, un pensamiento negativo y bastante recurrente le advertía de lo probable que era un cambio de parecer repentino de su vecina.
Todo ello le hacía cuestionarse su actitud. Su mente jugaba a dos bandas como lo haría el demonio y el ángel de los dibujos animados, sentados cada uno en un hombro del muchacho. No debía besarla porque Celia amanecería sintiéndose culpable, arrepintiéndose de sus actos y rompiendo el corazón de Iván una vez más. Tampoco debía hacerlo si sentía el suficiente amor propio para disfrutar el esperado beso cuando la cabecita de su vecina no tuviera a Pablo rondando como una mosca.
Pero por otro lado...
El diablillo de su hombro insistía en que había que aprovechar esa oportunidad. ¿Cuántas veces había sido tan evidente que ella le deseaba? Esta era la primera. ¿Y si con tanta buena voluntad y actitud noble lo único que conseguía era que el beso nunca ocurriera? Miraba sus labios carnosos y un remolino en sus entrañas asestaba con fuerza.
Llegaron a la finca en poco tiempo. Una vez en el portal, fue Iván quien sacó las llaves para abrir la puerta. Tardó en encontrarlas, escondidas en uno de los tantos bolsillos del chubasquero del padre de Celia. Estaba nervioso, solo de imaginarse a solas en casa de la chica de sus sueños el corazón le latía con una violencia abismal.
—¿Te acuerdas de cuando te grité aquí?
Rompió el silencio justo en el instante que Iván conseguía dar con las llaves. No le respondió hasta que las introdujo en la cerradura y abrió la puerta, haciéndole un gesto con la mano que la invitaba a entrar primero.
—Claro que me acuerdo —y añadió, tratando de sonar divertido—: Nuestra primera discusión.
Celia se había detenido frente al ascensor y le miraba con una sonrisa nostálgica. No sabía cómo interpretarla, pero le gustaba que le mirara así.
—Cómo cambian las cosas, ¿verdad? —murmuró ella—. Un día estoy aquí gritándote por hacerme sentir un postre con patas y otro...
No llegó a terminar la frase, aunque Iván supuso que habría concluido con algo como: «y otro estoy a punto de comerte la boca». Ella se quedó callada, dedicándole una mirada de ternura que rebasaba los límites de lo romántico de forma abrumadora. Esa era la sensación que Iván llevaba deseando provocar en Celia todo este tiempo y finalmente lo había conseguido. Podía leer en su mirada todo lo que ella sentía por él pero se veía incapaz de decir, la vulnerabilidad que reflejaban sus pupilas, el cansancio de luchar contra sus propias restricciones durante todo este tiempo. El demonio en el hombro del chico le gritó que se dejara de tonterías y la besara.
Pero del mismo modo que veía todo aquello, sabía con certeza que Pablo seguía en su corazón. Así se lo recordaba al mismo tiempo el opuesto del diablillo, un imaginario angelito vestido de blanco que obligaba a Iván a controlar sus impulsos y pensar con la cabeza fría. Pablo seguía entre ellos, quizá no con tanta fuerza como hace un par de meses, pero sí la suficiente para que ella dudara. Iván sabía que hasta que la duda no desapareciera, Celia no se sentiría en paz consigo misma y lo único que él deseaba era verla en calma, sin ese amasijo de nervios e inseguridades condicionando cada una de sus decisiones.
—Tengo hambre. —Celia se tocó el abdomen trazando círculos suavemente—. ¿Eso también es culpa del porro?
—Ajá. Yo también tengo hambre.
—¿Cocinamos una tortilla?
—Bien.
La chica había llegado a posicionarse frente al ascensor y pulsó con énfasis el botón de llamada. Esperaron pacientemente a que la condenada máquina descendiera a la planta baja.
—¿Por qué siempre está en el piso doce? —preguntó ella frunciendo el ceño.
—Ni idea.
De nuevo se implantó el silencio que curiosamente era increíblemente cómodo. Se podía decir que habían encontrado el punto exacto, no solo para tolerarse, sino para disfrutar de la compañía mutua.
—Nunca te he explicado cómo me sentí aquel día. —Celia se refería a la noche en que todo comenzó en casa de Marcos.
—No me extraña, nos hemos pasado dos meses que cada vez que parecía que conectábamos algo salía mal y nuestra breve felicidad se destruía con la facilidad de un castillo de naipes.
—Es posible que eso sea culpa mía —admitió ella.
—Y mía también. Por si no te has fijado, la cago constantemente.
—Y yo.
Iván contempló a Celia de frente y arrugó la nariz en un gesto terriblemente tierno. Ella apretó los labios, formando una divertida mueca y le dio un suave golpe en el hombro. El ascensor abrió sus puertas, invitándoles a adentrarse en el reducido espacio de aquel cubículo iluminado con luces fluorescentes. Ambos lo hicieron y la conversación que probablemente hubo de haber tenido lugar hace varios meses, prosiguió su curso.
—¿Cómo te sentiste?
—Muy tensa. No tienes ni idea de la cantidad de pensamientos que cruzaban mi mente esa noche, era caótico, como una tormenta de miedos e inseguridades que guiaban todas mis decisiones. Tú principalmente me producías esa ansiedad. Dejaba que tu mirada de chico rebelde y rompecorazones me hiciera sentir desnuda y eso, mi querido Iván, nunca me excitó. Todo lo contrario, me cohibía.
—Lo lamento, nunca fue mi intención.
—Ahora lo sé. En ese momento no. Pero, de cualquier forma, siento haberte gritado.
Iván asintió. Nuevamente el ascensor abrió sus puertas y la chica de cabellos negros lideró el paso a la entrada de su hogar, seguida por la mirada enamoradiza y dulce de aquel que llevaba años prendado de ella. Celia volvió a pasar la mano por su abdomen y puso cara de sufrimiento.
—Tengo restos del arroz al horno que comí ayer —comentó, con semblante culpable—. ¿Te apetece? No creo que una tortilla sea suficiente para alimentarme...
—Por supuesto. Qué delicia.
Celia le dedicó su mejor sonrisa y abrió la puerta. Entraron en completo silencio, pues desconocían si habría llegado alguien antes que ellos que pudiera estar dormitando en su correspondiente habitación.
—Creo que Ali duerme en su cuarto. Pero el resto de la casa está despejada.
—Estupendo. ¿Arroz al horno?
—Obviamente.
Se instalaron en la mesa de la cocina e Iván, embelesado por el olor, la actitud, la belleza y la presencia de su vecina, cruzó sus brazos y apoyó la cabeza en las manos permitiéndose estudiar el rostro de ella al detalle. Pensó que si supiera dibujar, podría trazarlo con los ojos cerrados. Mientras él se estancaba en su mundo de ensueño y suplicaba al universo que le diera fuerzas para no romper su palabra de buen chico, ella sacaba felizmente la fiambrera con el arroz de la nevera y lo metía en el microondas con el semblante más hambriento nunca visto.
—¿Es tu comida favorita? —le preguntó Iván.
—No. Prefiero la fideuá. ¿Cuál es la tuya?
—Huevos fritos con patatas. Eso es siempre un acierto seguro.
—Concuerdo.
—Qué novedad.
Celia abrió un armario y sacó un par de platos blancos donde vertir el contenido de la fiambrera. Luego sirvió uno a Iván y, tras hacerse con los cubiertos, se sentó frente a él y devoró el contenido sin decir una palabra. El chico se desternilló con la imagen amenazante de aquella dulce flor que se transformaba en lobo feroz en cuanto el maravilloso olor de la comida se filtraba por sus fosas nasales. Casi con la misma intensidad le acompañó él en la comida.
—Está riquísimo —elogió el chico.
Ella asintió sin dejar de comer.
—Por cierto, no me importa dormir en el sofá.
Si por él fuera, dormiría al lado de ella tras una intensa noche pasional de caricias, sexo y amor, pero, dado que el angelito de su hombro repetía que hoy no era el día, creyó que pasar la noche respetando las distancias entre ambos era la mejor manera de no caer en provocaciones. Además, si algo se había demostrado en aquel portal era que Celia había bajado la guardia y posiblemente hasta la mañana siguiente no la volvería a levantar.
—Si duermes en el sofá mi madre me deshereda —suspiró ella engullendo la última cucharada de arroz—. Sacaré la cama que hay guardada debajo de la mía y dormiremos en mi cuarto.
Esa tarde todo eran problemas y ahora mismo, Celia estaba más tranquila que en toda su vida.
—No creo yo...
—Iván, no hay más que hablar. No es decisión mía, sino de mi madre.
Terminada la segunda cena de la noche, ella retiró los platos al lavavajillas y entre los dos limpiaron la cocina.
—Oye, todavía llevamos el chubasquero puesto —observó la chica—. ¿Eso también es culpa del porro?
—No, cariño, eso es culpa nuestra —respondió divertido él.
—Pues dámelo y quítate el calzado y los calcetines. ¡Estamos hechos un desastre! Mira tus zapatillas...
Iván obedeció como un buen niño las órdenes de Celia y le entregó toda la ropa. Le era un poco violento decirle que sus vaqueros y calzoncillos también estaban mojados, así que se guardó la información para sí mismo y prefirió un constipado a la verdad. Él tampoco sabía cómo actuar, bastante era el monumental esfuerzo que hacía para contenerse. Hacía rato que ya la hubiera besado si su moral no se lo impidiera.
Tras tender la ropa y dejar los zapatos cerca del radiador, Celia caminó de puntillas hasta la habitación de Alicia para comprobar que, efectivamente, estaba durmiendo como un lirón en la cama.
—Qué mona es cuándo duerme —susurró.
—Tu hermana es muy dulce, no puedes tener quejas de ella, ¿tú has visto a la mía?
—No la conozco, pero a veces coincidimos en el ascensor. Es guapísima. —Evitó añadir la coletilla: como su hermano.
—Se lo diré. —Rio.
Sin darle más vueltas, se dirigió silenciosa hasta su habitación, escuchando los ligeros pasos de Iván siguiéndola. Él se mantenía en el continuo debate interno en el que competía la opinión del angelito y el diablillo invisibles. Celia le invitó a entrar sin observar su expresión y sacó la cama de abajo.
El cuarto de su vecina era una mezcla desastrosa y artística al mismo tiempo. Lo primero que vio Iván fueron las incontables fotos de viajes, fiestas y momentos importantes de la vida de la chica pegadas formando un gigantesco mural en una de las paredes. Junto a ello, había dibujos, un calendario pintado a mano, una hoja con el horario universitario y post-its con recordatorios.
La ropa de cama era de colores llamativos, formando figuras geométricas y desiguales en un estampado tan bonito que transmitía aún más alegría al cuarto, una alfombra gris cubría el suelo ocasionando un hermoso contraste con el resto de colores. Las paredes estaban repletas de estanterías con libros de clase, cantidad de novelas y libretas de dibujo. Finalmente, un maravilloso escritorio, abarrotado de utensilios artísticos, subrayadores, cuadernos y pinceles por igual, lucía frente a la ventana.
De pronto Iván estornudó. No fue una tos seca o un carraspeo. Realmente, estornudó de la forma más escandalosa posible.
—¿Te estás constipando? —susurró Celia—. Pero si tienes los vaqueros mojados... ¿Por qué no has dicho nada? Quítate los pantalones...
—No me lo pongas tan difícil —farfulló el chico sonrojado.
—¡Ay, no, tonto! Ve al baño y quítatelos ahí. Toma, ponte el pijama. —Se lo extendió—. Pondremos la ropa a lavar y ya te la devolveré cuando esté limpia.
Iván, sorbiendo mocos por la nariz, se encerró en el baño. Se puso el pijama rápidamente y Celia aprovechó para prepararle la cama y hacer lo mismo ella también. Le daba un poco de vergüenza pasearse con un conjunto rosa plagado de siluetas en forma de estrellas y lunas, pero cualquier temor desapareció cuando él salió del lavabo con un pijama de Juego de Tronos cubierto de emblemas de todas las casas de la saga. El chico le tendió sus vaqueros mojados y unos calzoncillos negros.
—¿Te ha llegado la lluvia a los calzoncillos? —preguntó ella estupefacta.
—Lo raro es que no te hayan llegado a ti a las bragas con la que caía.
Celia se rio y señaló una pequeño calefactor enchufado en el suelo.
—Enciéndelo un rato y caliéntate los pies y las manos —dijo—. Voy a meter esto en la lavadora.
La imagen de Iván sentado en el suelo con los brazos rodeando sus piernas y los pies helados justo enfrente del calefactor le hizo sentir una especie de cariño difícil de justificar. Parecía un Iván distinto, uno real e inofensivo, más allá de la actitud de rebelde que solía llevar por máscara a diario. Se sentó junto a él adoptando la misma postura, con su hombro derecho chocando con el izquierdo de él y la mirada fija en el suelo.
—¿No te encanta la sensación del calor y la lluvia de fondo? Me provoca un gusto tan confortable...
—A mí también —le sonrió Celia.
—Nunca me imaginé haciendo esto contigo. De todas las escenas que he recreado en mi mente, no había ni una en la que nos sentáramos en el suelo de tu cuarto en pijama frente al calefactor.
—Para mí también es una sorpresa.
Iván apoyó la cabeza en sus piernas y fingió cerrar los ojos y caer rendido del cansancio. Cada uno de sus gestos, a cada cual más tierno, conseguía que los labios de Celia se curvaran en una sonrisa tonta y sin sentido.
—¿Vamos a dormir? —le preguntó.
El rostro de Iván asintió entre sus rodillas, pero aún tardó unos segundos en moverse. Cuando alzó la cabeza y sus ojos azul cielo se encontraron los azul mar de Celia, sintió el incontrolable deseo de ir a besarla por vigésima vez en la noche. El diablillo empezaba a vencer al angelito, no sabía ya de dónde sacar la voluntad necesaria para evitarlo. Acercó sus labios a los de ella de nuevo, lentamente, sin romper el contacto visual. Cuando estuvo a punto de encontrarse con ellos giró en seco y chocó con su mejilla.
«Mucho mejor» pensó. Definitivamente, el chico rebelde del noveno decidió que no le daría otra excusa a Celia para que huyera de su lado una vez más, ya fuera porque pensara que era un depredador sexual, un amigo de mierda o un egoísta que la humillaba en una cena donde no conocía a nadie. No, señor. Esta vez, no era Iván quien metía la pata.
En las películas o las novelas románticas, el dichoso destino siempre interviene para solventar el dilema de la elección en un triángulo amoroso. A veces uno de los dos pretendientes se enamora de otra persona, aliviando la decisión a su protagonista, que ya no temerá por romperle el corazón. En las historias más dramáticas, uno muere dejándoles la vía libre a los otros dos, sin remordimientos o culpabilidad. Pero la mayoría de las veces, es uno de los dos pretendientes quien comete un tremendo error tan imperdonable que la protagonista sabe que la elección correcta solo puede ser el otro.
Ojalá Iván se comportara como un capullo. Así Celia estaría segura de que Pablo era el adecuado. Ojalá le mintiera, le engañara, se enamorara de otra y la decepcionara, porque así ella viviría tranquila sabiendo que acertó eligiendo a Pablo.
Iván no haría nada de eso porque no era una mala persona. Sus sentimientos eran tan honestos que no había nada que Celia pudiera reprocharle. Y aunque mirara al otro lado y buscara que fuera Pablo quien la decepcionara, quien la traicionara, quien le facilitara el camino para elegir a Iván, tampoco ocurriría, ya que su novio hablaba en serio cuando decía que la quería, por muchos errores, discusiones o malentendidos que hubieran por el camino.
¿Cuál era la decisión correcta? ¿Cómo podía escapar de aquella situación sin dañar a nadie? Simplemente, no podía. Tocaba plantar cara.
—Vamos a dormir —repitió Iván, después de aquel beso de cristal en su mejilla.
Cada uno en un colchón distinto, de espaldas al otro, cerraron los ojos y trataron de conciliar un sueño tranquilo que no se presentó hasta bien entrada la madrugada. Era tan evidente lo que sentían el uno por el otro que costaba comprender cómo no encontraban el camino para estar juntos.
Ha sido todo un reto para nuestro querido Iván, pero finalmente se ha mantenido firme y ha decidido actuar en base a la razón y no al corazón.
¿Qué os ha parecido su reflexión interna? ¿Puede un simple beso ser tan catastrófico? Os leo 👀
Este capítulo se lo dedico a mi maravillosa hermana nuriaperete que está ahora a muchos kilómetros de distancia de mi y la echo de menos una bararidad💖 Solíamos comer arroz al horno todos los domingos y aunque yo lo voy a seguir comiendo, ella esta bastante fastidiada porque ni sabe hacerlo, ni creo que los belgas tengan el arreglo para cocinarlo en sus supermercados 🛒 (pray for my sister 🧎🏼♀️).
Además, ella es como el angelito y el diablo de Kronk, así que me ha parecido muy adorable dedicarle el capítulo 😇😈 ¡Tira de la palanca, Nuria!
¡¡Recordad darle a la estrellita si os esta gustando la historia!! ⭐️⭐️⭐️
🥘🥘🥘
Por cierto, aprovecho para hablar del arroz al horno, de la fideuá y, por extensión, de la paella valenciana. Ya que Celia está en Valencia y hemos visto las Fallas, no iba ser menos hacer referencia a la gastronomía de ese lugar 😉
Lo que Celia e Iván han comido es esta maravilla:
El arroz al horno (arròs al forn, para los valencianos) es un plato delicioso que se cocina, evidentemente, al horno en una cazuela de barro y lleva: arroz, patata, garbanzos, tomate, una cabeza de ajo, morcilla de cebolla y costillas de cerdo. Esta que flipas de bueno.
La fideuá es esto:
Lleva fideos, tomate picado, marisco (gambas, cigalas, rape) y cebolla o alguna cosita más para darle sabor. Este plato es una obra maestra originaría de Gandía. (Nuestra Celia no va mucho por allí pero le encanta la fideuá igualmente).
Finalmente, para los que confunden el arroz con cosas y la paella valenciana, aquí os dejó una foto de como tiene que ser el plato cuando os lo sirvan:
Esto es la paella valenciana original y lleva: judía, alcachofa, pollo, conejo, garrofón y arroz, claramente. Hay gente que le pone caracoles 🐌
Todo lo que sea parecido a esto pero con diferentes ingredientes, son variables de las recetas tradicionales que también están buenísimas (ej: fideuá de pato, paella de marisco, paella de verduras...)
Nunca pensé que precisamente yo, sin dotes culinarias, acabaría hablando de arroces en mi novela romántica. Pero aquí estoy. 😂
¡Que aproveche! Nos vemos en el próximo capítulo 👋🏼
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