✰ 49. LA CABECITA RUBIA
Yo pierdo la cabeza, pierdo el sueño
Yo pierdo la razón, pierdo mi voz
Qué ganas - Morat
Una cabeza rubia caminaba deprisa por la Avenida Reino de Valencia. No llevaba paraguas y la lluvia caía con tanta violencia y abundancia que su hermosa cabellera empezaba a asemejarse a una fregona. Avanzaba pegada a los edificios tratando de cubrirse bajo los salientes de los balcones. Hacía tiempo que no llovía en Valencia tanto como esa noche.
Aún le quedaban unos quince minutos a pie hasta su casa y dudaba que pudiera llegar sin parecer un gigantesco saco de agua. Los vaqueros ya se le pagaban al cuerpo, pesados y empapados, y el abrigo impermeable no podía dar más de sí mismo de lo que ya hacía.
La cabeza rubia valoró sus opciones: podía seguir avanzando y arriesgarse a padecer el mayor constipado de la historia o podía hacer parada en algún local y esperar a que la lluvia amainara. No tenía prisa, así que se decantó por la segunda opción.
Un cartel enorme con letras en itálica se elevaba frente a ella como un regalo del destino. Ni siquiera leyó el nombre del establecimiento, solo se centró en averiguar si estaba abierto y podía entrar a consumir algo durante un rato.
Cruzó la calle con la cabeza gacha y los hombros encogidos, tratando de superar con su velocidad las consecuencias de la lluvia destrozando su, anteriormente, limpia cabellera dorada. Cuando entró al local una completa sensación de placer se apoderó de su cuerpo. Dejar de sentir la lluvia precipitándose sobre su cabeza era un alivio, pero lo era más ese ligero calor que emanaba del radiador. Definitivamente, aquella había sido la mejor idea.
Limpió sus botas en una alfombrilla que daba la bienvenida justo al entrar y se quitó el abrigo impermeable para depositarlo en un perchero. Hizo lo propio con el empapado paraguas. Quizás podría cenar allí, aunque prefería ahorrarse el dinero y hacerlo en su casa.
Miró a su alrededor y dio con una mesa libre escondida en una esquina. Era pequeña y no muy acogedora, no obstante, la cabeza rubia prefería permanecer discreta en la soledad de un rincón que en medio de todo aquel estruendoso establecimiento. Desde luego, quedaba probado que ella no había sido la única con la idea de hacer un alto en el camino.
Una vez tomó asiento, ojeó la carta con desgana. Aquel no era un restaurante con platos elaborados de aspecto tremendamente apetecible, sino un bar cualquiera que servía bocadillos y sándwiches. La cabeza rubia odiaba los bocadillos: le ensuciaban las manos y las migas siempre caían de manera irritante por todo el plato. Decidió que no cenaría allí ni aunque le pagaran.
Justo cuando se planteaba huir de aquel antro, un señor mayor y de tamaño considerable, a quien la rubia identificó como el camarero del bar, le preguntó qué deseaba pedir. La cabeza rubia pidió un refresco de naranja y, tras escuchar a sus propias tripas exigir alimento, preguntó si servían tapas. El camarero asintió con la cabeza y enumeró toda la oferta, aunque no consiguió complacer a su clienta. Ella esbozaba una mueca en la cara, suspiró con pesadez y decidió arriesgarse con una de patatas bravas.
Tras retirarse el empleado y dejarla sola con sus pensamientos, la cabecita rubia bostezó y contempló el espectáculo que había a su alrededor.
Fue así como dio con ellos. No esperaba toparse con aquel par de tortolitos, mucho menos en aquella inmensa lluvia que parecía no tener fin y pretendía inundar la ciudad.
Estaban situados en otra mesa más alejada, uno frente al otro, riendo y comiendo esos irritantes bocatas que tanto odiaba la cabeza rubia. No sabía que fueran amigos, pero sí le habían informado de que residían en el mismo edificio. Le habían dicho que no tenían relación, a pesar de que era mundialmente sabido que a él, Iván, le gustaba ella, Celia. También le habían comentado que Celia estaba enamoradísima de su novio y no tenía ojos para nadie más. Eso último, sin duda alguna, era mentira. Una persona que solo tiene ojos para su novio no mira a otro como miraba Celia a Iván. Cualquiera en aquel bar sabría de sobra que esos dos se gustaban.
La pareja conocía a la cabeza rubia, pero no se percataron de su presencia a pocos metros de su mesa. Era difícil que lo hicieran tan pendientes como los estaban el uno del otro. ¿Qué pensaría el novio si la viera? Se cabrearía.
La extraña barajó la posibilidad de saludarles. Interrumpir esa agradable velada entre cervezas y odiosos bocatas y contemplar qué cara ponían. ¿Culpabilidad? ¿Sorpresa? ¿Desconcierto? ¿Arrepentimiento? Sería divertido. Estuvo a punto de hacerlo, pero entonces el camarero llegó con las patatas bravas y el refresco de naranja tapándole las interesantes vistas.
La cabeza rubia detuvo al empleado y señalando vulgarmente a los otros dos preguntó:
—Disculpa, ¿sabes si esa pareja viene mucho por aquí?
El camarero siguió con la mirada la mano que señalaba a Iván y a Celia.
—El chico sí, pero no con ella. Suele venir con sus amigos. ¿Ocurre algo?
—Sí, que ella tiene novio y no es el que la acompaña.
El camarero puso los ojos en blanco —algo que ofendió en exceso a la cabeza rubia— luego miró a los jóvenes y de nuevo, a su interlocutora.
—Solo están hablando y cenando un bocadillo —dijo—. Yo no sacaría conclusiones tan precipitadamente.
La miró con desconfianza al decir eso último.
—Lo tendré en cuenta.
Marta, la cabeza rubia que había acabado por cuestiones del azar en el mismo bar que Iván y Celia, dio un bocado a una patata con mirada desafiante. Estaban muy buenas, desde luego no eran congeladas. Miró con disgusto a Celia y recordó lo humillada que se sintió durante la cena en que se conocieron cuando Pablo le habló mal para defenderla a ella. Todavía le guardaba rencor por ese mal rato.
A Marta le había caído mal Celia desde el principio, posiblemente por ser la primera chica que Pablo introducía en el grupo como su novia. Nunca antes lo había hecho, ni siquiera con ella misma, y eso que estuvieron liados dos años consecutivos, desde los diecisiete a los diecinueve. De aquello ya hacía casi cuatro primaveras y quizás era un poco inmaduro seguir sintiéndose mal por no haber conseguido el reconocimiento que tanto ansiaba de él.
Había pasado tiempo, pero ciertas cosas no se olvidan con facilidad. Más aún cuando alguien ha salido malherido, con el corazón hecho pedazos, como le ocurrió a la cabeza rubia por culpa del egoísmo de Pablo. Ella le quería profundamente y él nunca le dio el valor que merecía.
Se conocieron en el colegio, como ya se sabe, y a ella le hechizó su mirada segura, su pose madura y aquella actitud de líder que se traía entre los chavales de la clase. Pablo era el más popular de los chicos del instituto y, en aquel entonces, Marta se codeaba con las de su mismo rango pero de género opuesto. A los diecisiete, tanto ella como él eran inexpertos en el noventa por ciento de la materia que se refiera a novios, amor, relaciones formales... Las hormonas revoloteaban por los cielos y la curiosidad, fiel compañera de los adolescentes, le llevó a jugar al flirteo y la provocación sexual con Pablo en una fiesta cualquiera de una noche cualquiera.
En menos de dos días, embrujada por la atención que el chico más guapo de su clase le prestaba, Marta cayó en los brazos de Pablo, primero con besos, abrazos y caricias, para luego adentrarse en actos más íntimos. Fue el primero para todo y ella se dejó hacer con gusto porque sentía que le amaba con todo su corazón. Sin embargo, él nunca la correspondió.
Caminaban cogidos de la mano, cenaban juntos en restaurantes preciosos, iban al cine en pareja, se visitaban mutuamente durante el verano... En lo personal, Pablo la besaba con dulzura, la acariciaba con toda la ternura del mundo, le hacía el amor a veces con delicadeza y otra veces con la fiereza de un salvaje... Jamás pudo comprender por qué nunca estuvo dispuesto a reconocer que eran novios. Un día rompieron y ella, destrozada, asumió que Pablo era un chico diferente, de esos a los que les costaba exteriorizar sus sentimientos y tenían miedo al compromiso. Lo suyo, simplemente, no podía ser porque él estaba dañado.
Entonces llegó Celia. No comprendió cómo en apenas tres meses esa cría recién entrada en la mayoría de edad había conseguido todo lo que a ella le fue negado durante dos años. Ni siquiera se habían acostado. Tan solo era una niña mimada que, por motivos ajenos a su entendimiento, se había convertido en todo lo que Pablo deseaba.
Marta soñaba con que esa relación no funcionara, que Pablo utilizara a esa chiquilla como lo había hecho con ella, que se satisficiera el ego dos añitos a base de polvos y la dejara igual de tirada que a una bolsa de basura. Lo deseaba con todo su ser, con tanta fuerza que le importaba un cuerno a cuántos dañara por el camino. Si Iván y Celia realmente estaban liados a las espaldas de Pablo era lo de menos. ¿Qué importaba si propiciaba la ruptura de esa estúpida relación? Ella no se merecía a alguien como Pablo porque no se lo había ganado.
Sacó discretamente el móvil y les hizo un par de fotografías. Se aseguró de que la cámara estuviera bien enfocada y se apreciara con nitidez la cara de cada uno. Pensó en enviárselas a Pablo, pero creyó que sería mejor enseñárselas en persona. Así cuando él se viniera abajo, ella estaría a su lado para recoger los trocitos de su corazón roto. Mañana le llamaría para quedar con él.
Terminó de comer y pagó la cuenta. No había dejado de llover, pero salió a la calle igualmente. Si se quedaba más tiempo del necesario, se arriesgaba a que Iván y Celia la descubrieran.
Cuando la lluvia cesara y las calles volvieran a inundarse de gente con espíritu fallero, Marta, de una vez por todas, conseguiría que Pablo se diera cuenta de lo que tenía frente a sus narices.
Parece que la mala fortuna ha llamado a la puerta de Celia... Ya sabemos que Marta no tiene buena opinión de ella y ahora descubrimos el por qué. ¿Cómo pensáis que usará esta jugosa información la archienemiga de nuestra protagonista? Os leo 👀
No olvidéis darle a la estrellita si os gusta por donde va la historia ⭐️
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top