✰ 4. LA HUÍDA


Puedes negar que hay magia entre los dos
Pero en el fondo tú ya sabes la verdad

Presiento - Morat y Aitana

Había una compañera en el instituto, Carla Almeida, que siempre que salía de fiesta se enrollaba con un chico distinto. Podía ser de clase, amigo suyo o un completo desconocido, ella no hacía distinciones. A veces coqueteaba un poco con él antes de darle la licencia de probar sus labios, otras no había un mísero calentamiento: el tío en cuestión la agarraba, bailaba frotando su cuerpo al de ella y de sopetón la besaba. La chica nunca decía que no.

El problema de Carla era que, aunque mantenía ser una mujer libre y fuerte capaz de salir a divertirse por la noche con quien quisiera, la realidad era que con solo verla uno podía percibir que sus decisiones no eran fruto de su verdadera voluntad. Esa chica buscaba amor, cariño o atención y por eso se entregaba al primero que veía.

Celia nunca había pensado que Carla fuera una chica fácil o una guarra. Ese razonamiento estaba desfasado, mentalidad de los años sesenta. Por el contrario, sí que le resultaba patética, tonta o ridícula. Tenía ganas de gritarle: «¡Para ya! ¿No ves que se aprovechan de ti? Crees que controlas la situación, sin embargo te duele y la gente lo ve. Todos lo vemos. Somos testigos de cómo los tíos te usan, ¡no lo permitas!».

Celia Pedraza no quería ser Carla Almeida por nada del mundo. Eso le aterrorizaba.

Y fue ese miedo el que la obligó a rechazar los labios de Pablo y a huir. Se alejó de su lado sin dar explicaciones y se internó entre la multitud, sin mirar atrás, buscando entre tanto alcoholizado a sus amigas.

Internarse entre la multitud con siete cervezas en sangre no era la idea más astuta. Celia no encontraba a Inés, Sara y las demás por ninguna parte. De pronto se dio cuenta de que estaba sola. Con el instinto de supervivencia activado para evitar a maleantes que pudieran someterla a altas horas de la madrugada, Celia cogió sus cosas del guardarropa y salió a la calle muy nerviosa, abalanzándose hacia la carretera para pedir un taxi.

—¿Ya te vas?

La voz grave que había hecho esa pregunta pertenecía a un varón bastante mayor que ella que se apoyaba sobre una pared, bloqueándole el paso, con un cigarrillo en una mano y la otra, escondida en el bolsillo del pantalón. Ella le miró confundida y desconfiada. No le transmitía una buena opinión el aspecto altivo y la mirada lasciva de aquel desvergonzado que la estudiaba sin reparos. Recorrió sus piernas con sus ojos negros, como si estuviera degustando un manjar de restaurante. Inconscientemente, Celia intentó cubrirse cerrando el abrigo, pero la tela llegaba hasta donde llegaba.

—Sí, nos vamos ya.

Celia se giró sorprendida y vio que Iván, dulce caballero andante que salía de la nada para enfrentarse al temeroso villano que la intimidaba, emergía a su espalda y le pasaba su brazo sobre los hombros. Ella estaba demasiado tensa para aceptar el gesto, pues en un momento como aquel no deseaba que nadie la tocara. Antes de que le diera tiempo a decir algo, a quejarse y mandar a la mierda a ambos, Iván había detenido un taxi y la animaba a subir en él con insistencia mientras le gritaba desde la puerta al conductor la dirección a la que querían ir los dos. Antes de sentarse en el asiento opuesto al de ella, Iván fulminó con la mirada al tío del cigarro.

—Gracias... —murmuró ella una vez el chico cerró la puerta.

—No hay de qué. —Suspiró mientras sacaba del bolsillo de la chaqueta una caja de tabaco—. Es que menudo imbécil.

Después de aquello, viajaron en silencio y sin mirarse. Iván observaba a través de su ventana a los transeúntes caminar por la acera, constituidos mayoritariamente por personas bajo los efectos del alcohol y las drogas. Veía gente joven riendo, llorando, gritando, discutiendo... La vida misma. La chica, por su parte, dirigía sus ojos azules hacia sus rodillas, y luego a las manos, y luego a las rodillas otra vez, con la mente ensimismada preguntándose cómo demonios había pasado de casi besar a un chico guapo a volver en taxi a solas con su íntimo amigo. Tenía ganas de llegar a casa, meterse en la cama y desentenderse de estos rollos.

El taxi les dejó en destino, sin percances ni imprevistos. Celia, pendiente del contador, sacó un billete de veinte euros a la velocidad de la luz, para que no fuera Iván quien invitara. No quería deudas entre ellos.

Al bajar del coche y entrar en el portal, él la detuvo, agarrándola del brazo. A ella le sorprendió el atrevimiento.

—¿Pero qué haces? —le espetó y de una sacudida logró zafarse.

—Hombre, pues pararte. ¿Piensas irte así como los burros?

—¿Me acabas de llamar burra? ¡Me voy como me dé la gana!

La cara de Iván era un poema. No había rastro de la sonrisa pícara que llevaba a modo de máscara cada día del año, ni de la mirada depredadora que tanto ofendía a Celia. Estaba confuso, esforzándose por descifrar la causa de la actitud agresiva de su vecina. Era evidente que no entendía qué pasaba. Se sentía maltratado.

—Perdona, ¿te he hecho algo en algún momento que te haya ofendido tanto como para tratarme como la mierda? —La miró sin comprender—. Te lo pregunto en serio. No sé qué te pasa conmigo, pero siempre me miras con cara de asco y me evitas. Hoy he intentado acercarme a ti, he sido simpático, y me sigues despreciando como si fuera un capullo. ¿Qué se supone que he hecho mal?

Ella se quedó de piedra. No esperaba esa reacción por su parte. Se había detenido a medio camino de subir los cuatro escalones que separaban la puerta de entrada al edificio del ascensor, quedando de esta manera, a un nivel superior que Iván. Lo miró desde la altura que le concedía su nueva posición.

—Me pone de los nervios tenerte cerca —confesó.

No parecía tímida, ni asustada. Sus ojos azules brillaban manifestando su molestia.

—¿Perdón? —se sorprendió—. En plan...

—En ningún plan, Iván, solo me estresas. No te cortas ni un poco con las miraditas, casi me siento desnuda...

—Pero si te pones roja como un tomate cada vez que nos cruzamos. No me jodas —bufó, prepotente, insinuando el interés que tenía ella en él.

—¡Oye, vete a la mierda! —espetó de golpe la de cabellos oscuros—. Está claro que a ti te divierte eso, pero te estoy diciendo que a mí no.

Celia se alejó a zancadas y pulsó el botón del ascensor varias veces, deseando que llegará a la planta baja cuanto antes. Miró el número que reflejaba la pantalla y vio que, por circunstancias ajenas a su voluntad, el ascensor descendía desde el duodécimo piso. Suspiró agobiada. No quería compartir un minuto más junto a él.

—¿Por qué me insultas?

Iván la había seguido y se situaba a su lado, retándola con la mirada. Celia lo desafió, contemplando su reflejo en los ojos del rebelde. Eran de un azul mucho más intenso que los de Celia, un color más semejante al de la desconocida profundidad del mar.

—¿Y tú por qué insistes? ¿Tan difícil es dejarme ir a mi casa? Estoy cansada, quiero dormir...

—No, no lo es. Lárgate a donde tú quieras —contestó, airado, Iván—. Pero voy a decirte algo primero: no me merezco que me hables como lo has hecho. Al fin y al cabo creo que he demostrado mi buena fe al quitarte al baboso ese de la discoteca de encima y acompañarte a casa cuando querías irte. Podría haber dejado que te marcharas sola o que te las apañaras con el capullo de turno.

—Joder, mil gracias por tu amabilidad, ¡deja que te dé un beso de buenas noches! —espetó cargada de ironía la chica.

El desprecio de sus palabras pareció apuñalar el corazón de Iván, que con mirada dolida, se retiró un paso atrás de ella.

—No te he pedido un beso.

—Pero lo esperas.

—No, ahora ya no.

A ella le molestó bastante ese último comentario reconociendo que antes sí lo esperaba. ¡Por el amor de Dios, ella no era Carla Almeida! ¿Qué se pensaban estos dos?

—¡Tú no eres mejor que el baboso ese, ni que Pablo, ni que ningún otro tío!

—¿Pablo? —murmuró, confundido—. ¿Qué tiene que ver Pablo?

De pronto un impulso se apoderó de Celia. El ascensor acababa de abrir las puertas frente a ella, pero en lugar de entrar y perder de vista al molesto joven de melena despeinada y ojos color mar, se dirigió a él con toda la fuerza de sus pulmones y levantó la voz, sin apenas respirar, expulsando todos sus pensamientos como un torrente de palabras sin filtro.

—Sois todos iguales. Me paso los días bajando por ese ascensor, cabizbaja, para evitar ver cómo me comes por los ojos con esa mirada lasciva y llena de deseo que me hace sentir tremendamente incómoda. ¿Cómo te atreves a insinuar que disfruto de una situación en la que tú te ríes y yo salgo corriendo con las mejillas rojas como un tomate? Por eso me pongo nerviosa: me intimidas y me revienta por dentro que lo hagas. Me haces sentir insegura durante el minuto de ascensor que compartimos juntos y salgo a toda prisa para mantenerme lo más alejada de ti. ¿Por qué los tíos pensáis que si una mujer se sonroja, baila con vosotros, se pone nerviosa o simplemente os sonríe, es que está pillada por vosotros? No es así, no tiene por qué ser así, y eso no te da licencia para ser transparente con tus deseos. Tu cara y tus pensamientos se leen más fácil que un cuento de preescolar. ¡No quiero saber si te pongo o si te excito, solo quiero bajar por el ascensor!

Volvió a pulsar el botón y se introdujo dentro del elevador sin despedirse. Antes de que las puertas se cerrasen, apoyó la mano en el sensor, se asomó hacia donde permanecía Iván, incrédulo, y añadió:

—¡Ah! Por cierto, que me ayudes a quitarme a un gilipollas de encima no te convierte en un príncipe azul que merezca una recompensa romántica, sino en una persona decente echando un cable a una chica bebida y vulnerable. Gracias por actuar como una buena persona, pero, sinceramente, es ofensivo que esperes un premio por tus acciones.

El joven enmudeció, e incluso, se sonrojó. La rabia de Celia había salido con una intensidad tan inesperada que lo había dejado de piedra, inmóvil. Entonces, como despertando de un sueño profundo, Iván se echó hacia delante y volvió a evitar que las puertas se cerraran, entrando en el cubículo con ella, y pulsando el botón del noveno.

—¿Qué haces? —le espetó—. Es que no has oído...

—No vives tú sola en este edificio —la interrumpió y levantó la mirada hasta cruzarse con la de ella—. Yo también quiero subir a mi casa. Tranquila, ya no pienso comerte por los ojos.

—Bien.

Subieron en absoluto silencio. Celia aún se sentía algo mareada, pero no mucho. Estaba en sus cabales, con pleno conocimiento de la realidad que la envolvía. En todo el trayecto Iván no le dirigió ni la palabra ni la mirada, pero seguía teniendo los pómulos pintados de rojo y había metido las manos en la gabardina.

Las puertas se abrieron en el séptimo, el piso de Celia. Ella salió con rapidez y le echó un último vistazo. En cierto modo se sentía un poco mal por haberle gritado.

—Que te hayas molestado por lo que te he dicho e intentes castigarme actuando como un imbécil, solo demuestra que no me equivocaba en nada contigo —dijo buscando una reacción por su parte.

—Ni me he molestado, ni te intento castigar por nada. A ti no te gusta que yo te mire, a mí no me gusta que tú me grites.

Sin saber cómo interpretar esa declaración y con un brote de culpabilidad apoderándose de ella, Celia dio las buenas noches en voz alta y entró en su casa ansiando perderle de vista.

El mundo daba vueltas, solo le faltaba pensar en Iván, Pablo y sus acciones para terminar vomitando. Ya miraría qué hacer mañana.

¡Mil gracias por leer este cuarto capítulo! Y con él, se terminó la fiesta :( pero tranquilxs, la vida de Celia va a estar llena de momentos muy emocionantes.

Si os esta gustando, recordad darle a la estrellita ⭐️

¿Como os ha dejado la intensa discusión entre Iván y Celia? ¿Quién creéis que tiene razón? ¿Os ha parecido desproporcionado el cabreo de Celia? Os leo 👀

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