✰ 2. LA NOCHE
Y no se lo he dicho a nadie
Perdí la cabeza y estoy loco por ti
Mariposas - Aitana y Sangiovanni
Marcos Díaz Colomer era todo un personaje. Arrendatario del inmueble en el que se encontraban las tres —indirectamente, pues el dinero lo ponían queridos papá y mamá—, el anfitrión de la velada les abrió la puerta principal con carisma y galantería, una enorme sonrisa pintada en la cara y un botellín de cerveza en la mano.
—Bienvenidas, mis bellas damas. —Las recibió.
—¡Hola, Marcos! —Celia lo besó en la mejilla sonoramente, y entró, como dueña del lugar, quitándose la chaqueta, la bufanda y el bolso y dejándolo todo desordenado sobre un sofá.
En la residencia temporal de Marcos había, como mínimo, siete personas más, todas del género opuesto a las recientes invitadas. Se trataba de los medianamente conocidos amigos de natación del anfitrión. Digo medianamente, porque hoy en día, por las redes sociales, todo el mundo conoce a todo el mundo. Por tanto, sí, se tenían añadidos en Instagram y se veían las historias recíprocamente, pero no, no habían cruzado palabra con ellos en persona.
Entre el atractivo equipo de natación, destacaba Daniel Márquez Ibáñez, el último flechazo de Sara, que le miraba de reojo, sonrojada y vergonzosa. La chica, de pelo corto y teñido de un rubio platino, se posicionó a la vera de Celia, como si fuese su armadura, buscando cobijo de la incomodidad que ella misma se creaba.
Sara, como cualquiera en su situación, se moría de nervios. Un torbellino de inseguridades se arremolinaba en sus entrañas y le impedía actuar con tranquilidad. Tenía la falsa convicción de que Dani era capaz de leerle la mente y saber con exactitud qué deseos escondía en su tierna cabecita rubia postiza. Al sentirse desnuda ante la mirada del joven, Sara sucumbió a un estado de torpeza propio del enamoramiento, es decir, se le cayó el bolso al suelo, y al agacharse a recogerlo, la bufanda. Roja como la sangre, se levantó lo más dignamente que pudo, y dejó todo los trastos junto a los de Celia y las demás.
—Bueno, Marcos, ¿no nos presentas? —Rompió el hielo Celia.
Mientras Marcos servía como un esclavo —digo, anfitrión— copas, bebidas y lo que hiciera falta, todos sus invitados procedieron a sentarse alrededor de una mesa redonda que destacaba en el centro del comedor. Sara, en su estado de nerviosismo permanente, cuyo síntoma principal era sonrojarse cada vez que Dani la miraba, se levantó, con la excusa y garantía de que iba a la cocina a echar un cable a Marcos, por ayudar un poco, no por evitar la mirada de Daniel, que tan ajeno a sus preocupaciones, reía con otros chicos.
—¿Vosotras de qué conocéis a Marcos? —preguntó el más alto, de pelo rubio claro y ojos azules como el mar.
—Es amigo de Sara de la universidad —resolvió Celia—. Nos lo presentó hace meses y hemos congeniado muy bien.
—¿Sara es la chica de la melena rubia? —preguntó Daniel.
—Así es. ¿A que es guapa?
Dani rio y se levantó de la mesa.
—Voy a echarles un cable con las bebidas, se les ve muy agobiados —dijo evitando la respuesta.
Caminó hacia la cocina y Celia miró a Paula, reprimiendo una risa. Ambas imaginaban la cara de infarto que iba a poner la tímida del grupo al encontrárselo casi a solas. Perdieron de vista al chico cuando traspasaba el marco de la puerta. Acto seguido, el ruido de una bandeja resonó por toda la casa estruendosamente, mientras Celia y Paula estallaban en incontrolables carcajadas. Los nervios de Sara, sin duda.
—¡Ay pobrecilla!, voy a verla —dijo Paula, dirigiéndose a la cocina, y tapándose la risa con la mano derecha, intentando reprimirla.
Celia, por el contrario, se perdió en su propio paraíso de humor tonto: la típica situación enfermiza donde la risa lo acapara todo y ya ni recuerdas qué era lo que te había producido tanta gracia. Uno de los chicos le preguntó por qué se reía, y Celia, que realmente quiso responder, rio más y más alto.
Con el don de la oportunidad como mejor aliado, Inés y Noelia llamaron al timbre de la calle tres veces seguidas —por si el grupo era sordo—, y Celia aprovechó la ocasión para salir del salón tambaleándose, todavía dominada por esa tonta risa, hasta llegar al telefonillo. Abrió sin preguntar quién era y se quedó esperando al lado de la puerta.
Frente a ella, había un enorme espejo rectangular pegado en la pared. Vio su reflejo como si desconociera la imagen que le devolvía el cristal. Se acercó y se estudió: el pelo largo y lacio cayendo por los hombros ligeramente desordenado. Sus labios carnosos y pronunciados pintados de carmín y unas largas rayas negras siguiendo la línea de sus pestañas pintadas con maestría en la superficie del párpado. Se veía muy hermosa esa noche y pocas veces se gustaba a sí misma tanto como lo hacía en ese momento.
Sonó el timbre de la entrada y Celia bajó de las nubes. No miró por la mirilla, porque ya sabía quién venía, y, por eso, se le quedó la cara a cuadros cuando abrió la puerta y se encontró frente a frente con un chico alto, bastante atractivo y de mirada juguetona. Tenía el pelo castaño y largo, la nariz afilada y los pómulos marcados. La ligera barba que cubría la parte inferior de su cara le impregnaba un aire adulto y bastante deseable. Su cuerpo atlético, vestido con un suéter granate y unos vaqueros claros, obstaculizaba la visión del resto del rellano. Celia tragó saliva, sin saber qué decir. Segunda vez que un chico la sorprendía hoy.
—Hola —la saludó él.
—Eh... Hola
—Buenas —saludó otra voz, burlesca.
No había visto que había otro chico detrás del guapo y se quedó de piedra cuando identificó al rebelde vecino del ascensor parado detrás de él, con las espalda apoyada en la pared, divertido, como si la cara boba que ponía ella fuera el chiste más gracioso que le habían contado. En el mismo instante, la puerta del ascensor, situado a pocos metros del vecino, se abrió, y de él salieron dos chicas bastantes conocidas para su recuerdo.
—¡Celia! —gritó Noelia, alegre.
—Hola, guapa —la saludó Inés, con una sonrisa dulce y tranquila.
—Hola —volvió a decir ella, que no perdía la cara de tonta.
—Buenas —repitió el vecino y se rio.
Noelia e Inés miraron de arriba a abajo a los desconocidos y se presentaron, educadas y simpáticas. Ambas notaron el rostro desencajado de Celia, pero se abstuvieron de hacer comentarios sarcásticos, temiendo incomodarla o avergonzarla. Entraron en la casa y la abrazaron a modo de saludo. Ella seguía desorientada, intentando encajar de quién era amigo su vecino para haber acabado los dos en la misma fiesta. Aprovechando que los recién llegados se introducían al resto de grupo, momento en que Dani y Marcos salieron de la cocina para acomodarles, Celia se infiltró en territorio neutral y cogió a Sara de las manos, nerviosa. Sorprendentemente, la notó mucho más tranquila que hacía una hora.
—Hola.
—Hola, Celia —dijo, feliz, y en cuanto la vio mirando de reojo hacia el salón le preguntó—: ¿Qué te pasa?
—Está mi vecino.
—¿Sí? ¿Eso es malo? ¿Quién es? —Sara, como un cisne, estiraba su largo cuello buscando con la mirada al chico que le quitaba el sueño a su amiga.
—¡Disimula, Sara! Pareces la niña del exorcista girando tanto el cuello. Es el del abrigo negro, el que parece que no se haya peinado, con el pelo larguito.
—¡Oye, qué mono!
—Ya.
—¿Vive en tu finca? —La miró, curiosa—. Joder, ojalá tener tus vecinos.
—Es el de los porros. El tonto que fuma en el garaje.
—¿De verdad? —Sara volvió a mirar al chico—. Todo este tiempo me lo he imaginado diferente.
Cuando dirigió la mirada hacia Celia, esta la observaba inquisitiva.
—Lo imaginaba flacucho, con ojeras y pintas de niñato mendigo ¿sabes? Pero visto en persona me recuerda al Timotheé Chalamet en la película que hizo con Selena Gomez. ¿Sabes cuál te digo?
—¿Estás de broma?
—Qué va, te lo juro. ¡Ay, qué rabia! No me acuerdo del nombre...
Celia negó con la cabeza y puso los ojos en blanco, dando por perdida a Sara.
—¿Y tú qué? ¿Qué tal con Dani?
La interrogada se puso colorada y se encogió de hombros a la vez que murmuraba un "no sé" poco convincente. Visto que no estaba muy por la labor de dar explicaciones, Celia no preguntó más y la vio salir de la cocina con la mirada clavada en el suelo, abandonándola en la soledad de esa fría estancia.
Se podían escuchar las risas del grupo pasándoselo en grande afuera. Indecisa e intentando retrasar la entrada al salón, se acercó a la nevera y sacó una cerveza. La abrió y dio un largo trago, sintiendo el placer que le producía aquel líquido frío deslizándose por su garganta.
—Yo también quiero una.
Celia, sobresaltada, se atragantó y tosió varias veces antes de girarse hacia su interlocutor. Marcos asomaba, riendo divertido, con un hombro apoyado en el marco de la puerta, y las manos aguantando varias copas vacías.
—Joder, qué susto —vocalizó ella como pudo, con la cara congestionada y respirando con dificultad—. Casi me ahogo.
—Ya ves, ¿estás bien?
—Sí, te he visto muy preocupado ahí quieto como un pasmarote.
Marcos se rio y se acercó a la pila a dejar las copas. Luego se sirvió otra cerveza y se apoyó a su lado.
—¿No vienes?
—¿Adónde?
—Al salón, con los demás.
—Sí, claro, ahora voy.
Pero no se movió de donde estaba. Bebió otro trago y se quedó en silencio mirando a la pared, un poco incómoda. Cuando Marcos iba a preguntar qué le pasaba, entró triunfal y avasalladora, como era ella, Inés.
Inés Puig Jiménez era un terremoto convertido en ser humano. Su padre, un hombre calmado y muy amable que siempre las invitaba a churros con chocolate en navidad, juraba que su hija no había estado quieta en su vida. La vergüenza era algo extraño y desconocido para ella —sabía qué existía, porque así lo afirmaba la gente, pero no la había sufrido nunca—. Al parecer Inés nació descarada, y creció, siguiendo el ejemplo de su madre, aún más descarada. Era la clase de persona que siempre lucía una hermosa sonrisa, con esos labios finos y rosados, mostrando bien orgullosa todos sus dientes perfectamente alineados.
—Necesito vuestra ayuda, chicos —les dijo—. Es superimportante. De verdad, vamos a tener que cooperar todos para que las cosas salgan bien.
La extraña pareja que se mantenía apoyada en el mueble de la cocina, con cerveza en mano, la miró, dubitativa, sin entender a qué se debía tanto escándalo.
—¿Pero qué dices? —preguntó Celia.
—¡Qué necesito vuestra ayuda! Escuchadme bien: tenemos una misión de vital importancia esta noche. ¡Qué digo una! Tenemos dos misiones de vital importancia.
—Sorpréndenos, Inés. —La retó Marcos, divertido.
—En primer lugar, debemos conseguir, cueste lo que cueste, que Dani y Sara se enrollen. Lo están deseando el uno y la otra. No miento, les he sondeado y es bastante evidente.
—Es un reto muy ambicioso —comentó Celia—. Imposible.
—Bueno, pues que se den el número de teléfono.
—Eso es más factible. ¿Qué es lo otro?
—Viene Olga —dijo Inés, con rostro extrañamente serio, y al ver que ninguno de los dos entendía, matizó—: La chica que conoció Noe en la tienda de ropa tan mona que hay en la calle Colón, la que le tiró la caña mientras se probaba una faldita...
—¿En serio? —Celia abrió la boca, sorprendida—. Esa quiere algo...
—Claro que sí, comerle la boca. Esa es nuestra segunda misión.
—¿Comerle la boca a Noe o a Olga? —preguntó Marcos.
—Tú eres tonto. Que se la coman entre ellas.
—Ya lo sé, era una broma.
Los tres se rieron e Inés cogió de la mano a Celia, y, sin más dilaciones, la forzó a seguir sus pasos hasta integrarse en el grupo, sentándose en un sofá, en los dos únicos huecos libres del salón. La una al lado de la otra, mano a mano. Y a la derecha, junto a Celia, estaba su vecino con esa sonrisa pícara y traviesa, devorándola con la mirada.
De nuevo os agradezco que hayáis llegado al final de este segundo capítulo, ¿os está gustando?
Si es así, recordar darle un toque a la estrellita ⭐️
¿Qué creéis que pasará con estos dos amigos que tan estupefacta han dejado a nuestra Celia? Os leo 👀
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