7. LÚGH. Diez razones para odiar a Canopus.

  Al entrar en la sala de mando y ver a Andrómeda echándose en los brazos de Canopus, anoto en mi lista varias razones más para odiarlo:

1-Es un hombre muy guapo y de más o menos mi edad.

2-Soba a mi futura novia y le dice palabras cariñosas delante de mí como si yo fuese una máquina sin sentimientos.

3-Es neutrino igual que Andrómeda y yo no.

4-Lleva años trabajando con ella.

5-Es subcomandante de la Andrómeda I y yo casi un polizón.

6-Es más inteligente que yo, parece que lo sabe todo.

7- Conoce todos los secretos acerca de todas las tecnologías.

8- ¿Para qué engañarme? Cualquier mujer lo consideraría guapísimo.

9- Puede estar con mi chica siempre que lo desea, y, encima, sabe hacer que ella lo bese y que lo abrace.

10-¡Va a ser él quien me dé las lecciones!

  Sí, después de habernos besado como si no existiese un mañana y de pasar golpeando toda la noche, frustrados, la puerta de acero de la sala G B cuarenta y cinco, Andrómeda ha preferido escapar a reconocer que siente algo por mí. ¡Es demasiado obvio! Se escuda, seguramente, en que es una neutrina, y, por tanto, incapaz de responderme de la misma manera, rebosando sentimientos.

  Porque para mí también es evidente que las clasificaciones que han construido son solo mentales. A los neutrinos les embargaba el pánico ante el mero hecho de reconocer la humanidad que portaban dentro, de modo que la constriñeron de tal forma que ahora son incapaces de reconocerla.

  Mientras Canopus me da las lecciones de hoy y me explica que soy en parte neutrino, me digo que tengo que hacer un añadido:

10- ¡Va a ser él quien me dé las lecciones! Y, encima, es un excelente profesor, al punto de que me olvido (temporalmente) de que lo odio.

  Decido que lo mejor es sincerarme con él para que sea consciente de que lo mío con Andrómeda va en serio. Ante mi desconcierto, lo único que consigo es que se ría a más no poder de mí.

  Pero cuando salgo de la sala me olvido de su descortesía al tropezar con mi futura novia. Nuestros cuerpos se funden uno en el otro, acariciándose sin poderlo evitar, y una ola de calor me sube desde las piernas, pues siento contra mí cada una de las pequeñas líneas y todas las curvas. Además, nuestras miradas no se evaden. Puedo apreciar, inclusive, los pequeños brillos dorados de un tono más intenso dentro de los maravillosos ojos y su desconcierto al golpearla la misma atracción que me ata a ella. Aunque sí existe una diferencia: sé que también la amo y Andrómeda todavía no, necesita más tiempo.

  Como soy consciente de que además de Canopus mi chica debe saber que voy a por ella de una manera formal, la sujeto de los hombros y le informo:

—¿Sabes, Andrómeda? Soy el príncipe heredero de Taranis y el futuro gobernante. Mi padre es el rey Balar. Creo que es algo muy importante a la hora de que te decidas entre él y yo. —Señalo despectivamente a Canopus.

  A pesar de que estamos bastante lejos del otro hombre y de que mi voz es apenas un susurro que acaricia el lóbulo de la oreja y el cuello de Andrómeda, él parece escucharme porque vuelve a troncharse de la risa y con una intensidad mayor.



—Ven, Lúgh. —Ella me coge de la mano.

  Me conduce hasta la zona donde se halla el gigantesco cristal que permite observar el espacio.

—¿Te parece, Lúgh, que el hecho de que seas príncipe de Taranis tiene alguna importancia aquí? ¡Fíjate bien! ¿Acaso ves, siquiera, tu pequeño planeta, Pangea, entre todas estas galaxias? Es importante que comprendas, además, que tus ojos te engañan: la luz tarda en llegar, así que vemos estrellas que han muerto hace cientos o millones de años. En el Universo, Lúgh, todos somos menos que un diminuto grano de arena.

  Tardo en asimilar las palabras de Andrómeda. Cuesta comprender que las riquezas y que los honores que disfrutaba por el mero hecho de ser el primogénito del rey aquí no significan nada. Es más, me siento un poco culpable porque, realmente, no hice nada para ganármelo, solo nacer. 

  Supongo que ella nota mi desconcierto porque agrega:

—Por otra parte, Lúgh, yo no tengo necesidad de elegir entre él y tú. Te he explicado que nosotros funcionamos de otra manera, no consideramos que los demás sean de nuestra propiedad. Pero, si me obligaran a elegir, tendría que optar por Canopus: en esta nave todo depende de él, sin mi subcomandante la Andrómeda I quedaría a la deriva.

  Y así, conteniendo la risa, el objeto de mis deseos avanza dentro de la sala. La puerta se cierra, separándonos. Y, lo peor: la encierra con Canopus. Los imagino cuchicheando acerca de mi osadía y luego besándose desesperadamente y haciendo el amor hasta caer exhaustos. ¡Tengo que regresar ahí, no puedo dejarlos solos!

  Cuando estoy a punto de volver sobre mis pasos, me contengo. Si lo efectuase lo único que confirmaría sería que ella tiene razón. Así que me refugio en mis estancias durante toda la tarde. Es más, no deseo compartir con ellos ni siquiera la cena. Directamente no asistiré, no proporcionaré ninguna explicación. Pensándolo bien, no creo que la necesiten, lo que me sucede es elemental.

  Controlo los deseos de patear los objetos metálicos que hay alrededor de mí y que, con el paso de los días, se tornan familiares. Me contengo, principalmente, por no incomodar a las máquinas, que poco a poco se me van acercando de nuevo. Además, ya sé que ante cualquier nueva ofensa serían capaces de electrocutarme o de tirarme al espacio o algo aún peor. Cuesta asumir que existen necesidades que no puedo satisfacer por más que me empeñe. Para mí está tan claro que Andrómeda y yo somos el uno para el otro, que me resulta inexplicable que ella no se percate de esto.

  Sin embargo, hay algo que sí tengo clarísimo: debo elaborar un plan para librarme de Canopus. Un plan honorable, por supuesto, nada de empujarlo al espacio cuando se abra alguna puerta, por más que me tiente. Ni de hablar con maledicencia por detrás de él. Solo se me ocurre uno que respete todas estas condiciones: retarlo a un duelo de fuerza o con espadas, como él prefiera.

  Es una pena que solo seamos tres humanos en la nave porque las reglas exigen que cada uno lleve un padrino. Aunque, con lo inteligentes que son las máquinas y los robots en la Andrómeda I, podríamos pedirles a dos que ejerzan estas tareas. Yo me vería más limitado a la hora de la elección, por supuesto, pues el único al que hasta ahora no he ofendido es el que se encarga de mi vestimenta. Si Canopus acepta se lo pediré a él.

  Siguiendo un impulso, salgo de los aposentos para poner en conocimiento de mis intenciones al rival. Me sorprendo al ver que Andrómeda camina delante de mí, sin percatarse de mi presencia.

  ¡Por los dioses del cielo! Luce una piel pequeña de color blanco, que deja expuesto todo el cuerpo. Le observo el trasero, apenas cubierto, las piernas y los brazos desnudos, aterciopelados, la espalda con transparencias que dejan poco a la imaginación. ¡Qué silueta! Me siento acalorado al instante y las manos me tiemblan, deseando acariciarla. Decido seguirla y olvidarme de Canopus por un rato.

  Se nota que está muy concentrada porque continúa ignorando que me hallo aquí. Me gustaría creer que soy la causa de tanta abstracción, pero no me resulta lícito engañarme: Canopus va muchos pasos por delante de mí.

  Dejo, bruscamente, de pensar en ello, cuando Andrómeda llega a una sala que desconozco y entra. Antes de que se cierre la puerta me escurro detrás de ella. Al mirar alrededor, me quedo sin respiración.

  Allí dentro hay una piscina con forma de burbuja gigante, que imita las olas suaves del mar. Añadido a ello da la impresión de que por arte de magia penetra en el espacio y que este la sostiene. Mi futura novia se acerca al borde, se estira y luego salta dentro de ella con un gran impulso. Corta las ondas, nadando con largas brazadas.



  Me quito los extraños zapatos que me han proporcionado,  y, sin poderlo evitar, me aproximo a donde poco antes se encontraba ella. Ahí, me siento. Chapoteo con los pies en el agua intentando llamarle la atención. Luego apoyo la espalda sobre el suelo metálico, sintiéndome parte de este trozo de Universo repleto de estrellas y de planetas cuyos nombres ignoro. Que pueden estar vivos o muertos, porque sus luces son engañosas, y, al mismo tiempo, nos abren las puertas a maravillas indescriptibles, pues las palabras no alcanzan. Mientras, nosotros, de tan pequeños no somos nada. No sé qué es más bello y extraordinario: si la hermosa mujer que tensa los músculos y desliza el cuerpo dentro del líquido o la imagen del espacio que, al fondo y extremadamente viva, le sirve de marco a su belleza.



  Al regresar y acercarse al extremo en el que me hallo yo, nota mi presencia.

—¿Sorprendido con nuestra piscina, Lúgh? —me interroga, sonriendo.

—¡Es increíble! —exclamo, refiriéndome más a Andrómeda que a la alberca.

—¿Sabes nadar? —me vuelve a preguntar con un brillo pícaro en la mirada.

—Sí, es una pena que ahora no vista de forma apropiada —me lamento, mirándola sin parpadear.

  El agua es tan cristalina que contemplo su figura apenas provista con la pequeña tela.

—¡Ay, Lúgh, no te preocupes por eso!

  Y, cogiéndome del brazo, me tira dentro de la piscina. Al principio, pasmado, me hundo. Ella permanece cerca, pendiente por si me tiene que rescatar de nuevo. A pesar de la sorpresa enseguida me repongo y pataleo, saliendo a la superficie.

  La naturalidad de Andrómeda me derrite, su risa me acaricia. Empieza a nadar, una vez más, hacia el lado contrario. Hago lo mismo siguiéndole el ritmo. Freno la potencia de la brazada para no superarla y que la recorramos juntos.


  En silencio y sin parar, vamos y venimos en tantas ocasiones que pierdo la cuenta. Finalmente salimos del agua y nos sentamos en el borde, contemplando hacia afuera. Una estrella fugaz parece pasar tan cerca que me da la impresión de que se hunde dentro de la piscina.

—Está a años luz de aquí. —Me tranquiliza Andrómeda, cogiéndome de la mano.

  Por respuesta pego la boca a la de ella. Le entreabro los labios con la lengua, disfrutando con la superficie aterciopelada. Saben a algo dulce que yo desconozco, pero estoy seguro de que no olvidaré este sabor por el resto de mi vida.

  Me dejo caer dentro de la piscina y la arrastro. En esta zona no es profunda y los dos hacemos pie. La rodeo con los brazos, ajustando nuestros cuerpos. Le muestro mi necesidad, la pasión que me arrasa, cuánto deseo que sea mía, fundirme en ella como miel derretida. Andrómeda no solo se deja llevar, sino que me recorre la espalda y el pecho con las manos como si no pudiese parar.

  Lo tomo como una señal de que siga. Dudo entre probar cada pequeña parte de ella y mis intenciones de respetarla, pues busco que sea mi mujer, mi compañera, mi amiga y no un simple revolcón. Es solo un instante de vacilación que finaliza cuando empiezo a bajarle la diminuta cremallera delantera del bañador.

  En el momento en el que, ¡al fin!, consigo hacerlo, los pechos llenos escapan de la ajustada prisión y se me acoplan a la perfección dentro de las manos. Las pequeñas olas nos mecen uno contra el otro, y, al burbujeo del agua, se suman nuestros gemidos y nuestros suspiros.

  Cuando, creyendo que en esta oportunidad nos encontramos los dos en la misma frecuencia de onda, se escucha la voz de Canopus desde todos los ángulos.

—Ven a la sala de mandos, Andrómeda. —La voz de él es enérgica—. Debes ponerte en contacto con nuestros superiores.

  Ella, sin dirigirme una sola palabra, se acomoda el bañador y sale de la piscina como si mil cortadores de brazos  la persiguieran.

  Todo lo sucedido dentro del agua reafirma mi decisión: el duelo entre Canopus y yo no puede esperar.



https://youtu.be/aPNCE0wsbcY

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