6. La historia de Pangea.
—¡Buenos días estelares, Comandante Andrómeda!
—Buenos días estelares, Generala Halley. —La muchacha se halla cabizbaja.
Vacila durante un par de segundos, después de rozarse las manos dentro de la pantalla, y continúa:
—El contenido de nuestra conversación no será grato, generala. Me temo que le he fallado a nuestra federación al incumplir las normas que rigen la labor de una Protectora. Pongo mi cargo a su disposición.
—¡¿Y eso, comandante?! —Se asombra su interlocutora—. ¿Le ha sucedido algo a la nave? Si la ha estrellado contra algún planeta creo que...
—No, la Andrómeda I se encuentra en perfectas condiciones. —Se apresura la joven a responder—. Se trata de Lúgh.
—¿Lúgh? —El rostro de la superior luce anonadado.
—Nuestro P1. —Baja la mirada—. Me ha besado y durante unos cuantos minutos lo he consentido.
—¿Y le ha gustado? —le pregunta Halley, desconcertándola.
—Muchísimo y tengo que confesarle, generala, que me encuentro muy confusa por esto. —Se lleva la mano a la frente en un gesto nervioso—. Soy consciente de que con esta conducta acabo de convertir en polvo estelar el listón de todos los Protectores que me precedieron. Durante miles de años al viajar de una galaxia a otra han cumplido con las expectativas, poniendo su labor y las normas de la federación por delante de cualquier deseo prohibido. Os he fallado y también a todos ellos. De verdad, lo siento.
—Bueno, he pensado que su problema era más importante, relájese. —La tranquiliza la otra mujer—. Voy a hacerle yo una confesión en respuesta a la suya. Dada la cadena de mando no debería, pero al verla tan acongojada es imperioso que la efectúe: hasta el día de hoy usted, Comandante Andrómeda, ha sido la única que jamás se ha saltado el protocolo y que ha seguido las instrucciones al pie de la letra.
—¡¿Solo yo?! —La chica abre la boca desmesuradamente.
—Solo usted. —La voz de Halley es apenas un susurro—. Por este motivo desde hace cuatro mil años es obligatorio que cada Protector viaje acompañado de un androide, según las inclinaciones y las preferencias, para desahogar con el sus necesidades. E, incluso así, nuestras normas han volado por el espacio y caído en un agujero negro, por así decirlo.
—¡¿Sí?!
—Sí, comandante. —Y la mujer mueve la cabeza con contundencia—. Claro que siempre se trataba de deslices con miembros de nuestra federación, nunca con un P1. Si le soy sincera, tengo muchísima curiosidad. ¿Qué tal besan los primitivos?
—Este es el gran inconveniente, generala, los primitivos besan de maravilla. —Baja también el volumen como si Lúgh la pudiese escuchar—. Si no hubiese empleado toda mi fuerza de voluntad en terminar con el principio de apareamiento, imagino que hubiéramos acabado con un problema mayor.
—Mmm, así que besan de maravilla, Comandante Andrómeda.
—¡Sí, generala, como los antiguos dioses del Olimpo! —le aclara la chica, pasándose las manos por los labios, igual que si Lúgh aún se los estuviese besando—. Ponen la vida en la tarea. ¡No sé cómo explicarlo! Para ellos no es un desahogo automático entre medio de labores más importantes, una simple liberación física, sino que son capaces de hacerte creer el centro de la galaxia o del Universo. De hecho, sus besos me hicieron sentir como si me hubiera atravesado un cometa o del mismo modo que si me hubiese acercado a una estrella.
—¡Qué curioso, quien lo diría! —La interlocutora parece pasmada—. No hay antecedentes acerca de esto, de una unión esporádica entre un P1 y una P10.000, así que todo lo que me acabas de manifestar me ha dado mucho en lo que reflexionar. Por supuesto, tendré que llevarlo al concejo. Pero quédate tranquila: no aceptaremos tu dimisión. Para separar a un Protector del cargo se requiere unanimidad y mi voto será en el sentido de que tú permanezcas en activo. Eres nuestra mejor Protectora.
—¡Gracias, Generala Halley! —exclama Andrómeda, feliz.
—En cuanto tenga novedades me pongo en contacto. —La superior extiende la mano dentro de la pantalla—. Sin duda, dada la premura del asunto, nos reuniremos hoy y en nuestro parte de mañana tendré algo para decirte.
—Quedo en modo espera. —La muchacha le roza la palma—. Y muchas gracias por tu comprensión, generala.
Cuando la imagen de Halley desaparece, Andrómeda gira y le informa a Canopus:
—Está hecho.
El androide se acerca a ella y le da una palmadita cariñosa en la espalda.
—¿Ves, estrellita? —Le acaricia la cara—. Como te decía, todo ha salido bien.
—Sí, por suerte, estaba muy preocupada. —Se alisa el entrecejo, se halla agotada mentalmente.
Estas palabras son como un mantra, pues desde el beso no ha dejado de repetirlas.
—Motivos para estarlo tenías, nebulosa mía. —Y le frota el hombro.
—Ahora solo debo controlarme y hacer mi trabajo, amigo. —Se siente más optimista—. Intentaré no mirar a Lúgh del cuello hacia abajo. Quizá hasta debería permitirle que vuelva a sus ropas antiguas.
—Sabes que esto resulta imposible. La piel espacial no es solo decorativa, también nos brinda protección —la contradice el androide, negando con el dedo índice al mismo tiempo.
—Ya, pero le marca cada músculo y sobre todo el paquete. Estarás de acuerdo conmigo, cielito, en que Lúgh tiene un cuerpo increíble, debo evitar esa distracción. —Ella lanza un suspiro—. Pero tienes razón, como comandante de esta nave mi obligación es protegerlo.
Hace una pausa, recordando, y luego le pregunta al androide:
—¿Por qué crees que a Lúgh le ha sucedido esto justamente conmigo? Aunque igual la respuesta es obvia: ¿porque soy la única mujer en la nave?
Él esboza una sonrisa burlona y la interroga:
—¿Te ves en el espejo todas las mañanas, galaxita?
—Por supuesto, cielito.
—Entonces verás que eres muy hermosa, Andrómeda. —Y luego le da un golpecito cariñoso en la nariz—. La combinación de ojos dorados y de cabello tan rubio es inusual dentro de la federación y también en Pangea, según todos los datos de los que dispongo. No es de extrañar que, físicamente, Lúgh se sienta tan atraído hacia ti. Además...
—¿Además? —inquiere la muchacha, curiosa.
—Además puede existir una explicación complementaria. Los psicólogos primitivos llamaban transferencia a una situación muy parecida a la vuestra —le comenta Canopus, suavizando la entonación.
—¿Transferencia? —se desconcierta la joven.
—Al Lúgh despertarse y comprender que le has salvado la vida —continúa explicándole el androide, hablando pausado—, puede que haya traspasado de otras personas de Pangea a ti todos sus impulsos, los deseos y los sentimientos. Si a esto se le añade que eres la única chica, y, además, que representas para él algo así como su terapeuta y su profesora...
—Entiendo —lo corta Andrómeda, sin decidirse a considerar si esta información la alegra o la molesta.
—Y, ante esta conducta de Lúgh, se da una reacción de tu parte, la contratransferencia, porque tú le respondes de la misma manera.
Ahora sí, al encontrar una causa racional al torbellino que le revuelve todo por dentro cuando Lúgh está cerca, el optimismo la invade. Intenta eludir los pensamientos acerca del cuerpo robusto de Lúgh prácticamente empotrado contra el de ella, en tanto los labios le recorrían la boca. También el recuerdo de los ojos grises perdiéndose en los suyos, y, lo más cautivador, la lengua rozándole la piel del cuello y provocándole un deseo tan intenso y descontrolado que ha tenido que pasar la madrugada entera con la barra de acero en la mano y aporreando algo.
—He estado toda la noche despierta, cielito.
—Lo sé, galaxita. —Él ríe muy divertido—. Lo he pasado genial al veros descargándoos con la pobre puerta. Además, lo más gracioso, en el escáner de la nave la lectura física de ambos era muy parecida.
—¿Muy parecida? —Se asombra la muchacha.
—Sí, casi calcada —y luego le pregunta—: ¿Qué te parece si vas a descansar un rato y hoy le doy yo las lecciones? Después, si así lo deseas, te nos unes. O, de lo contrario, si prefieres mantenerte al margen hasta que vuestras hormonas se tranquilicen, dejas todo en mis manos.
—¡Qué haría yo sin ti, cielito! —Andrómeda le da un beso, justo en el instante en el que la puerta se abre y aparece Lúgh parado del otro lado.
—Buenos días estelares —saluda él, clavando la vista en Canopus como si lo estuviese tajeando con la espada.
—¡Buenos días estelares! —y aproximándosele, le informa—: Hoy estarás a mi cargo. Andrómeda debe cumplir con otras funciones para la federación. ¿Qué te parece, amigo?, ¿empezamos ya?
Si a Lúgh le propinasen un puñetazo en plena cara con la máxima fuerza luciría menos dolido que ahora. Ella, por un momento, se siente culpable, como si le fallara. Algo que no comprende del todo porque, se dice, sus obligaciones primero están con su puesto como Protectora.
—Me retiro, entonces —y luego se despide de Lúgh—: Sácale provecho a tus lecciones. Nos vemos después.
Más tarde, cuando ellos se encuentran instalados en la sala de estudios con la mesa colmada de dispositivos electrónicos cuyo uso el hombre aprende de a poco, Canopus le indica:
—Hoy empezaremos por lo básico, Lúgh. Es necesario que conozcas de dónde procedes.
—Esto ya lo sé —le discute él, mordiendo las palabras—. Sé que provengo de Taranis. O, como dirías tú, de Pangea.
El androide, con una paciencia infinita ante su malhumor, añade:
—Me refiero a más atrás, Lúgh. Hace mucho, mucho tiempo, los tuyos eran neutrinos igual que nosotros.
—¿Eran de Neutrón? —le pregunta él, más interesado.
—Sí, amigo.
—¿Y cómo es ello posible? —se desconcierta, levantando los brazos y abarcando con ellos la estancia—. ¿Cómo alguien pudo renunciar a esto?
—Muchas personas estaban cansadas de depender de las máquinas y de la tecnología para todo —le explica con calma—. Según ellos, en el proceso habíamos producido un efecto negativo en la Naturaleza así que proponían volver a ella, a nuestra esencia, y vivir de lo que la Naturaleza nos proporcionaba. Los llamábamos naturinos. Se decidió en el concejo que estaban en su derecho y buscamos un mundo que se adaptara a sus necesidades. Pronto dimos con el planeta Tierra.
—¡Qué nombre tan extraño! —exclama Lúgh, rascándose la nariz, intrigado a pesar de que es Canopus el que le proporciona la enseñanza.
El androide, en cambio, piensa que el hombre no se distrae al estar ausente Andrómeda, pues normalmente se halla pendiente de la belleza de la chica y de cada uno de sus gestos.
—Sí, es un nombre extraño, debieron llamarla Agua. —Y extiende la mano en el aire, haciendo que aparezcan ocho bolas de distinto tamaño, que giran alrededor de un fuego que lanza cada tanto destellos—. Esta era la Tierra y este el Sol, su estrella. Había otros planetas enanos, pero no los incluyo para simplificar. Todos formaban parte del Sistema Solar y este de la Vía Láctea, su galaxia.
Canopus se detiene para analizar si el hombre le presta atención.
—Entiendo. —Lúgh se ve muy interesado—. Prosigue.
—Llevamos a tus antepasados a vivir allí. Había otros habitantes, muchísimo más primitivos, pero con características comunes, que descendían de los primates. Con el paso del tiempo los descendientes se olvidaron de que eran neutrinos y se mezclaron con los terrícolas. A lo largo de los milenios se fue perdiendo en la memoria y solo quedaban testimonios de nuestra intervención en las pinturas de las cuevas y de las pirámides. Más adelante sospecharon que algo no cuadraba al no encontrar el eslabón que les faltaba, nosotros. Empeñaron mucho tiempo y dinero en descifrar el genoma humano de las distintas razas y tipos en los que estaban divididos. Guardaron en secreto la información cuando confirmaron sus sospechas, la existencia de adn extraterrestre, y las veces en las que nos dejamos ver por algún error. Progresaron, pero no de la manera correcta ni como deseaban los naturinos: todo su legado se desvirtuó. Inventaron bombas atómicas, destruyeron el aire, a otras especies, la vegetación, se enfrentaron unos a otros y arrasaron su mundo.
Canopus vuelve a hacer otra pausa con la finalidad de causar efecto y de examinar a su interlocutor. Al parecer queda contento, puesto que esboza una sonrisa.
—Llegados a este punto solo le restaban meses de vida al planeta. Por este motivo las autoridades y otras personas poderosas, es decir, únicamente poco más de mil privilegiados, abandonaron a todos a su suerte. Previendo esta posibilidad décadas antes habían explorado y acondicionado este planeta que ves aquí, Marte. —Y le señala la esfera roja alrededor de la cual giran dos satélites—. Ahí las condiciones eran extremas. Ni siquiera podían vivir sobre la superficie, tuvieron que construir debajo del suelo para protegerse de las inclemencias del clima.
El androide se detiene, y, mirando a Lúgh directo a los ojos, con énfasis le cuenta el desenlace:
—Abandonaron al resto, millones de los suyos, para que murieran junto con el planeta. ¡Imagínate, Lúgh, los condenaban a la peor de las muertes! Entonces el concejo decidió que no podíamos permitirlo. No hubo siquiera debate, se resolvió por unanimidad que los rescataríamos. Así lo hicimos: los llevamos a Pangea junto con las especies y la vegetación que sobrevivió. Tú eres uno de sus descendientes, Lúgh.
Observa cómo el otro hombre se sorprende.
—Sí, amigo. Les borramos las memorias para que empezaran de cero, sin esos recuerdos horribles. Para que se olvidasen de las armas y de las máquinas que los llevaron a la destrucción total, con la finalidad de que tuvieran otra oportunidad. Los cambiamos de galaxia, inclusive, y los trajimos a Andrómeda para que viviesen lo más lejos de los terrícolas de Marte que los engañaron. Y aquí os encontráis ahora, Lúgh, en un nuevo planeta, combatiendo otra vez entre vosotros, pero, afortunadamente, sin tecnología que haga que os convirtáis de nuevo en polvo interestelar. Es más, una de nuestras labores es sabotear la posibilidad de que accedáis a estas fuentes de energía, ya que está claro que no sabéis controlarlas y perdéis la cabeza.
—¿Y si pudisteis borrarle la memoria a millones de mis ancestros por qué no habéis podido hacerlo conmigo? —le pregunta Lúgh, levantando una ceja.
—No tenemos idea, no hay razones físicas para ello —le confiesa Canopus—. Tengo mi teoría, pero hasta no estar seguro no te la puedo explicar.
—Yo sí lo sé, neutrino. —El hombre lo mira fijo—. Vi a Andrómeda y me enamoré de ella en ese mismo instante. Su presencia me entró por los poros y se convirtió en parte de mí. Tal vez para demostrar que mi amor hacia ella es mucho más fuerte que todas vuestras poderosas máquinas.
—Comprenderás, Lúgh, que Andrómeda es una Protectora y se debe a la federación —le explica el androide lentamente, hablándole casi con cariño.
—Y tú comprenderás —le replica él, mirándolo desafiante—, que lucharé contra ti por Andrómeda hasta el final y que gane el mejor de los dos. No permitiré que otro hombre me la robe. Ni siquiera tú, Canopus. Quería que lo supieras para que no haya malentendidos. En otras circunstancias es posible que llegase a apreciarte.
—Y yo agradezco tu sinceridad, Lúgh. —Su interlocutor sonríe.
Pero no se puede contener y empieza a reírse a carcajadas. Lúgh, creyendo que se burla de él, gira y se encamina, molesto, hacia la puerta. Elige, sin saberlo, justo el instante en el que esta se abre y entra Andrómeda en la dirección contraria.
Caen uno sobre otro sin poder evitarlo. Los cuerpos se pegan, reconociéndose, como si uno fuese un imán y el otro un trozo de hierro.
https://youtu.be/UfYrfiPTQ58
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