5. LÚGH. Deseos y obligaciones.

Nunca me ha resultado tan difícil controlarme. Es insoportable ver a ese hijo de mala madre deleitándose con lo que yo más anhelo. Y, también, diciendo las palabras de amor que me muero por pronunciar.



  ¿Cómo es posible que mi primer flechazo sea con una mujer comprometida? Pero no puedo evitarlo: ¡lucharé por ella! Y, al final, ganaré. Saldré victorioso y me perderé en los labios sensuales de Andrómeda largas horas y quizá durante días enteros. Le pese a quien le pese y aunque no sea un proceder honorable.

  Por eso, cuando me reúno con ella en la sala de estudios, la única idea dominante es conocer hasta qué punto llega su relación con Canopus. Lo que no me esperaba es que, entre medio de una serie de explicaciones extravagantes acerca de las costumbres de su planeta, me dijese que no son marido y mujer, sino solo amigos.

  ≪Tengo que besarla≫, pienso. Estoy seguro de que las palabras y de que las etiquetas que ella instala como barreras entre ambos no serán nada cuando sienta mi cuerpo a lo largo del suyo. Clavo la vista en Andrómeda tratando de expresarlo con la mirada, al igual que los sentimientos que me desbordan. Quizá, así, logre hipnotizarla, hacer que me vea de otra forma, como una persona igual a ella y no como un simple P 1. Tal vez, incluso, como un neutrino más. Porque ella entiende nuestras diferencias como muros impenetrables, en tanto que para mí son solo puentes.

  La atracción instantánea que he sentido me ha hecho reflexionar. Sospecho que, en el fondo, esperaba que un sentimiento así despertara en mí y por este motivo me resistía tanto a decidirme por alguna de las candidatas. Es más, puede que me estimulase un destino distinto a ser rey de Taranis y casarme con una de ellas volvería esta situación irreversible, pues no habría marcha atrás.

  ¿Y si me encariño todavía más con Andrómeda y luego me devuelven a mi planeta? No quiero ni pensarlo, no soportaría perderla ahora que la he conocido. El vacío que me produce reflexionar acerca de ello hace que le tire de la mano, cogiéndola desprevenida, y que me la siente sobre la falda.

  Soy consciente de su asombro, justo antes de aproximar la boca hacia ella, lanzando un suspiro. Al rozarle los labios, con ternura, me percato de que solo vivo para esto: Andrómeda me ha rescatado para que disfrute besándola. Es más, sin saberlo estoy aquí para enseñarle que juntos seríamos capaces de hacer prodigios.

  No me suelta, lo que me produce un ramalazo de alegría. Así que recorro los labios llenos, dulces, con la lengua, probándolos y siendo parte de mí, tal como he soñado hacerlo desde la primera vez. Al principio Andrómeda solo recibe mi calor, pero, paulatinamente, se suaviza y comienza a responder con pasión a mi contacto.

  Me acaricia la cabeza, pero, por desgracia, casi carece de pelo. Extraño mis rizos a la moda de los guerreros. Sé que si estuviesen como antes la volvería loca, aunque esto ahora no importa. ¡Al fin un acercamiento! ¡El deseo nos emana por todos los poros!

  Me levanto y vuelvo a tirar de ella, poniéndola de pie, y se funde contra mí. Tanto la abrazo que el aire no pasa entre los dos. Recorro ahora el cuello de Andrómeda con los labios y lo acaricio con la lengua, soplándolo. El estremecimiento que produce en ella me encanta y quiero hacerla mía ya, en la sala de estudios, no puedo esperar. En ningún momento me animo a hablar, sería poner una barrera a lo que está sucediendo, pues las palabras hasta ahora nos han separado.


  De improviso, cuando me hallo seguro de que Andrómeda ha caído bajo el hechizo de mis caricias, como todas las demás, ella me suelta. 

  Me desconcierta su tranquilidad cuando me comenta:

—Gracias, Lúgh, por hacerme sentir tanto placer. Me ha gustado mucho la experiencia.

  Mientras, atónito, lo único que deseo es continuar con lo que estábamos haciendo. Pero ella estira el brazo, con la palma en vertical, para que la roce con la mía. Pasmado, lo hago.

—Debes recordar, Lúgh —mi futura novia frunce el entrecejo, antes de continuar—, que nos encontramos aquí para cumplir una tarea muy importante, no debemos distraernos con el sexo. Es más, no deberíamos siquiera pensar en volver a hacerlo: yo, como Comandante de la Andrómeda I, debo responder por tu seguridad y sin ninguna distracción de este tipo. Y tú tendrías que recordarlo también.

  Me cuesta digerir el significado del pequeño discurso. ¿Por qué? Porque me resisto a fingir que nada ha pasado, como propone ella.

—¿Lo que me quieres decir, Andrómeda, es que lo que ha ocurrido ahora entre nosotros jamás volverá a pasar?

—Sí, exacto. —Mueve de arriba abajo la cabeza.

—¿No te ha gustado? —insisto, con reticencia, intentando que cambie de opinión—. ¿No deseas continuar con los besos?

—¡Claro que me ha gustado, Lúgh, besas genial! —exclama Andrómeda, mirándome con esos ojos dorados que me vuelven loco—. Pero no hablamos de deseos, sino de obligaciones.

—Ya, es muy sencillo decirlo.  —Mi intención no es burlarme de ella, pero me parece imposible que tenga la voluntad suficiente como para parar—. ¿Pero cómo hago, después de haber probado tus labios para quitarme las ganas de seguir haciéndolo?


—Te diré lo que me funciona para quitarme el estrés, que es una de las formas que utilizamos en Neutrón para liberarnos de la tensión —me confiesa, volviéndose a sentar y dándome una palmadita en la mano para que haga lo mismo: me molesta que equipare el estrés con el deseo y el amor—. En la sala G B cuarenta y cinco hay una puerta de acero y varias barras del mismo material. Pide que te digan cómo llegar allí y utilízalas.

  Y después sigue enredándose y enredándome con las enseñanzas estrafalarias, cuando lo único en lo que yo medito es en cómo desnudarla y cómo acariciar su magnífica piel blanca, que parecía brillar en la única ocasión en la que pude verla desnuda.

  De repente, me invade una curiosidad.

—¿Hay algo aquí que provoque que uno se vea más guapo? —y, haciéndole un guiño que siempre ha funcionado con mis candidatas y con las conquistas, le comento—: No sé, me parece que me veo mucho más apuesto.

—¡Claro que te ves muchísimo más apuesto, Lúgh! —exclama ella, con lo que me siento algo resarcido—. La alimentación de la nave es especial, hace que salga física y mentalmente lo mejor de nosotros mismos.

—Pero yo me alimento con la comida de mi pueblo. —Me asombro, no he meditado en todo esto—. Siempre pido platos de Taranis.

—Se elaboran a la manera de Pangea, pero los ingredientes son todos de algún planeta de nuestra federación —y continúa ella explicándome—: Nuestras normas de calidad son muy estrictas. No nos animaríamos a usar las de otros sitios, salvo que se trate de una situación de extrema necesidad.

  Y tan inusitada me resulta la lección de hoy que, al finalizar y quedarme solo, lo primero que hago es preguntar en voz alta:

—¿Dónde se encuentra la sala G B cuarenta y cinco?

—Sigue las luces verdes, Lúgh, no te perderás —me responde una voz muy parecida a la de Canopus, que viene de todos lados.

—Muchas gracias. —Si algo he aprendido por la fuerza es que hay que ser amable con las máquinas o luego te lo hacen pagar.

  Camino por el lugar que me indican, entre laberintos metálicos y robots limpiadores que se apartan de mí como si fuese un cortador de brazos  o una criatura fantástica malévola. Recuerdo las marcas rojas de mi otro trayecto dentro del bosque, para arribar a mi cita de todos los años, creyendo que se trataba de un fenómeno natural. ¡Parece tan lejano y apenas ha sucedido!

  La puerta de la sala se abre y me encuentro ante otra similar a la que hay en la sala de mandos, puesta ahí con la finalidad de que alguien se desahogue de sus frustraciones con ella.

—¿Qué gracia puede tener esto? —pronuncio, cogiendo una de las barras de acero y sintiéndome muy tonto.

  Podría aprovechar para entrenarme con la espada en vez de hacer el ridículo. Sin embargo, me atrevo a asegurar que, si lo hiciera, resultaría productivo para mí, pero nefasto para la relación que Andrómeda y yo hemos iniciado, pues solo reforzaría lo atrasado que me considera. Es una verdad incuestionable, además: mientras nosotros nos esforzamos peleando cuerpo a cuerpo, ellos dependen de las condenadas máquinas hasta para lo más básico.

  Se me ocurre, al dirigir la vista hacia la puerta con mirada interrogativa, que puedo imaginar que es Canopus. Al instante le propino un golpe tan fuerte con la barra, que me deja el brazo temblando.


  ≪Este es por besarla≫, pienso, ≪Andrómeda es mía≫. Después le lanzo una patada con la pierna derecha, y, a continuación, dos garrotazos mucho más fuertes que el primero. ≪Todo esto es por interponerte entre Andrómeda y yo, ¡imbécil!≫

  Y vuelvo a alternar más patadas contra la puerta de acero, que nada me ha hecho, y que no tiene la culpa de que me haya enamorado de ella en el primer segundo de conocerla y sin ser correspondido. Descargo, así, toda la frustración por no poder estar ahora probando los labios azucarados y por no ser capaz de recorrerle con la lengua el cuello, los tiernos senos, toda su figura.

  Tanta fuerza empleo que no me extrañaría que las máquinas de la nave espacial se acerquen ahora a la G B cuarenta y cinco y me vuelvan a dormir o a hacer algo similar. Parecen haberme cogido manía por un par de encontronazos que he tenido con dos. Pero no, se ve que están acostumbradas al ruido y no consideran que la puerta sea uno de los suyos.

  Un poco avergonzado, una hora más tarde, dejo caer la barra. Tengo las manos en carne viva de tanto sostenerla y respiro muy agitado. No sé qué pensará de mí Andrómeda si le cuentan cómo he abollado el acero hasta casi convertirlo en pulpa. Aunque, considerándolo detenidamente, quizá solo se percate de la necesidad que tengo de ella.

  Pero todo trazo de vergüenza desaparece, varias horas más tarde, cuando hay que dormir y no concilio el sueño. Porque, al llegar a la sala G B cuarenta y cinco para arremeter una vez más contra el objeto de mi desquite y recordar cómo la he besado y acariciado, sintiéndola gelatina debajo de las manos, la veo a ella aporreando una nueva puerta que han colocado. Y de la misma manera frenética en la que lo he hecho yo antes.


  Sin pronunciar la más mínima palabra, cojo una barra y me sitúo a su lado. Andrómeda me mira y lanza un suspiro audible. Luego los dos, sincronizados, empezamos a golpearla una y otra vez, como si hiciéramos el amor.

https://youtu.be/7TDbwRlwLBA



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