12- La sorpresa de Andrómeda.

La comandante y Lúgh desayunan sentados a la mesa, sin dejar de mirarse. Se turnan cada pocos minutos para besarse y para hacerse arrumacos, como si no pudieran dejar de tocarse. Y ello a pesar de que han estado toda la madrugada haciendo el amor.

  De improviso, el hombre pronuncia:

—No has sangrado, Andrómeda...

  La muchacha se sorprende.

—¿Sangrar? —le pregunta, dándole un golpecito en el pecho—. ¿Por qué habría de sangrar?

  Ahora es el turno de Lúgh de asombrarse.

—Todas las mujeres sangran en su primera vez —le explica, hablando con lentitud e intentando que no suene a acusación, aunque en el fondo así lo sienta.

—No entiendo, ¿por qué lo hacen? —lo interroga Andrómeda, intrigada.

—Porque hay una membrana que se desgarra al tener sexo por primera vez —responde, confuso.

—¡Ah, es eso! —exclama, risueña—. Hace miles de años que no la tenemos, ya ni nos acordamos de ella. Fue una de las mejoras que introdujeron nuestros científicos, lo había olvidado. Están prohibidas las diferencias entre hombres y mujeres, y, por este motivo, creyeron que la Naturaleza nos estigmatizaba con una desventaja que era necesario solucionar.

  Andrómeda se detiene, dudando, y le pregunta:

—¿Lo que en realidad deseas saber, Lúgh, es si he tenido otros acompañantes ocasionales en mi cama?

—Sí. —Un poco avergonzado, baja la cabeza.

—Es de mala educación para un neutrino tener este tipo de conversación —le aclara la joven—. Pero ¿cómo puedes pensar que nunca lo he hecho? No te entiendo: ¿por qué habría de esperar para gozar del placer del sexo?

—Esperar a que llegue el amor —protesta él, como si Andrómeda le hubiese pegado con la barra de acero.

—Entonces nunca gozaríamos del erotismo porque para nosotros el amor no existe y nadie lo busca —se burla ella, convencida—. Debo ir a atender mis obligaciones, Lúgh.

  Se pone de pie y camina en dirección a la puerta. Cuando está a punto de llegar, de improviso, se gira y vuelve hasta donde se encuentra el hombre. Se le sienta sobre las rodillas y acerca los labios a los de Lúgh para darle un beso apasionado.

—Nunca he sentido algo similar a lo de esta noche. —Tierna, se pierde en los ojos grises—. Créeme, para mí también ha sido especial.

  Y, sin darle tiempo a reaccionar, abandona la estancia.

  Una vez en la sala de mandos, Canopus la analiza al detalle y bromea en tono divertido:

—¡Vaya ojeras, peores que las del otro día! Se nota que esta noche has dormido menos todavía.


  Ella sonríe.

—Sí, nos hemos divertido mucho —le pone la mano sobre el hombro y agrega:— Muchas gracias por hacerlo posible y por pensar en mí antes que en ti. Si tú no me hubieras animado nada de esto hubiese pasado...

—Lo sé, estrellita, necesitabas un empujón. —Y le da un toquecito en la nariz—. Cualquiera puede observar que estáis hechos el uno para el otro. Claro que ahora que tú ya no me haces caso, quizá podría pedirle a la federación un androide chica, para que se una a nuestra tripulación y que me haga compañía.

—¡Excelente idea! —exclama Andrómeda, abrazándolo—. Necesitamos a alguien más, y, de paso, así me libro de sentir remordimientos.

—Te resistes a emplear la palabra amor, nebulosa mía, pero debes reconocer que inunda nuestra nave espacial. —Canopus lanza una carcajada—. ¿Puedes creer que Lucero se le ha declarado, cantando, a la robot que lleva la lavandería veintinueve? Aludra, se llama.

—¡Con razón estaba tan interesada en la música! —exclama Andrómeda, riendo—. ¡Tengo que ver esas imágenes!

—Sus ansias de aprender tenían esta finalidad —cuchichea el androide—. Antes era el único con inquietudes musicales y ahora desde cada esquina aparece un robot con un bombo, con una batería o con una pianola.

—No pensé que se organizarían tan rápido cuando les di autorización. —La muchacha se alza de hombros.

—Lo que me lleva a reflexionar que la Andrómeda I necesitaba más vidilla —y clavándole la vista, agrega—: ¿Te das cuenta de que Lúgh nos está cambiando?

—Espero que sea para bien —murmura, asombrada, reparando en esto por primera vez.

—Sin duda, estrellita. —Mueve de arriba abajo la cabeza—. Todos nos estábamos convirtiendo en simples máquinas, incluida tú... ¿Quieres que le pida que venga para que le des su sorpresa?

—Sí, es la hora —acepta Andrómeda y estira el brazo y lo roza con la palma de la mano.

Lúgh, por favor, dirígete al observatorio —anuncia Canopus a lo largo y a lo ancho de la nave espacial.

  Quince minutos después, al arribar al punto de reunión, el hombre se maravilla al encontrar a Andrómeda esperándolo y el rostro se le transforma.

—¿Tú? —le pregunta y le acaricia la cara—. Creía que hoy no iba a poder compartir el tiempo contigo. ¿Y las ocupaciones?

—Ya he hecho todo, Lúgh. —La chica se le acerca y le da un beso sobre los labios en tanto él aprovecha para abrazarla con fuerza—. Es hora de mi regalo. ¡Mira!

  Y señala en dirección al cristal que separa la Andrómeda I del espacio, donde se puede observar un planeta.

—¿Pangea? —la interroga, expectante.

—No, Lúgh, a tu mundo hace meses que lo dejamos atrás —le informa y lo coge de la mano al percibir qué tenso está—. Este planeta es Ferrum: te lo presento. Lo llamamos así por la enorme concentración de metales que hay y que le dan este tono grisáceo. Lo vigilamos desde hace bastante tiempo porque sus condiciones son óptimas para la vida humana. No nos gusta que las emergencias nos cojan desprevenidos, hemos elaborado una lista muy exhaustiva con todos los mundos que se adaptan a esta función.

  Lúgh se aproxima tanto al cristal, para apreciar hasta el más mínimo detalle, que apoya la frente sobre él, refrescándose con su textura. Analiza sin parpadear la peculiar combinación de azules, de verdes y de grises.


—Parece como si algún dios hubiese querido incursionar en el arte, creando una pintura como esta. —Lo señala emocionado.

  Luego se gira hacia la muchacha y agrega:

—Muchas gracias por tu obsequio, Andrómeda. Lo aprecio desde lo más hondo de mi corazón, me has conmovido. Nunca creí que pudiera ser testigo de una belleza como esta.

—Este no es mi regalo, cielito —repone ella, lanzando una carcajada—. Ven por aquí.

  Y lo guía en dirección a una puerta colmada de botones y de letras extrañas, que se halla en el extremo izquierdo del observatorio y en la que él nunca ha reparado hasta este instante.

—¿Adónde vamos? —la interroga, curioso.

—A vivir el Universo —le replica, entusiasmada.

—¿A vivir? —le pregunta, confuso—. No entiendo.

—Pronto entenderás —le promete Andrómeda.

  Una vez que traspasan la entrada del hangar, el hombre comprueba que está repleto de naves de distintos tamaños. Camina entre ellas y acaricia las superficies metálicas.

—¿Viajaremos en una? —insiste, la curiosidad lo desborda por todos los poros.

  Sin poder controlarse, atrae hacia sí a la chica y la mira directo a los ojos. Luego le roza los labios, apasionado.

—Te amo —pronuncia con sencillez.

  Ella no le responde con palabras, sino con hechos. Enreda la lengua en la de Lúgh, primero, y luego le recorre cada milímetro de la boca. Después de varios minutos, reacia, se separa.

—Trajes para paseo espacial —ordena con voz clara.

  Y, antes de que él se pueda recuperar del momento de pasión compartido, una piel aparece como por arte de magia y se funde con su cuerpo. Duda si está elaborada de acero, es muy liviana, como si cargara una pluma. Mira a la muchacha, que lleva una igual.

—Los colocamos con el atomizador —le explica Andrómeda.

  Su voz se escucha como de ordinario, aunque sale a través de la protección.

—¿Para qué ponernos esto? —la interroga, desconcertado.

—Las necesitamos porque vamos a caminar por el espacio —le comunica la joven, feliz—. Deseo que vivas Ferrum y que no solo lo contemples desde lejos. ¡Este es mi regalo!

Presión a nivel H148. ¡Podéis divertiros, chicos! —anuncia el androide.

—Abre la compuerta, amigo —le pide Andrómeda.

  En el instante en el que lo pronuncia, la barrera que separa la nave del espacio desaparece. Dan varios pasos hasta que superan el sitio en el que antes se encontraba.

  Al principio, Lúgh se siente indefenso. Le da la sensación de encontrarse perdido en el medio de la nada. Luego, toma conciencia del tamaño de la Andrómeda I. Es tan grande que, mirando de izquierda a derecha, le resulta imposible abarcarla en su totalidad. Le da la impresión, incluso, de que es más grande que el propio Ferrum.



—Suéltate ahora —le solicita la chica.

  Comienzan a flotar y se alejan de la nave.

—No tengas miedo, Lúgh. Canopus puede traernos al momento.

  Él le hace caso. El material del traje, a pesar de su consistencia metálica, es tan elástico que parece que da brazadas en un agua mucho más ligera que la de Pangea. Mueve las piernas, pataleando, y se alivia al comprobar que así recorre grandes distancias.

  A pesar de que se ha alejado bastante, vuelve a observar la nave: sigue sin poder abarcarla.

—Caben todas las ciudades de Pangea y no solo las de Taranis —murmura, impactado.

  Sigue flotando, sin descanso, en este espacio apenas iluminado por la Andrómeda, las estrellas y la luz reflejada del planeta.


—¡Cuando silencio! —exclama, mirando a la joven.

—Aquí no hay silencio —le responde ella, sonriendo—. Todo tiene su música. Lo que sucede es que resulta imperceptible para nuestros oídos. ¡Escucha!

  Y activa un botón que hay en el costado derecho de la escafandra de Lúgh.

—¡Qué hermoso! —Se sorprende él cuando oye una canción similar al gorjeo de una golondrina de Taranis, que se repite una y otra vez.

  Finalmente, cuando el hombre está al borde del desmayo con tanta emoción, Andrómeda le pregunta:

—¿Quieres que demos el siguiente paso?

  Lúgh la mira y le contesta:

—Estoy dispuesto a dar todos los pasos contigo. Te amo, Andrómeda. Muchas gracias, mi vida, por esta sorpresa. ¡Es el mejor regalo que me han hecho!

—Pues ahora viene la segunda parte. —La joven le pasa la mano por el hombro; la textura es tan ligera que Lúgh puede sentir la caricia—. Canopus, llévanos a la siguiente localización.

—Atomizando en uno, dos, tres...¡Listo!

  En un parpadeo, Andrómeda y Lúgh aparecen al lado de una pequeña caída de agua.

—¿Estás mareado? —le pregunta la chica, solícita—. La primera vez el atomizador suele dejar una sensación muy extraña.

—No, estoy bien —le responde él enseguida para tranquilizarla—. Peor fue la luz... ¿Dónde estamos?

—En Ferrum —le aclara Andrómeda, contenta.

  Lúgh no sabe hacia donde mirar: si a la diminuta catarata que surge entre la maleza y las piedras o a la laguna de aguas cristalinas o al mar que rompe contra las rocas muy cerca de ellos. Aunque para él lo más hermoso de todo es Andrómeda, que no pierde ni el más pequeño detalle de sus reacciones.

—Sentémonos aquí, Lúgh —le pide la muchacha.

  Él le hace caso y Andrómeda añade:

—Canopus, ya estamos preparados para nuestro almuerzo.

  Y sobre el césped se materializa un mantel con dos copas, manjares, bebidas y todo lo necesario.

  Pero la magia se rompe un par de horas más tarde.

Os tengo que traer ya mismo —los interrumpe Canopus a través del artefacto que Andrómeda lleva en la cintura: segundos después están en la sala de mando.

  Lúgh se percata de que el rostro de la chica se pone grave al contemplar el de  su subcomandante y la pantalla encendida, que está enmarcada en rojo.



—Tenemos una emergencia —les advierte la Capitana Halley a través de ella—. Ha sucedido algo terrible, deben acabar ahora mismo la actual misión. Me temo que tanto a ti como a Canopus os espera un importante desafío.


https://youtu.be/taj_71RoiuY


https://youtu.be/hjW3YbEkEx0

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