11. LÚGH. Cita entre pétalos de rosas.
Me miro en el espejo una y otra vez, nervioso, esperando a que llegue Andrómeda a mi estancia. Llevo puesta una indumentaria a la moda de Taranis y quizá sea esto lo que me dé cierta inseguridad.
Siguiendo mis instrucciones Lucero ha confeccionado una camisa celeste, que me cae sobre las caderas, y unas calzas azul oscuro en la misma gama. También un cinturón de cuero negro, a juego con las sandalias trenzadas. Y, para colocarme por encima, un manto de terciopelo muy suave al tacto, que cruje al caminar como si despidiera descargas eléctricas.
El motivo de que me observe tanto es que extraño mi larga cabellera y me parece que sin ella ondeando mi imagen está incompleta. Lo confieso: me molesta que mi futura novia no pueda contemplar el atuendo al completo. Deseo que todo sea perfecto, y, al mismo tiempo, que me conozca tal como soy, sin ignorar de dónde provengo y cuáles son mis costumbres. Que se enamore de mí y no de una mentira.
—Andrómeda está a punto de llegar —me informa Lucero con risa en la voz.— Cincuenta segundos estelares, cuarenta y nueve, cuarenta y ocho...
Mientras ella cuenta, no me enfado de que se divierta a mi costa porque le he preguntado en cientos de ocasiones si la comandante se dirigía hacia aquí. Noto que mi nivel de nerviosismo aumenta: solo con pensar en su exótico perfume me siento como uno de los núcleos de energía que impulsan la nave y de los que tanto se vanagloria Canopus.
Impaciente, avanzo hacia la puerta y la espero del otro lado, pues no deseo que mi sorpresa se devele por anticipado.
Cuando, ¡al fin!, escucho sus pasos y aparece por el amplio pasillo gris metalizado, me da la impresión de que me propinan un puñetazo en el estómago. Normal: lleva puesta una piel espacial negra que poco deja a la imaginación. Es un mono entero con el que, salvo por una pequeña línea vertical, queda toda la espalda al descubierto, además de los brazos y de la mitad de los pechos. ¡Mucha fuerza de voluntad precisaré hoy para conquistarla poco a poco! Porque desearía hacerla mía ahora mismo, es lo que siempre me pide el cuerpo.
Respiro hondo y expulso el aire. Como se supone que anochece en Neutrón, las luces son tenues y el escaso resplandor significa un estímulo más. No me alcanza con suspirar: debo repetirme una y otra vez que soy un guerrero, y, por tanto, capaz de soportar con estoicismo las tentaciones que se me presenten. Por el bien de mis propósitos porque de nada me vale un desahogo momentáneo si después Andrómeda me aparta de ella.
Sin embargo, intentar comportarme no es suficiente, recuerdo que en la sala de mandos hemos estado a punto de hacer el amor. Solo nos ha detenido la presencia de la Generala Halley a través de la pantalla quien, para mortificación de Andrómeda, ha sido testigo de nuestra pasión.
—¡Bienvenida a mis aposentos, princesa! —exclamo, abriendo los brazos al mismo tiempo y controlándome para no echármele encima igual que un lobo alfa de Taranis a su hembra.
—¡Qué guapo estás, Lúgh! —Se nota que es sincera por la forma en la que me analiza.
Respiro a borbotones, igual que un ahogado el agua antes de sucumbir. No me puedo resistir: me acaricia con estos ojos dorados que adoro. ¡Cuánta fuerza de voluntad requiere nuestra primera cita! Comienzo a pensar que es muy probable que mis planes se vayan al garete y que la arrastre a mi lecho en unas pocas horas. ¡Soy un simple hombre, no un dios!
—Gracias —le contesto con la voz ronca—. ¡Tú estás impresionante, Andrómeda!
Ella sonríe, agradecida, y un ligero rubor le colorea las mejillas.
—Pasa —le pido y señalo la puerta.
Cuando entra y repara en que he colocado a lo largo del recibidor una alfombra que combina pétalos de rosas color rojo y en tono té, que se continúa alrededor de la mesa donde nuestra comida espera y que rodea el amplio lecho, su sorpresa es evidente.
—¡Qué hermoso has dejado todo, cielito! —exclama, maravillada—. ¡Nadie diría que es la habitación de una nave espacial! Nunca he visto algo así. ¿Cómo has conseguido las flores?
—Ha sido posible gracias a Lucero. Ella me ha ayudado a decorarlo todo. —Le pongo la mano sobre la espalda y la guio hasta su asiento.
Me cuesta desprenderla de la piel tersa de mi chica, me da la sensación de que se ha quedado adherida allí. Pero como deseo empezar la cita con buen pie —la cena romántica a la luz de las velas lo amerita— hago un esfuerzo de contención titánico.
Para distraerme de mis pensamientos sobre lechos, cuerpos desnudos y sexo, mientras ambos nos sentamos, añado:
—Debo advertirte que, en el fondo, Lucero es una robot sentimental. ¡No te imaginas cuánto disfruta con todo esto!
Y, para confirmarlo, ella aparece desde el otro extremo de la estancia con una guitarra entre sus dedos de metal; hábil, empieza a pulsar las cuerdas y a cantar con una voz exquisita:
Andrómeda, de las mujeres la más hermosa,
de Neutrón, de Taranis y de cualquier galaxia.
Te quiero para mí, serás mi princesa.
¡Porque te amo con toda tu heterodoxia!
Sé que no soy un juglar como para escribir una letra que valga la pena. Lucero me ha ayudado (las palabras galaxia y heterodoxia fueron su aportación) y gracias a ella no ha sonado tan mal. Al fin y al cabo, lo que más importa es la intención y no el resultado. Por suerte a Andrómeda se la nota muy emocionada, aunque ella no se entere: para ser neutrina, supuestamente más allá de cualquier sentimiento, se la ve radiante, halagada y al borde de las lágrimas de felicidad.
—¡Qué hermoso detalle, Lúgh! —exclama, con los ojos brillantes, cuando finaliza la canción, y, en dirección a nuestra amiga de acero, añade—: ¡Muchísimas gracias por la sorpresa!
—Debería enseñarle a mis compañeros —le contesta ella con entusiasmo—. Si me lo permites, comandante, me gustaría emprender esta tarea. Emplearé mi tiempo libre, no descuidaré mis obligaciones.
—Por supuesto, Lucero, ¡permiso concedido! —acepta Andrómeda, feliz.
—Ahora me voy y los dejo solos. —Se dirige hacia la entrada después de hacerme un guiño con sus párpados de acero neutrino, ¿estaré siendo una mala o una buena influencia para las máquinas?
—Veo que estás haciendo muy buenas migas con la tripulación —pronuncia mi casi novia, contenta—. ¡Me gusta!
—Después de mi desastroso inicio creo que recién ahora empiezo a conseguirlo —coincido y extiendo el brazo por encima de la mesa para quitar la tapa de su bandeja.
El aroma de la comida nos inunda y hace que el estómago me gruña.
—Mmm, ¡qué rico! —Se sorprende Andrómeda—. ¿Qué es?
—Tú disfruta sin preguntar, amor mío —le ordeno, juguetón.— Si te comento cuáles son los ingredientes romperíamos la magia. Basta con que sepas que son manjares de la corte de Taranis.
Y ella, como si fuese una niña pequeña delante de los dulces de miel, comienza a catar un poco de cada plato, deleitándose con los colores, con las texturas y con las salsas.
—¡Me encanta! —exclama, extasiada, sin dejar de comer—. ¡Nunca he probado manjares tan originales!
Mientras, se inclina hacia mí y me enfoca con los hermosos pechos como si pidiera caricias. Yo pienso que lo que necesito ahora mismo es probarla a ella. Recorrer cada pequeño trozo de piel con la lengua, los que veo y los que no, para impregnarme con su sabor. Deseo olfatearla, igual que un sabueso de mi reino, para maravillarme con cada pequeña fragancia de su dulce cuerpo. Volver a contemplar cada línea, cada curva, sin ropa que se interponga.
Así, deseándola con las entrañas, damos cuenta de las exquisitas viandas en silencio, hasta Andrómeda me observa fijo y me confiesa:
—¿Sabes? Nunca pensé que algo entre un hombre y una mujer pudiese ser así.
—Romántico, quieres decir. —La traspaso con la mirada, ¡me parece tan hermosa y tan inocente, a pesar de todo lo que ha vivido y de cuántos mundos ha recorrido!
—Romántico, entonces. —Me coge de la mano—. No sé cómo expresar lo que me provocas. Te juro por todo el polvo interestelar que hay en el Universo, que jamás pensé que pudiese llegar a desear tanto a alguien. Y menos, a necesitar verlo a diario. Lo más curioso es que al principio solo te veía como a un humano de la clase P1. Pero muy pronto esto cambió: eres especial para mí, Lúgh, y ahora me dan igual las etiquetas.
Tratándose de Andrómeda, una neutrina que no reconoce las emociones, lo que me acaba de decir es una declaración de amor en toda regla, aunque no se percate de ello. ¡Al fin es capaz de sentir el mismo flechazo que yo!
Conmovido y sin pronunciar ni la más mínima palabra, la como con la vista. Luego arrastro la vajilla y el candelabro y los tiro al suelo para estar más cerca de ella. Por suerte las velas se han apagado durante el transcurso de la reunión. Le cojo el rostro y empiezo a besarla, ¡no voy a seguir conteniéndome! La quiero demasiado. En pocos segundos la haré mía, estoy harto de esperar. Andrómeda me responde con la misma pasión, así que la suelto un segundo y me paro: no se me va a escabullir. Sin darle tiempo a reaccionar, la levanto entre los brazos y la acuno como si fuese un bebé. ¡Es tan ligera!
Camino hasta la cama inteligente. La modifiqué de tal manera que es del tamaño de la mía de Taranis. La coloco con delicadeza, recostada sobre la colcha. Disfruto con la manera en la que me observa, como si fuese lo más bonito que hay en la habitación. Después me siento sobre el lecho, a su lado.
—Te amo, Andrómeda. —Y la vuelvo a besar.
Le acaricio el cuello con la lengua, tentándola, para hacer que me desee más y más. Al mismo tiempo lleno las manos con sus pechos abundantes, por encima de la piel espacial: puedo sentir las aureolas, cómo se elevan ante mi contacto, en tanto ella gime y suspira.
—¡Te necesito! —Me atrae encima de sí.
No hago esperar a mi novia: enseguida me pongo sobre ella, tratando de no aplastarla con mi peso. Rozo la entrepierna contra la de Andrómeda, para que pueda sentir el deseo que me quema, las emociones que me provoca, cuánto la anhelo. Ella se funde contra mí, y, con movimientos sincronizados, ejecuta una especie de danza con la pelvis, haciendo que me muera por ella.
Le bajo la cremallera de la piel espacial con urgencia, a punto de rasgarla para ir más rápido. Necesito sumergirme dentro de Andrómeda, sentir su dulzura, su calor húmedo, su pasión. Beso cada pequeña parte que va quedando al descubierto, y, cuando intenta girar para hacerme lo mismo, no se lo permito. Esta noche le rendiré homenaje a su cuerpo como si fuese mi diosa y su hermosa figura el templo.
Al final, le quito el mono y lo tiro al suelo. No lleva ropa interior, en la nave no la utiliza. Acaricio con ternura la pequeña mata de vello rubio entre las piernas. Ella se estremece. Cuando empiezo a jugar con los labios y la lengua en esta zona, recorriéndola al milímetro, da un pequeño grito de placer. ¡Cómo la necesito!
Intento controlarme un poco para prolongar la belleza de este descubrimiento. La saboreo, necesito que su aroma quede en mí. ¡No doy más! Después de algunos minutos me aparto un poco y me zambullo dentro de Andrómeda. Empiezo a moverme de manera acompasada, con lentitud al principio, para darle el máximo placer y que se ajuste a mí. ¡Es tan cálida!
Hasta ahí llega la coherencia. Comienzo a ir más y más rápido, con fuerza, mientras ella gime y me alienta. Al final, llegamos al clímax y permanecemos abrazados, sin separarnos ni un milímetro, todavía suspirando y estremecidos los dos. Pero no me he saciado, ¡eso es imposible! Tres cuartos de hora después, cuando me recupero, todo vuelve a empezar.
No me canso de hacer el amor con mi novia durante toda la noche. Y, al parecer, ella tampoco se cansa de hacerlo conmigo.
¿Qué tal la situación a la inversa?
https://youtu.be/73nv-XrLGCA
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