La Montaña Escondida (VI)

Caminamos en silencio: el paisaje en este lugar es distinto. Los árboles están más alejados, el sendero es agrietado y amarronado. No hay animales, ni flores, solo hierba alta y pequeños insectos que forman algunas nubecillas negras mientras revolotean buscando, lo que presumo, alguna flor para polinizar. El cielo es rojizo pero no de la forma en la que vi en el Jigoku, es un rojo carmesí que en el horizonte forma unas líneas tenues anaranjadas que da una combinación perfecta. Lo más extraño es que los colores se formaron en el momento que di el último paso para superar el complicado puente que no dejó de moverse mientras lo recorría. Hay dos puntas, una a la derecha, otra a la izquierda, que puedo jurar que son montañas pero sus formas son extrañas. Parecen más dos conos gigantes de helados que grandes construcciones milenarias de rocas, se parecen a los dibujos que yo hacía con la niñera que me cuidó cuando mi varicela me alejó de mi hogar.

Esas montañas son las mismas, ahora que las observo, sé que son ellas y recuerdo que Azura me dijo cuándo nos conocimos que el mundo de los sueños se creaba, en algunas partes, con sueños o pensamientos de las almas puras. Tal vez, este niño creó este lugar con parte de mis dibujos.

El niño, el ser mágico extraño que me esperó al final del puente, no deja de sonreír desde que nos vimos. Su cabello es lacio y con ese corte extraño, su vestimenta sucia y el pantalón, marrón oscuro que le llega hasta las rodillas, tiene dos bolsillos, parecido al que tuve en algún momento de mi vida. Sus zapatillas negras que esconden parte de la suciedad, dejando al descubierto pequeñas machas de lo que presumo es barro. Sus cordones se entrelazan de manera extraña, no con las orejas de conejo como me enseñaron, sino con dos nudos ciegos y el resto de las cintas ocultas dentro de las zapatillas. Eso es lo que hacía Paul cuando su terquedad no le permitía aprender a atarse los cordones y su necedad no dejaba que nadie le enseñara.

—Por cierto mi nombre es Primeo —dice rompiendo el silencio—, el ser mágico sin forma, que cuida la montaña desde su creación. Me adueñé de este cuerpo —su voz aguda tiene tintes de tristeza—, este niño sufrió mucho en su vida. ¿Seguro no lo reconoces?

—No, Primeo, no lo reconozco, nunca he visto un niño igual a ti —respondo desorientado. Quiero recordarlo, me es imposible, nunca lo vi.

—Su verdadero nombre es Timmy pero seguro lo conoces con el nombre de pequeño Timmy —me mira con cierta angustia.

Detengo mi caminar, sé quién es y eso me produce un dolor fuerte en mi corazón. No lo conocí, eso es verdad, pero no significa que no sufra al saber que está muerto.

—Sí, soy yo —me agarra la mano, la suya esta fría y sudorosa.

—Era el hijo de Raúl —me suelto para cubrirme el rostro—. Estaba muy enfermo.

—Sí, desde nacimiento, su corazón no funcionaba de forma natural... Pero yo solucioné eso.

—¿Tú lo mataste? —quiero sacar la asesina roja antes que vuelva a agarrarme la mano.

—No —niega—; no fue así como sucedió. Raúl le pidió a su Dios que se lo llevará, que ya no podía verlo sufrir... que... —sus ojos se humedecen, traga saliva que suena como burbujas dentro de una botella—, quería la paz para el alma torturada de su hijo. Yo como te dije, soy Primeo, el ser mágico sin forma, y al escuchar esa clemencia con llanto y desesperación, me vi obligado a actuar. Ahora Raúl sufre en silencio con su esposa, pero saben los dos, que Timmy descansa en paz.

—¿Dónde está el alma de Timmy? —pregunto un poco angustiado y un poco molesto, Primeo no debería tomarse esos atributos.

—En un lugar donde ni los demonios, ni tú, pueden llegar. ¡Bueno! —exclama dando un salto y sonriendo—. No has venido aquí a llorar conmigo, sino a beber el néctar de la flor gigante de Kaprá y mucho tiempo no te queda.

—Sí, cierto —respondo molesto, no puedo perder tiempo. Quiero saber dónde descansa el alma del pequeño Timmy, pero antes, debo curarme.

—Te llevaré, pero antes debes colocarte este pañuelo negro. No puedes conocer el camino, es peligroso que caiga en manos del enemigo. La Montaña Escondida posee los mayores secretos y poderes que en las manos equivocadas acabarían con los tres mundos de un momento a otro.

Sin decir nada me cubro los ojos acatando su orden y comprendiendo que si me convierto en el noveno demonio vendría a este lugar sin dudar. Jugar al gallito ciego era maravilloso, más en el momento, que nuestros padres no nos permitían ver dibujos animados, ni usar nada electrónico. El plan que teníamos con Mathew era lograr que Paul llorara así podíamos volver dentro del hogar, y luego de un breve escarmiento, ver los dibujos. No siempre funcionaba, a pesar de eso, nunca dejábamos de intentarlo. El pañuelo negro de mi madre era el que usábamos, tenía un fuerte aroma a pino y lavanda, el jabón líquido favorito de ella. Este pañuelo, el que me entrega Primeo, es el mismo y no puedo dejar de olerlo. Él me mira, disimulo lo que estoy haciendo y cubro mis ojos.

Una leve brisa me acaricia, algunos destellos de luces traspasan la tela opaca y huelo un fuerte aroma dulce. Me remonta a mi hogar y no dejo de sonreír. Parece que volamos, o vamos a una velocidad descomunal. Los destellos se transforman en grandes líneas lumínicas y la brisa en un viento moderado. En mi espalda puedo sentir calor, el mismo que se siente cuando el sol de verano te abraza por detrás. En mi abdomen, solo percibo frío y gruñidos. Algunos graznidos se escuchan como sonidos lejanos, tan lejanos que no podría asegurar que sean graznidos. Mis pies acarician algo mojado, como un río o un mar, y aunque sienta que es frío, no deja de ser acogedor. Escucho como se mueven las ramas de los árboles, el canto de los grillos y un aroma a primavera. Un aroma dulzón que me recuerda al invernadero, a la polinización, al trabajo en equipo con mi madre.

—Puedes quitarte el pañuelo —dice con calma—. Hemos llegado.

Le hago caso para enfrentarme a lo que no esperaba. Estoy en la cima, llegamos en cuestión de minutos. El suelo tiene musgo, hierbas que crecen de las grietas y un gran hoyo en el centro. El aire aquí es un poco más agresivo que la brisa del comienzo de nuestro recorrido. Primeo tiene un cetro de oro y en toda su estructura posee hilos plateados que lo recorren como si fuese una serpiente. En su punta tiene una piedra lila que brilla con intensidad. Su vestimenta no cambió, su mirada es más profunda, sin embargo, la sonrisa desapareció dejando entrever una seriedad inusitada para su rostro angelical.

—Tanto has esperando este momento que no daré un discurso —dice mirando el agujero, solo moviendo hacia abajo sus ojos, como si me lo señalara—. Aquí, en este hoyo, yace la flor gigante de Kaprá, la flor milenaria que todo lo cura y todo lo sabe. Te pido respeto con ella y ten cuidado con sus protectoras.

—Las abejas asesinas —digo recordando—, seguramente son peor que Asashin.

—Bastante peores que ese engendro —advierte mirándome fijo—, sin embargo, no te harán nada si no se despiertan.

—¿Cómo puedo descender sin hacer ruido y conseguir el néctar?

—Ese no sería el problema —vuelve a advertir pero sin mirarme—. La flor al desconocerte y si tú no sigues los pasos que te daré, arrojará al aire su polen y despertará a la abejas. Ellas no dudarán en atacarte y haciendo que pases al olvido en cuestión de segundos. Ni siquiera Ingnisute puede derrotar millones de insectos furiosos motivados por el polen de su reina.

—¿Reina? —pregunto sin entender.

—Sí —afirma dando un paso hacia delante—. Sé que te genera inquietud que la reina no sea una abeja de gran tamaño, sin embargo, ya debes saber que aquí nada es igual que en tu mundo. Cuando la flor gigante de Kaprá nació de una pequeña semilla y en medio de la peor sudestada que arrasó con la Montaña Escondida, el agua casi destruye su frágil tallo. Una abeja, la más pequeña del enjambre, la protegió con su vida y su aguijón se desprendió de su cuerpo quedando enterrando en la raíz de la flor. Como si ese sacrificio fuera más que suficiente para la naturaleza, la sudestada se detuvo y la flor creció en este hoyo prometiendo a las hermanas de la abeja protectora, que jamás nadie les haría daño y nunca les faltaría alimento. La mitología es cierta, quieras creerlo o no, y solo una persona intentó robarse el néctar, su cadáver aún esta postrado en la oscuridad. Es una forma perversa que tiene la flor para demostrar lo que no se debe hacer. Si nadie se acerca, nadie sufre y si nadie sufre, no hay muerte. Todo será paz y calma. No obstante, ahora tú necesitas curarte y a la flor gigante de Kaprá no le interesa que en tu cuerpo esté creciendo la semilla de la discordia.

—Es justo que eso suceda —indico acercándome al hoyo—. En mi mundo el humano cree que puede intervenir en el curso natural de las cosas.

—No quiero hablar de los humanos —señala dando dos golpes de su cetro, la piedra brilla y luego se apaga—. Lo que tienes que hacer es descender por la escalera que creé antes de que vinieras, hasta llegar al puente de piedra que te llevará hacia uno de los pétalos de la flor. Posicionarás tu boca hasta que caiga una gota de su sabroso néctar y el trabajo estará terminado. Eso sí, puede ser que el néctar no caiga y no sé en cuanto tiempo el demonio que tienes dentro de ti saldrá. Si lo hace dentro de la cueva, estarás muerto. Si haces ruido mientras bajas por el puente, estarás muerto y si... Bueno creo que has entendido

—Sí —No puedo poner ningún pero, ni depender de nadie. Esta vez todo depende completamente de mí.

—No te olvides de todos los sacrificios —dice molesto.

—No lo haré.

—Suerte —sonríe sin demostrar alegría—. ¡Ah! —me da la espalda—. Si las abejas se despiertan, no se te ocurra lastimarlas con un conjuro porque seré yo quien acabe con tu vida. Te dejaré un regalo, no lo liberes de su prisión y tienes que llevarlo contigo, su pequeño silbido te indicará el peligro.

Aparece un pájaro negro en una jaula, es más pequeño que un cuervo, su pico es amarillo y sus garras naranjas.

—Cuídalo y te repito, no lo liberes —desaparece detrás de la montaña.

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