La Montaña Escondida (V)

Delante de mí aparecen unos escalones blancos, no muchos, que me llevan a una puerta azul que tiene la inscripción 14 L. Los escalones salieron del suelo sin que este temblara, formando una entrada o una salida a lo desconocido.

Asciendo, sin pensar que sucederá al momento de cruzar la puerta, sin darle importancia a mi collar que señala otro lugar y a la asesina roja que late con intensidad. Si estos peldaños aparecieron, tiene que ser la única entrada a la Montaña Escondida. ¡Vaya forma de asomarse!

Mi corazón está calmado sabiendo que hemos dado todo en esta travesía. Mi cabeza presenta un pequeño latido, casi imperceptible. No puedo asegurar que haya aprendido lo suficiente en este viaje, pero de lo que estoy seguro es que soy otra persona, una que enfrento a sus temores mirándolos a los ojos.

Al acercarme a la puerta noto que presenta una llama celeste que es pulcra y sin ondulación, una llama que solo me observa a través de su fuego, esperando que dé el primer paso. No puedo pedir a un objeto alguna explicación de lo que me puede esperar dentro o a través de ella, lo que sí puedo hacer es empujarla y animarme a enfrentar, de una vez por todas, mi maldito destino.

Al tocar su perilla escucho, como un sonido distante y dentro de mis oídos, el motor ardiente del avión que gruñe como una bestia furiosa. El griterío de los pasajeros, la voz dulce y preocupada de la azafata que rogaba que no nos moviéramos de nuestros asientos. No puedo, ni quiero, seguir estancado en ese momento profundo de dolor. Ni una puerta, ni nadie harán que no encuentre a la montaña.

La perilla no arde, no me quema las manos, tiene un calor reconfortante, que me abraza cada centímetro del cuerpo. Las bisagras de la puerta dejan salir un chillido al abrirse hacia adentro y mi piel, por unos segundos, se eriza. En este tiempo me he acostumbrado a que cada vez que ingreso a un lugar desconocido, un nuevo problema mortal aparece.

La puerta se abre por completo, dejando un panorama un tanto extraño, solo hay un manto negro, solo oscuridad y nada de luz. Tal vez sea un portal, tal vez no, pero no puedo esperar. La asesina roja, como el collar, se vuelven un poco frenéticos en su necesidad de hacerme entender que no debo ingresar.

—Debo hacerlo, debo detener lo que crece dentro de mí. Les ruego que me acompañen y salvemos a las almas puras —digo susurrando y mis dos elementos se calman. Si adentro hay peligro, solo queda una salida, enfrentarlo.

Un pie delante de otro, mucha ansiedad y poco temor. Cruzo lo que considero que es un portal hacia la Montaña Escondida. Cierro los ojos en el preciso momento en que mi cabeza se acerca al manto de sombras. Al abrirlos me encuentro con un lugar que no esperaba, dentro de mí quería que fuera un lugar desolado, sin embargo, es un paisaje lleno de vida y naturaleza. Los árboles son blancos con sus hojas sepias, estan todos formando una gran hilera permitiendo que exista un sendero empedrado para que pueda caminar. Hay ardillas que corren una detrás de la otra llevando bellotas que, solo algunas, son más grandes que los animales marrones y blancos. Un ciervo, que para mi sorpresa es igual a los que están en mi mundo, levanta su cabeza para mirarme mientras mastica una gran cantidad de hierba. El graznido de aves que vuelan formando una flecha y desaparecen en el horizonte iluminado, donde el color celeste es el que predomina en el cielo, solo amenazado por dos nubes blancas en forma de gotas.

Una tenue brisa cubre el sendero de hojas formando un colchón que me permite caminar escuchando el crujido de la sequedad y de la belleza de la renovación de la naturaleza. Guardo la asesina roja en la funda que está en mi espalda. Mi collar descansa sobre mi pecho y seco mis manos sudorosas. Entonces, cuando todo eso sucede, es cuando decido que es momento de llegar al final de mi viaje. Los pasos son seguros, mi postura demuestra comodidad y relajación, sin embargo, mi mente está alerta, aún ella no sabe dónde se encuentra la Montaña Escondida.

Una ardilla, la más pequeña de la manada, me mira parándose en sus patas traseras y comiendo una bellota, creo que quiere observar en su totalidad, donde irá el muchachito desconocido. En la hilera de árboles blancos los pájaros descansan en las ramas: sus picos grises y sus ojos negros que reflejan la luz como si fuesen espejos, observan con firmeza los pasos que el desconocido da. No es para menos, si es verdad que este lugar ha estado escondido por mucho tiempo, es normal que busquen protegerlo de forasteros que vienen a destruir su paz. No puedo explicarles que no soy un cazador furtivo, ni alguien que los encerrará por siempre en una jaula para que hagan el canto de la condena eterna. Sin embargo, intentaré no mirarlos, así paso lo más desapercibido posible.

Mis pasos se detienen en el momento en que un oso pardo se presenta, me mira con un pescado gris en su boca y se sienta a comerlo. Podría pasarle a su lado pero he visto muchos documentales junto a mi padre, del daño que hacen sus garras, de la forma en que te pueden desgarrar la carne y matarte con el mínimo esfuerzo. Creo que el oso pardo lo que necesita es que nos enfrentemos en una batalla sanguinaria para luego demostrar lo que somos los humanos, seres sin alma y empatía por la naturaleza. No le daré con el gusto. Me siento de la misma manera que el oso, cruzo mis piernas y lo miro atento. Agarro una hoja seca del suelo, la hago crujir en mi mano derecha, hasta convertirla en pequeños trozos que fácilmente pueden ser soplados.

—Mi especie siempre se creyó que su fuerza era descomunal —me mira con sus ojos oscuros—, y de manera cruenta acabaron con miles de especies. No era hambre, era solo diversión, una diversión retorcida. Entonces, dicho esto —soplo los restos de hoja que vuela desapareciendo de mi vista—, no he venido a hacerles daños, no es mi intención y creo que tú eres el protector —me vuelve a mirar luego que la cola del pescado desaparece en la inmensidad de su boca—, y por ello te respeto. No pelearé, no gritaré, ni te correré de tu camino. Si crees que no debo seguir entenderé, pero tú debes comprender que me apremia el tiempo y muchas personas, seres mágicos y almas puras, estarán en peligro si no llego a la montaña. Te ruego que veas a través de mis ojos para que te des cuenta que no quiero lastimar, ni destruir, ni nada que se le parezca. Mi misión es solo acabar con los demonios y con Edaxnios.

Gruñe, me mira, levanta su cuerpo pesado para luego caminar con sus cuatro patas y desaparecer en la pequeña neblina que apareció de repente.

Al norte, o asumo que es el norte, se presenta de la nada una gran aurora boreal, que pinta el cielo con pinceladas de colores variados. Nunca había presenciado una y no puedo dejar de mirarla. Mi boca se abre como un acto reflejo, mis ojos quieren salirse de sus orbitas por la emoción y mi piel se eriza de la felicidad. En esta aurora boreal el celeste y el verde brillantes predominan, ondulándose por encima de mi cabeza y una flecha roja apunta hacia delante, hacia lo desconocido, hacia el final.

Desaparece, y con ella, mi necesidad de seguir enamorado del cielo resplandeciente. Sigo a la flecha roja, mirando hacia los costados hasta que llego a un acantilado y del otro lado hay un pequeño niño. No puedo verlo en plenitud, solo distingo su corte de cabello y una remera a rayas horizontales, algunas rojas, otras azules. El niño levanta su mano y hace aparecer un puente de tablas de madera, cada una se posiciona delante de la otra y quedan flotando. Luego, desde las alturas, aparece una soga de nylon blanco con círculos negros que une las tablas como si fuese una serpiente que sigue el ritmo de su encantador. Luego, cuando la soga termina de formar el camino, se divide en dos creando así la baranda.

La construcción del puente termina y el nene me invita a seguirlo con su mano derecha. Aunque la estructura se mueva, no tengo miedo, confío en el extraño, y sabiendo que eso no debería suceder, no me importa. Llego a su lado, nos miramos hasta que él sonríe.

—Bienvenido a la Montaña Escondida Luke, te estaba esperado —dice mientras camina y yo lo sigo secándome el sudor de mi frente.

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