La arena de combate de Coelum (III)

Las llamas violetas desaparecen y el cielo resplandece. El público observa atónito como Arniscan tiene en su cuerpo mi espada atravesada y no advierten que ya no tengo el collar. El demonio me mira furioso y Caveatiz solo saca la lengua de forma rítmica. Muevo mis dedos llamando a la asesina roja que se mueve dentro del cuerpo de Arniscan y él grita con desesperación. No puedo negar que ver sufrir al demonio del engaño me reconforta de cierta manera. Su existencia se basa en crear falsas realidades y alimentarse del sufrimiento de los humanos, es momento que experimente lo mismo.

Doragon golpea a Caveatiz con su cola y este sale despedido golpeando contra el público embravecido que lo patea y ese ser diabólico desaparece entre el tumulto de seres enfurecidos. Todo se ha descontrolado, los guardias, los shinshi y Leider no hacen nada.

Un ambiente perfecto para acabar con este pleito.

Corro, doy un salto que me permite apurar mi llegada a Arniscan. Mi puño derecho impacta en su asqueroso rostro; por un segundo puedo sentir como se entierra en la piel y luego él sale despedido hacia atrás sin perder la postura, dejando un gran surco en el suelo agrietado. Me acerco con velocidad aprovechando que tiene la guardia baja y con mi pierna derecha golpeo su tobillo, intentando que caiga pero no logro. Es más fuerte de lo que asumí cuando arremetí contra él.

Tomo mi daga e intento cortarlo, sin embargo, esta se destruye en su piel como si fuese de papel. Su punta metálica se desintegra en diminutos fragmentos.

—Arniscan, sufrirás en el olvido eterno —lo señalo—. ¡Extium encerrade!

Gritos, destellos, ceguera. En mi mano no siento la caja de madera, tampoco el viento que absorbe a las almas, nada. Una gran explosión, hace que salga despedido y con ayuda de la asesina roja que se entierra en el borde exterior de la arena, me salvo por unos centímetros de una muerte segura. Mis pies cuelgan y siento el cosquilleo del viento que a esta altura parece peligroso. No comprendo que es lo que sucedió pero no parece ser algo bueno.

Con dificultad logro volver al campo de batalla. En el medio, donde se encuentra herido Arniscan, puedo ver a Leider, que me mira con seriedad y niega con su cabeza.

—Las reglas estan para cumplirse guardián, ¿no lo crees así?

—No puedo negar que vi una oportunidad e intenté tomarla, como tú lo hiciste cuando vendiste tu alma a Edaxnios para tener este palacio.

—Tú no conoces la historia y por lo tanto solo hablas desde tu ignorancia. No te permitiré que vuelvas a incumplir las reglas, sino acabaré contigo con mis propias manos.

—Las reglas son una basura sin sentido, si voy a batallar que sea en iguales condiciones.

—¡Silencio! —ordena el Shinshi de la deshonestidad.

—Leider o Marcus, estas bajo el control de Arniscan y si lo destruyo todo volverá a la normalidad. ¡Tienes que escucharme!

—¡Cállate! —grita el Shinshi y me golpea en el estómago—. Tienes que aprender a guardar silencio cuando el gran líder habla.

—Guardián —dice Leider con una leve sonrisa—, te han mentido desde que supiste que tienes que salvar lo que ya está muerto. Lo entiendo, estuve en tu lugar hace tiempo. No obstante, mis guardianas, las mismas inútiles que ahora observan cómo te golpeamos, me mintieron y por eso me uní a la verdad, a la única que existe y tú deberías hacer lo mismo.

—¿Dices... que debería... vender mi alma... al diablo? —me cuesta respirar.

—¡NOOOOO! —Clama el público— ¡El gran Edaxnios te espera!

Esa frase retumba en mis oídos y es pura blasfemia.

—¡El camino a la verdad lo iluminará el gran Edaxnios! —Exclama con jocosidad el duende que asesinó al gigante de tres brazos.

—¡EDAXNIOS QUISO ASESINARME CUANDO ERA PEQUEÑO Y ANIQUILÓ A MI FAMILIA! —Grito furioso y todos quedan en silencio—. Creen que solo existe el bien y el mal, la luz y la oscuridad, pero no es así. No se puede ir por el mundo lastimando humanos o seres mágicos para mostrar una verdad que no existe. No me interesa si mis guardianas me mintieron. Me importa lo que yo mismo veo y eso es que aquí sufren niños y niñas que merecen crecer en paz. Podrán acabar conmigo, con todo, pero jamás callarán mi voz.

—¡Bazofia! —Indica con un grito agudo alguien del público.

—¡No quiero escucharlo más! —Exige alguien.

—¡Que su alma se pudra en el Jigoku! —ordena un Shinshi, el de cabello brilloso.

El fervor con el que el público grita hace que se enciendan todos mis sentidos. Es como el artista que se equivoca en algunas líneas de su guion y el abucheo de los espectadores hace que quede petrificado; solo que ese caso el artista puede salir corriendo o recuperarse de su error.

—Por favor —dice Leider—, ruego que no seamos como ellos, no clamemos sangre inocente por venganza. La batalla debe continuar cuando Arniscan lo decida.

—Estoy recuperado —indica Arniscan con una leve sonrisa—, prometo que el día de hoy se cumplirá el deseo de todos los presentes aquí.

—¡ARNISCAN! ¡ARNISCAN! —El griterío es ensordecedor.

—Que siga la batalla —ordena Leider.

El espectro me coloca el collar y me da otro golpe para recordar lo que no tengo que hacer. Lo miro furioso mientras se retira sonriente. En algún momento podré, cuando sea más decidido y fuerte, devolverle cada golpe.

Si esta batalla tendrá un ganador deberá ser según mi reglas y no las que quiera Leider, tengo suficiente con todo lo que sucedió desde que supe que soy el guardián. Doy un gran salto con la asesina roja por encima de mi cabeza y al caer, la hundo con mucha energía, quiero que el suelo se divida. Y eso sucede, una grieta comienza a formarse como las bifurcaciones de un gran río, y la energía rojiza de la espada invade el suelo como si fuesen venas y arterias. Todo es rojo, todo es poder, todo es obra mía.

El público grita, se mueve y una tribuna se destruye, arrojando maderas al vacío. Los guardias y los Shinshi no se estremecen, parecen petrificados. Okami tiene una mirada de aprobación. La mitad de la arena empieza a separarse y a flotar en sentido contrario, como sucedió en algún momento con los continentes. Arniscan y Caveatiz no modifican su postura vanidosa, Doragon se coloca detrás de mí liberando un gran suspiro vaporoso y cálido.

Cuando todos los espectadores se encuentran a una distancia segura, la plataforma cae velozmente y yo quedo flotando en el aire, de la forma en la que lo hacen los astronautas en el espacio sideral. Temo por mi vida, solo me resta aferrarme a Doragon, pero él ya no está a mi lado, se ha alejado unos metros y yo comienzo a descender de manera abrupta.

—¡Ven amigo, ayúdame, moriré si no me aferro a ti! —Le ruego, pero parece no oírme.

Arniscan ríe a carcajadas y yo en mi desesperación, a pocos metros de tocar el suelo, comienzo a pensar en mi familia: en los abrazos de mi madre cuando lloraba por los brabucones, en mi padre cuando me contaba todas sus historias aburridas de la vez que estuvo en el campo de sus abuelos; mis hermanos peleando por unos muñecos y Manchitas, mi mejor mascota, la única capaz de robarme sonrisas en los momentos más tristes de mi vida. Recuerdo a mi primer amor, Rosita, una niña pecosa, bajita, con lentes de marco amarillo, callada y siempre a punto de llorar. Me enamoré, como un pequeño y cruel acto del destino, en el momento que ingresó al aula con su vestido que tenía dibujado huellas de perros. Su cabello atado en forma de cola de caballo que le llegaba hasta la cintura y su mochila de su caricatura preferida «La heroína del país azul». Se sentó a mi lado, sin sonreír y solo oliendo su perfume dulce, mi corazón latió de una manera exagerada. No pude comprender en ese momento, y creo que ahora tampoco, qué es el amor. Pero algo sucedió esa mañana del 17 de octubre a las 9:00 am, cuando Rosita, hizo que sintiera algo más que dolor.

Rosita a la semana siguiente desapareció de Mane, su padre, Richard, hombre del ejército, fue destinado a la base de otro país. Lloré tardes y noches, «el amor es así», me dijo mi padre y comprendí que la vida es más decepción que victorias.

Ahora Doragon me abandonó, Arniscan me vencerá y yo volveré a fracasar, a demostrar al mundo entero que jamás debe confiar en mí para semejante misión. En mis venas circula el mismo enojo que tuve en la cárcel cuando el rey Kingu quiso enseñarme una lección.

Frente a mi aparece una luz brillosa y conocida, quiero hablarle pero es en vano, estoy a menos de cincuenta metros del suelo.

Recuerda que siempre quisiste volar, recuerda que las aves significaron algo para ti todas las noches en las que llorabas en el vehículo abandonado.

La luz desaparece.

Imaginarme que puedo volar no es sencillo cuando sé que el suelo me espera ansioso. Las aves son seres maravillosos, ordenados y solidarios, lejos de lo que yo siento en mi mente este momento. No quiero convertirme en pájaro para batallar contra un demonio. No quiero volar, no quiero flotar, solo deseo... Bueno, ya no sé qué deseo.

«Vencer los miedos es un trabajo de doble turno», supo decirme mi madre y tenía razón. No tengo tiempo para pensar en ellos mientras las almas puras sufren.

Cierro los ojos y siento que en mi espalda algo sucede. Siento ardor y dolor. Ya no es la misma velocidad de descenso, hasta puedo jurar que comienzo a flotar, a levitar y el viento, que antes era agresivo, ahora acaricia mi rostro como si fueran las manos suaves de mi madre. Abro los ojos para descubrir que tengo unas grandes alas con la combinación perfecta de un blanco inmaculado y un celeste brillante que me ayudan a apoyar mis pies con calma sobre el suelo mientras mis enemigos me observa molesto,

—Suerte, pura suerte, es lo que te envuelve últimamente —expresa Arniscan con desprecio.

—Puede ser —digo sin dejar de admirar mis alas, es un sueño hecho realidad.

—Sin embargo, con esas cosas plumíferas no me podrás vencer —advierte con una leve sonrisa.

—Eres el demonio del engaño, por lo tanto no sé si creerte.

—Haz lo que quieras pero no vuelvas a romper las reglas.

—No me hace falta, acabaré con ustedes dos, sin la necesidad de ningún conjuro o maleficio.

—Eso lo veremos.

Arremete contra mí a toda velocidad y yo espero el impacto.

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