Inaka, el lugar desolado (VII)

La penumbra de la cueva y los ojos verdes que me miran en todas las direcciones hacen que mis piernas tiemblen de miedo. Escucho el chillido que se genera cuando los dientes chocan entre sí. La espada vuelve a aparecer en mis manos, utilizarla en este momento sabiendo que hay más enemigos de los que puedo contar sería tan peligroso, como inútil. Si ataco en todas la direcciones, como aún no sé manejarla, el contraataque de ellos me aniquilará en pocos segundos. No puedo comprender cuál es mi misión aquí y por qué la princesa Tai decidió abandonarme. Pediría la ayuda de Okami pero probablemente no vendría en mi auxilio, parece que es una misión que debo sortear.

Respiro con calma, si la muerte me ha venido a buscar, no quiero volver a ser el niño miedoso que no pudo despedirse de sus padres y que tuvo que ser salvado de las garras de Edaxnios. No me dejaré vencer con tanta facilidad, no cuando todos dependen de mí, del muchachito debilucho que tiene que enfrentarse al mundo de las pesadillas con sus demonios y sus mascotas.

La asesina roja pesa una tonelada en mi mano transpirada y mi brazo tiembla de cansancio, se me ocurre una pequeña idea, parece la mejor en este momento. La oscuridad, la penumbra total, cubre esta cueva y cuando ese manto negro toma posesión de un lugar, una sola cosa puede derrotarlo, la luz.

—¡Lux exponentia! —digo mientras clavo la asesina roja en el suelo. Ella comienza a arrojar luz brillosa, blanca y pura, iluminando todo al rededor. Si eso no los derrota, por lo menos sabré a qué me enfrento.

Mis enemigos son espectros parecidos a los humanos, completamente negros con brazos escuálidos que les llegan a los tobillos y los mueven como si fueran chimpancés. En donde debería haber una boca, solo diviso una línea cuyo contorno es blanco y algunos la mueven generando una sonrisa macabra. Sus ojos, si así se los pueden llamar, son grandes círculos verdes y brillosos. Sus piernas son tan delgadas que parecen cadavéricas y su abdomen hinchado, como si hiciera mucho tiempo que no comieran. Me miran, yo hago lo mismo, y empiezan a moverse hacia los costados abriéndome un camino. Del final de la cueva, comienza a acercarse uno de estos hombres negros, sus ojos son anaranjados y parece ser el líder de este lugar. Cuando el brillo de mi conjuro lo ilumina puedo observar que es musculoso, su cuerpo también es oscuro, sus brazos son más cortos, llegándoles hasta la cintura y posee una postura imponente. Debe medir cerca de tres metros. Sin embargo, no dice nada, solo me mira acercándose a la asesina roja. Posa su mano en el filo y con un leve movimiento rápido se produce un corte profundo en la palma, que comienza a gotear un líquido más oscuro que la sangre humana, pero no llega a ser negro.

Sus súbditos aplauden, generando un sonido retumbante, profundo y aturdidor. El eco de sus palmas chocando y sus aullidos agudos, hacen que quiera huir, y si lo hago Doragon me hará volver, y si vuelvo, tal vez sí me ataquen.

El líder levanta su mano sana en signo de que se detengan, pero en algún lado de este lugar empieza a sonar un tambor que es golpeado energéticamente cada cinco segundos. El sonido perdura en el lugar.

Las gotas le recorren toda la palma hasta llegar a su cuarto dedo, eso es extraño, solo tienen cuatros dedos, y son más largos y delgados que los nuestros. Al ser huesudo, negro y arrugado, me da escalofríos. Las gotas al caer liberan humo verdoso y con olor dulzón.

Achirimeri —dice sin ni siquiera mover lo que es la pequeña línea de su boca—. Algu movi aliba —Los súbditos gritan con fervor.

En un movimiento rápido, que no logro percibir, el líder se coloca a centímetros de mí sosteniéndome el brazo con rudeza y acercándome el dedo goteante.

Achirimeri, algu movi aliba —repite con firmeza.

El tambor suena con más fuerza y me aturde. Me balanceo perdiendo la postura, la vista se torna borrosa y me cuesta mantenerme en pie.

Achirimeri, algu movi aliba.

—¡Déjame! —le reclamo furioso intentando liberarme, es en vano, su fuerza supera la mía.

¡Achirimeri, algu movi aliba! —Aúlla y comienza a dibujar algo en mi brazo derecho y luego en el izquierdo. El líquido arde, ingresa a mi cuerpo y comienzo a sentir una sensación de poder y miedo. El líder me suelta y caigo de rodillas, débil y con mucho sueño.

Luego de unos segundos el líder mueve sus manos como si hiciera un conjuro y aparece un papel color sepia, avejentado y arrugado. Con su dedo chorreante dibuja unas líneas en el aire y el líquido se mueve con voluntad propia, primero alejándose y luego girando en perfecta armonía, formando un círculo perfecto. Los tambores se detienen y el silencio me aturde, hasta el punto en que puedo escuchar el latir de mi corazón asustado.

El círculo se mueve energéticamente arrojando líquido hacia todas las direcciones, sin embargo, no golpea en ningún lado sino que queda flotando en las lejanías. El papel se ve atacado por el círculo hasta que, como sucede con un tatuaje, queda impregnado un dibujo. Ese dibujo tiene simpleza, sutilidad y cierta belleza. Son pequeños círculos dentro de círculos más grandes, logro contar nueve, el del centro es un pequeño círculo negro. Recuerdo haber visto el mismo diseño cuando leí sobre los átomos. El líquido que quedó flotando, vuelve y escribe en la única zona que está libre: «Jigoku: entrada, diseño y muerte». El papel se dobla en ocho partes y desaparece. Mis ojos se cierran y se abren, intentando comprender qué acaba de suceder.

Los aullidos vuelven, los tambores de forma rítmica continúan con la melodía penetrante y molesta, y el líder se aleja hasta desaparecer en las penumbras de la cueva. Quiero levantarme, no logro hacerlo, mis energías fueron absorbidas de alguna manera y mi cuerpo pesa una tonelada.

A la lejanía veo un brillo, tenue pero constante, que libera un sonido armonioso, silencia los tambores y los aullidos. Se acerca hasta llegar a mí, es un círculo perfecto, blanco, y que cada vez que suena, de él sale un destello de luz. La melodía es tranquilizadora aunque mi cuerpo arde, aunque se consume por dentro. Mis venas y arterias gritan de dolor, de mi garganta solo sale un quejido apagado y casi imperceptible. Quiero, deseo, agarrar la espada, que se está apagando. El no entender qué sucede hace que me sienta vulnerable, derrotado y abordado por una terrible tristeza.

La luz revolotea a mí alrededor como una carrera de vehículos en un circuito redondo, y su brillo me aleja de los súbditos en un silencio absoluto y con una sonrisa que no llega a ser completa, pero me alcanza para que me dé escalofríos.

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