ÚNICA PARTE

Los ojos de Eusebio, varios tonos más opacos que en su juventud, recorrieron temerosos la torre frente a su ventana. La inspeccionó con cuidado; de arriba a abajo, de izquierda a derecha, una y otra vez mientras su imaginación le jugaba una y mil posibilidades negativas. ¿Era lo suficientemente fuerte aquella edificación para contener a una bestia?

—Al fin y al cabo es solo vidrio. —El anciano se volteó hacia su primogénito y apretó temeroso el crucifijo que colgaba de su cuello—. ¿Resistirá?

El hijo frunció los labios.

—Padre, es vidrio doble reforzado con runas de las más sofisticadas manos —intentó tranquilizarlo—. No tienes de qué preocuparte. Además, mira el ángulo, es de imposible sobrevivencia en caso de que se intente escapar. De la punta al suelo son quince metros, eso es mucho para cualquiera, padre. —Eusebio, visiblemente asustado, soltó el collar y juntó sus manos en dos pequeños puños sobre sus piernas. El hijo añadió—: Los muros son irrompibles, la luz entra sin filtro por una ventana y lo debilita..., es una trampa creada a su medida. Créeme, la torre resistirá lo necesario hasta que encontremos la forma de matarlo.

Tras unos segundos de silencio en los cuales Eusebio repitió en su mente las palabras de su hijo, se acomodó en la silla y lo miró con pesar.

—Me dijiste que no podría salir nunca, Elías. Ahora dices que resistirá lo necesario, ¿qué es lo necesario? Dijiste que yo cuidaría la torre para alertar a los soldados si intentaba destruir los muros, pero que no era posible bajo ningún motivo. Estoy aquí en retiro, tú mismo lo has dicho muchas veces, ¿acaso me mentiste?

Elías se ganó frente a su padre, dándole la espalda a la ventana.

—No, eso nunca. —Negó con su cabeza para complementar sus palabras—. Entiende que te he encargado esto porque, aunque la posibilidad sea mucho menos que efímera; existe. Te lo dije y te lo repito; eres el único en quien confío. Serás el vigía, y si llegases... cosa que es muy, muy poco probable... ver algo extraño, toca la campana que te di y la guardia hará el resto. La construcción y los ingenieros son de la mejor calidad que he conseguido en el reino, pero entiende que jamás hay un cien por ciento dentro de las probabilidades, ¿comprendes?

El anciano miró de reojo el artilugio que partía en dos a la ventana. La campana era de considerable tamaño y estaba tan pulida que incluso veía un distorsionado pero completo reflejo de su rostro. Entonces volvió a enfocar su atención en Elías, su hijo. El joven tenía mechones de cabello negro desperdigados por la frente, aplastados por una corona de oro decorada con piedras preciosas de distintas formas y colores, las cuales siempre, por algún motivo, le había parecido una exageración. Bajó la mirada y, sin proponérselo, suspiró.

—Lo sé, hijo.

Elías sonrió.

—Aprecio mucho el que hayas aceptado, y no sé de qué otro modo podré agradecértelo si no es con parte del oro que ganaré en la invasión —sus palabras fueron acalladas por el bastón de Eusebio, que se cayó entre la silla y el suelo. Se lo recogió, y como si fuera una extensión de su brazo, lo apretó con fuerza antes de volver a apoyarlo en su sitio—. Entiende que es temporal y que en cuanto pueda buscaré a un suplente para que disfrutes de tu retiro, solo tenme paciencia, es lo único que te pido.

Un dolor en el pecho atenazó a Eusebio al ver la expresión lúgubre de su hijo. No le gustaba verlo triste. Y menos por su culpa.

—De mí no te preocupes, quédate tranquilo que de aquí no me iré. —Destapó sus piernas de la cobija que las abrigaba del frío, y juntó las rodillas para enseñarle que, aunque fuera un poco, podía seguir moviéndolas. Estaban desnutridas, eso sí, pero era mejor que estuvieran así a no tenerlas en lo absoluto. Así le había dicho un médico; se había salvado por poco. Se cubrió y le sonrió, volviendo a mirar la campana para evitar ver cómo su hijo apretaba la mandíbula y se culpaba por dentro una vez más.

—Padre, quiero que sepas que siempre ando en busca de especialistas. No me quedo ni quedaré conforme hasta verte de pie, caminando como antes, siendo autosuficiente.

Sin embargo, Eusebio hizo caso omiso a sus palabras. Miró por la ventana y puso atención en el paisaje que había atrás de la torre. El sol comenzaba a bajar y faltaba poco para que la oscuridad se apoderase del cielo. Colores violetas y rojizos, sus favoritos. Eso sin embargo solo significaba una cosa: que su hijo se marcharía pronto, y quedaría solo una vez más. Quizás por cuánto tiempo...

—Elías, aproxímate. Quiero verte de cerca.

Extrañado por aquella petición, le obedeció y posicionó su rostro a la altura del de él. Enseguida, Eusebio extendió su mano y le acarició la frente haciéndole la señal de la cruz. Los ojos mieles de Elías brillaron.

—Has crecido tan rápido...

Las palabras del hombre hicieron que el hijo inclinara la cabeza y negara. Sentía un peso cargando su pecho cada vez que el hombre le decía aquello.

—No es cierto. —Su voz luchó por mantenerse fuerte, impertérrita.

Eusebio volvió a apoyar las manos en sus rodillas y chasqueó la lengua en su paladar.

—No finjas ser el que fuiste y dejaste en el pasado, no me engañes. —Arrugó la frente, y luego pinchó con el dedo índice la de Elías para que se enderezara—. Soy consciente de tus esfuerzos y de lo mucho que has logrado. Has cambiado, has cambiado para bien y lo sabes.

Elías asintió.

—No es del todo cierto, pero gracias.

—Has madurado y crecido, además de que sigues cuidando de mí, ¿qué más puedo yo pedir? Mi hermano no ha tenido la misma suerte con sus hijos en su reino, me envidia, está siempre solo, vieras tú cómo se queja, ¡ja!

—Ah, eso no, el tío se encuentra muy bien. No le hagas caso cuando se queje, lo hace para darte lástima, papá. No es como si a estas alturas de la vida puedas estar manteniéndolo aún, lo entiendes, ¿cierto? —Enarcó una ceja y lo inspeccionó—. Tiene hijos y nietos, no te corresponde.

Eusebio parpadeó varias veces, saliendo del ensimismamiento, luego cerró los ojos. Asintió.

Manteniéndolo. Esa palabra...

Poco a poco elevó la barbilla y comenzó a recorrer el techo con sus ojos, pensando.

Manteniéndolo. ¿Por qué esa palabra le causaba una sensación extraña?

A la vista de su hijo, quien lo contemplaba con curiosidad y cierto grado de preocupación, solo estaba cansado de charlar. Asoció su repentino silencio a eso. Pero, no era eso. Eusebio trataba de hacer memoria con todas sus fuerzas.

Manteniéndolo. ¿Qué significaba esa palabra? La había visto y oído antes, pero no lograba unir los cabos sueltos que se estaban formando en su cabeza. Era importante para él, lo sabía, algo se lo decía...

Manteniéndolo.

Manteniéndolo.

Manteniéndolo.

—Hijo, ¿podrías por favor llevarme a la cama? Estoy cansado de estar sentado —dijo de pronto, con el fantasma de la palabra dando vueltas por su mente.

Elías asintió. El anciano seguía con los párpados cerrados, pero a penas se inclinó para tomarlo, le extendió ambos brazos y los abrió para hacerle más sencilla la tarea a su hijo. Un par de zancadas después estaba recostado en el extremo opuesto a la ventana de la torre, acomodando sus sábanas.

—Gracias. —Desde aquella distancia buscó con la vista el mueble donde guardaba su libreta y cartas—. Ahora, ¿podrías por favor pasarme el primer libro que está en el cajón? Es el de la tapa vieja donde las letras del título no se ven. Ese, el que está ahí. —Indicó.

—Está bien. —Obedeció sus instrucciones y se lo entregó.

Eusebio, al abrirlo, no evitó leer el pie de la primera hoja escrita con su letra cursiva: Para cuando me olvide. Sonrió y buscó entre las páginas el bulto que sabía lo haría recordar. Estaba justo en la mitad, no le fue difícil hallarlo. Era un sobre apolillado, medio roto en las esquinas. Sin nada escrito afuera pero con un gran y significativo contenido dentro, al igual que su difunta esposa. Las respuestas a la palabra que lo había hecho rememorar algo importante estaban dentro de él. Le bastó con tocarlo, para comprenderlo todo...

Sus pensamientos se aclararon por completo, pero no dijo nada hasta que su hijo carraspeó anunciando que se iba. Tras levantar la vista a él, y luego de pensárselo un instante, decidió dar el paso siguiente: se lo tendió.

—Papá... ¿qué? ¿Qué es esto?

Sacó el contenido del sobre y sin necesidad de leer nada, lo volvió a guardar.

—Papá, yo no...

Eusebio mantuvo el semblante tranquilo.

—No digas nada, solo quiero darte las gracias —El anciano intentaba parecer tranquilo, pero lo cierto era que su corazón latía rápido y un nudo comenzaba a formarse en su garganta. Aún así, hizo su mejor intento para que los ojos no se le humedecieran demasiado. Porque no permitiría quebrarse frente a su hijo, no después de ver cómo éste sufrió desconsolado la partida de la que en algún momento fue su prometida. No podría contenerlo, no en ese estado decrépito en el que se encontraba.

—¿Desde hace cuánto tiempo estás consciente de esto? —preguntó el hijo, viendo por primera vez el papel desteñido dentro del sobre. También notó las letras temblorosas y opacas del libro abierto entre las piernas de su padre.

—No es importante.

El silencio entre ambos se hizo presente por unos segundos. Tanto padre, como hijo, se quedaron sin aire, esperando las siguientes palabras del otro. Al final, el que se rindió primero fue el joven, quien, sintiéndose intimidado por la inevitable oscuridad que se comenzaba a formar, recordó que debía marcharse.

—¿Estás enojado? —El alma le dolía de tan solo pensar en las palabras hirientes que podría decirle su padre. Habían pasado cuatro meses desde que repetían el mismo monólogo visita tras visita, días en los cuales ambos actuaban a la perfección un guión que por hacer sentir mejor al enfermo en una realidad alterna que lo incluía, había pasado a formar parte de una gran y dolorosa mentira—. ¿Papá?

Eusebio negó con su cabeza al poco tiempo, rendido, y con una de sus manos, la misma con la que acostumbraba a sostener su bastón, lo invitó a sentarse.

—Estoy feliz. Jamás podría enojarme por esto. —Le quitó el sobre con la fotografía de la torre de agua y lo volvió a guardar en el libro.

—¿Desde cuándo lo sabes?

Como respuesta Eusebio le restó importancia con su mano, en la cual pendía lustroso de tanto uso el crucifico que su difunta esposa le había obsequiado en las bodas de oro.

—Papá, necesito saberlo... por favor dime.

—Eso no es importante.

—Papá, yo...

—Esa historia de la torre y la criatura que habita en ella. Esa es la historia que te contaba cuando eras un niño, tu favorita. —Cubrió su rostro para reír, pero enseguida su acción quedó interrumpida por las lágrimas que la hostil angustia le ordenó a su cabeza. No pudo contenerse—. Elías... —susurró entrecortado—... prométeme que ahora que sabes que sé tu secreto no dejarás de venir a visitarme, por favor, sigue haciéndolo.

—Nunca te dejaré solo.

—¿Vendrás con tu disfraz?

—Solo sí tú así lo quieres. —Intentó sonreír, pero el gesto no llegó a sus ojos.

—¿Y hablarás con ese raro acento?

—Es el mismo con el cual tú me contabas la historia, es lo mínimo que puedo hacer por ti. —Carcajeó.

De pronto, la puerta junto a la cama se abrió en ese momento de increíble revelación, y tras ella, apareció una enfermera anunciando que la hora de visita había terminado, rompiendo el encanto.

Así, la torre que había ante ambos dejó de ser tan grande. La arquitectura y diseño que ambos habían inventado, desapareció. Era una copa de agua y nada más. Una edificación grande, sí, pero había dejado de ser intimidante. No había una bestia oculta en sus fauces, y el ángulo que se había catalogado como mortífero, volvió a ser la simple forma con la cual los ingenieros del agua habían encontrado oportuno construirla.

Elías, agotado de un segundo a otro, se volvió hacia su padre luego de decirle a la enfermera que se marcharía enseguida. Lo contempló; estaba arrugado, pálido, débil. Difícil era intentar mirarle a los ojos, e imposible resultaba contener las ganas que tenía de estallar en llanto. Estaba impotente, dolido y triste.

Resulta que había pasado un día más. Uno más a la suma de atardeceres repetidos en su compañía. No se quejaba, sin embargo, le dolía. El estado de su padre era frágil y temía que, al pasar el tiempo, también se olvidara de él, del único de sus tres hijos que lo acompañaba a diario y no solo se preocupaba de pagar la mensualidad de la casa de reposo.

—Nos vemos mañana —le dijo.

Con el dolor de su corazón, acarició la mejilla de Eusebio, y al contrario de como había pensado, estaba cálida y suave. Se despidió de él con un beso en la frente y la señal de la cruz, y le prometió que volvería al día siguiente con una sonrisa y una mejor historia que contarle, sabiendo de antemano que, sin importar lo mucho que hiciera para ayudarlo, para alterar el final, siempre terminaban en el mismo punto.

Una, y otra, y otra vez.




FIN.

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