10 | δέκα | El grito del héroe
Helios brillaba cuando Perseo viajó por el reino de Cefeo. Casi iba a pasar de largo cuando atisbó la figura de una mujer en la costa. Tenía las manos en alto y atadas con unas cadenas a la pared rocosa. Él bajó del cielo hasta alcanzar a la muchacha moribunda. Tenía los labios secos tras sus días sin comida ni agua. Ella farfulló algo cuando le quitó las cadenas.
—El monstruo, el monstruo...
Entonces recordó las palabras que Hades le dijo. No me gustaría volver a verte en las puertas de mi reino hasta dentro de muchos, muchos años. Pero algo había en aquella mujer que le empujó a cometer una insensatez parecida a la anterior. Las Grayas también mencionaron un designio sobre ella...
—¿Quién eres tú? —preguntó un guardia—. ¡Ata a la princesa Andrómeda o te daré muerte aquí mismo!
Un batallón se acercó a él e hicieron un círculo para apuntarle con sus lanzas.
—¡Atrás! —exclamó Perseo con el kibisis en la mano—. Traigo la cabeza de la gorgona de la Hiperbórea y no querréis que la use. Soy Perseo, semidiós de Argos, el héroe que está en deuda con el rey de Sérifos. Llevadme ante el rey si queréis salvar la vida a la princesa.
—Eso no será necesario. —El guardia se arrodilló junto al resto de la corte.
El rey, camuflado como un soldado más, se quitó su yelmo y se colocó frente a Perseo.
—Soy Cefeo, señor de estas tierras. Si dices que puedes liberar a mi hija de este castigo, te recompensaré con lo que desees.
—No pretendía pedirle una recompensa, mi señor. Pasaba por estas costas cuando vi a la princesa, y creo innecesario este sacrificio para ella...
Andrómeda, que aún descansaba en su regazo, le dedicó una sonrisa débil con las pocas fuerzas que tenía.
—Los dioses sí creen necesario su sacrificio —explicó Cefeo—. La vanidad de mi esposa nos ha enfrentado con Poseidón. Dijo ser más bella que las Nereidas, y él condenó a nuestra hija por su insolencia. Solo su sangre saciará la ira del monstruo marino que la acecha.
—Marchaos del puerto y llevad a la princesa a su castillo. Dadle cobijo y agua. Yo me encargaré de ese monstruo.
—Perseo... —luchó por decir la princesa—. Gracias por salvarme.
—Volveré a estas tierras cuando mi viaje haya terminado para volver a verte.
—Pues espero que lo hagas para iniciar otro viaje que dure hasta el fin de nuestros días.
Andrómeda le dio un beso en la mejilla, y se marchó en los brazos de su padre. Perseo había estado frente a Medusa y no había sentido un dolor semejante en su corazón. Cualquier sensación parecía un grano de arena en comparación a aquel instante. Vio partir a la princesa con un alma rota que no se curaría hasta volver a tenerla en sus brazos.
El monstruo marino apareció tras él cuando la guardia dejó la costa. Clavó sus garras en las rocas y movió su cabeza hacia el suelo de madera. Sus fauces eran tan grandes que podrían haberle engullido de un bocado. Un hilo de baba caía por el borde de uno de sus colmillos. Esperaba probar su sangre, pero solo encontraría el sabor de la piedra. Perseo hizo uso de sus sandalias aladas para esquivar los mordiscos que el monstruo daba en el aire. Halló la posición perfecta frente a él para sacar a Medusa del kibisis. Sus escamas se petrificaron una a una desde sus ojos hasta la punta de sus aletas. Asestó un golpe de espada en el cielo de su boca. La piedra se hizo pedazos y se hundió en el mar.
Polidectes se volvió loco cuando algunos soldados le comunicaron que habían visto a Perseo con el kibisis entrando en Sérifos. Trató de forzar a Dánae para encerrarla en sus aposentos, pero Dictis la defendió y ambos dejaron el palacio para escapar del rey.
—¡Perseo! —clamó Dánae cuando le vio volar cerca de las murallas—. ¡Perseo, hijo mío!
Él descendió y abrazó a su madre.
—Lo has logrado. Has heredado sangre de dioses.
—Y tu coraje, madre.
—Debes apresurarte, Perseo —intervino Dictis—. Mi hermano se ha atrincherado con sus guardias en el salón de palacio y ha amenazado con asesinarnos...
—Tienes que acabar con esta locura, hijo mío...
—Ya sabes lo que debes hacer con eso. —Dictis señaló el morral—. No dejes que mi hermano y sus guardias te lo arrebaten. Reza a los dioses cuando creas que su utilidad ha acabado...
—Me desharé del kibisis en cuanto acabe con la locura del rey. Tenéis que salir de aquí los dos. Puede que haya mercenarios buscándoos por orden de Polidectes...
—Buena fortuna, Perseo. —Dictis le dio la mano y se marchó a caballo con Dánae.
El semidiós sintió un pesado latigazo en su nuca. El peso del yelmo que Hades le prestó comenzaba a aplastarle. Decidió quitárselo para moverse con mayor rapidez, y también dejó el escudo de bronce con restos de sangre colgado en su espalda. Se dirigió al salón del palacio con su hoja en una mano y la gorgona en la otra. Abrió las puertas de la sala mediante una patada. Treinta soldados de la guardia real formaban en fila frente al trono de Polidectes. Estaban preparados para disparar las flechas de sus arcos recurvos.
Perseo saltó, se elevó en el aire y se abalanzó sobre ellos. El destello de los ojos de Medusa atravesó a los guardias y el rey. Polidectes murió sentado en su trono con el rostro del asombro. Sus hombres se petrificaron con las armas listas para disparar. Sus gritos de guerra se silenciaron de un instante a otro. El silencio de las estatuas de piedra indicó que su aventura había acabado, pero fue el aplauso que escuchó desde el otro extremo de la sala lo que estableció su final.
—Has sido un bravo guerrero. —Atenea se acercó a él.
—Creí que tendría que rezar para que aparecieras.
—Llevo un largo tiempo esperando para obtener la cabeza de Medusa. La gorgona será un buen armamento que Hefesto forjará en mi égida. Por eso no te he perdido la pista durante tu vuelta de la Hiperbórea.
—Al final, parece que los dioses también necesitáis a los mortales.
—No olvides que tú eres un dios —susurró Atenea con una sonrisa torcida—. Y nuestro padre está muy orgulloso de ti.
—Creí que no me conocía.
—Su icor corre por tus venas. Zeus conoce a todos sus hijos y les observa desde el Olimpo. A ti no ha dejado de observarte desde que dejaste Argos. Es hora de que regreses allí para reclamar la corona que te pertenece.
—Primero tengo que pasar por las tierras de Cefeo. He prometido que iniciaré otro viaje y un semidiós nunca falta a su palabra. Aunque en este viaje no habrá ancianas que comparten un solo ojo, gorgonas ni monstruos marinos.
—Ya veo. Imagino que tampoco habrá dioses.
Perseo captó la tristeza en los ojos de Atenea porque sus caminos se separaban, y le entregó los obsequios que las ninfas y los dioses le prestaron.
—No necesitaré todo esto.
—Lo sé —susurró Atenea.
El intenso batir de unas alas se oyó entre aquellas paredes, y la criatura que nació de la sangre de Medusa entró a través de un hueco cuadrado del techo. El caballo alado se acercó a su nuevo dueño. Unas cuantas plumas blancas flotaron a su alrededor.
—Espero que tu nuevo viaje sea largo y próspero, héroe Perseo.
—Gracias por tus bendiciones, Atenea... —contestó él cuando se subió en el lomo del caballo, y le susurró—: Pegaso.
Perseo partió sentado entre las alas de Pegaso. El cielo nocturno de Sérifos no le permitió ver las nubes que anunciaban tormenta, pero la luz de varios rayos guiaba su camino. Zeus le observaba. Pensó que quizá le había dedicado una sonrisa desde su trono en el Olimpo. Podía ser una invitación para renunciar a su parte como hombre y caminar entre los inmortales. Pero él siguió hacia el hogar de Andrómeda, a la espera de iniciar aquel viaje que los dioses no entendían. No apreciaban el amor porque disponían de la eternidad para demostrarlo, pero los mortales solo contaban con unos años para encontrarlo, ganarlo y vivirlo.
Si algo le había enseñado la trágica muerte de Medusa, era que los gritos de las víctimas de los dioses se perdían en las profundidades y el silencio de los mares y los cielos. Pero él permanecería en la tierra para gritar al cielo que era un hombre, que era libre y que el peor error de un mortal era estar bajo el yugo de los dioses.
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