Capítulo 8

Era media tarde aún cuando Korrina se despidió de Trevor y echó a andar de regreso a su casa. Caminaba rápido, demasiado rápido, como si alguien fuera tras ella. El cielo poco a poco se iba cubriendo de nubes grises que cabalgaban lentamente hasta nublar los rayos del sol. Pensaba en lo extraño que había resultado aquel día. No quería admitirlo, pero Trevor ya no le parecía un muchachito irritante y hasta un poco tonto. Había visto más allá de su inocente apariencia, y había encontrado a alguien cuya tragedia se adivinaba en sus ojos y en sus palabras. Ya fuera por compasión o por simpatía, aquel chico le caía bien, aunque hace algunas horas hubiera querido retractarse de haberlo invitado a su casa.

Tras quince minutos caminando, Korrina arribó hasta la colina dominada por la aquella casa victoriana que a veces le daba escalofríos. Abrió el portón negro, corroído por la herrumbre y cruzó el patio de césped seco hasta que Bruno salió por la puerta a saludarla con su helada y viscosa lengua. Ella le devolvió el saludo alborotando su dorado pelaje y mimándolo como a un niño pequeño. Korrina a veces creí que, si todo el mundo te defraudaba, al menos estaban tus compañeros animales, a quienes las palabras no les hacían falta para demostrarte afecto y lealtad.

Al ingresar al interior de la casa, un silencio sepulcral cayó como un pesado manto que enmudeció los sonidos del día. Korrina tan solo podía escuchar el tic tac de algunos relojes esparcidos por toda la estancia. Se dirigió a la cocina con Bruno jadeando tras ella. Se sirvió un vaso de agua y fría y lo apuró de un trago antes de subir a toda prisa a su habitación. Pasaban casi treinta minutos de las dos de la tarde cuando se quitó la llave de su cuello y la introdujo en la cerradura de la  puerta de oro que se había materializado unos segundos antes. Encontró a Shelby enfundada en un suéter verde y jeans, de pie en medio de aquella gran sala circular envuelta en penumbra. Al verla sonrió cordialmente y se acercó a ella.

—Creía que ya no vendrías, cariño.

—Perdón, tuve un pequeño retraso —dijo Korrina —. ¿Qué hay el día de hoy?

—Esto —concedió Shelby y comenzó a elevarse en el aire lentamente.

Korrina creyó que Shelby estaba usando poderes psíquicos, similares a los de Trevor. Sin embargo, notó que bajo sus pies se expandían dos plataformas de luz.

—Pensé que ibas a enseñarme a invocar un Aliado —dijo Korrina, con un matiz de decepción en su voz.

—Parece que nada te sorprende. —Shelby bajó al suelo y las plataformas de luz se disolvieron —. Lo del aliado será para otro día. Este hechizo es muy útil, y puede sacarte de muchos aprietos.

Korrina suspiró, resignada. Los siguientes sesenta minutos perecieron ser eternos para ella. Entra pequeñas caídas de no más de un metro y magulladuras en el cuerpo, aquello no parecía tener fin. Shelby parecía ser más estricta con ella, obligándola a intentarlo una y otra vez, ignorando sus gemidos de dolor y sus silenciosas súplicas de parar. Casi al borde del desmayo, Korrina consiguió elevarse en el aire tal como lo había hecho su mentora. También logró realizar la gran hazaña de caminar a dos metros de un suelo cubierto de llamas que apenas lamían las suelas de sus zapatos.

—Sin presiones, Korrina, pero el piso está en llamas y ya sabes lo que ocurrirá si te caes —anunció en voz alta Shelby.

La chica tenía los ojos cerrados con fuerza y el sudor le resbalaba por la frente, el cuello y la espalda. Sentía que caminaba en una cuerda floja, en donde un paso en falso se resumía en una aparatosa caída al fuego. Las plataformas de luz acudían a sus pies como perro fiel, cubriendo una pequeña caminata de casi cinco metros. Cuando finalmente logró sortear el obstáculo, abrió los ojos y se dejó caer de rodillas. Vio a Shelby hacer un movimiento con su mano y las llamas se esfumaron al instante.

—Lo has logrado, querida —dijo, mientras le tendía una vaso de agua fría.

—Gracias —contestó Korrina, luego de haber apurado el agua en dos tragos —. La próxima vez pídeme que imagine que el suelo se incendia, no prendas fuego literalmente.

—Los grandes hechiceros requieren formas de enseñanzas poco ortodoxas —replicó Shelby.

—Eso explica porque nadie te ha ofrecido que enseñes magia en ese colegio de magia para niños tontos.

—Lockhatown no es un lugar para mí —dijo Shelby.

Lockhatown era el nombre que llevaba una de las cuatro escuelas de magia del mundo mágico. Shelby le había hablado a Korrina de ese lugar en sus tantas reuniones. Aunque al parecer Shelby esperaba que Korrina le pidiera que le enviaran allá, la muchacha no mostró ningún interés, pues todo eso no era más que algo temporal. Cuando todos los monstruos hayan sido devueltos a aquellas páginas amarillentas, todo habrá acabado para Korrina. Ni siquiera un mal recuerdo habrá quedado de ello.

—¿Puedo irme ya? —Korrina hizo amago de tomar su llave maestra —. Trevor, el chico del otro día debe estar esperando en casa.

Shelby le lanzó una mirada de complicidad y le codeó el brazo.

—Vaya. Parece que vamos avanzando, querida Korri.

—¿De qué hablas?

—Primero amigos… y luego quién sabe.

—¡Él no es mi amigo! Solo estoy siendo amable con él y ya —protestó Korrina y le dio la espalda a Shelby.

—Una simple broma, cielo. Ya puedes irte.

Korrina hizo aparecer la puerta y desapareció tras ella sin despedirse.

Encontró a Trevor jugando muy animado con Bruno, lanzándole una pelota que rodaba sobre la hojarasca que se negaba a desaparecer, confiriéndole ese tono lúgubre a la casa. Korrina lo observó en silencio desde el umbral, mientras un sentimiento corrosivo se deslizaba lentamente en su interior. Cuando Trevor alzó la mirada y la vio, éste dio un respingo y se incorporó.

—Hola. Llegué hace un rato y me pareció buena idea jugar con Bruno —dijo Trevor. Korrina lo miró de pies a cabeza. Llevaba puesto pantalones con parches de tela en las rodillas, una camiseta que cuyo antiguo dueño debió haber sido un cadáver y unos zapatos que se estaban deshilachando.

—Entra ya —dijo ella y se hizo a un lado para dejarlo pasar, viendo cómo se le iluminaban los ojos ante tan majestuosa arquitectura.

Korrina no se consideraba muy buena a la hora de recibir visitas. En su antigua casa nunca llegó a recibir a ninguno de sus compañeros de clases, principalmente porque nadie quería hacer equipo con ella en proyectos escolares, y de todos modos le daba igual. En vista de lo anteriormente dicho, atinó a ofrecerle a Trevor un vaso de jugo, que el muchacho no pudo rechazar, tan solo para mostrar un poco de amabilidad con aquel pobre diablo. Después de eso lo guío hasta la biblioteca de la casa, la cual se encontraba al fondo de un pasillo en el primer piso, dónde también habían muchos retratos que, con sus ojos carentes de vida, parecían seguirlos hasta que llegaron a la gran puerta de madera maciza que se abrió acompañada de un chirrido.

Korrina jamás había entrado a aquel polvoriento lugar, a pesar de haber estado ahí muchas veces cuando era pequeña. Habían estantes de libros que se elevaban  desde el suelo hasta casi besar el techo. También había una escalera que ascendía en espiral hasta un segundo nivel.

—Y aquí tienes —dijo Korrina —. Toma los libros que quieras. Nadie lee en esta casa.

—¿De verdad? —Trevor mostraba aquel entusiasmo y alegría propios de un niño pequeño en un parque de diversiones. Korrina lo vio deambular de un lugar a otro, leyendo lomos de libros cubiertos por gruesas capas de polvos. Libros que habían esperado años a que alguien finalmente se dignara a leerlos.

Trevor se perdía entre los laberintos de aquella sala circular y luego Korrina lo veía reaparecer, apoyándose en los barandales de la escalera, mientras subía a toda velocidad los peldaños de dos en dos. La chica mientras tanto mataba el tiempo paseando distraídamente por aquellas columnas de libros viejos, de vez en cuando tomando uno, soplando el polvo para leer su portada y para luego devolverlo a su respectivo lugar .

—¡Esto es el paraíso! —se oía a Trevor gritar, su eco resonando por toda la habitación.

—¿Has encontrado algo ya? —preguntó Korrina.

—Espera y verás. Creo que hay algo que te va a gustar —respondió Trevor.

Unos minutos más tarde, Korrina lo observó bajar con una montaña de libros que cubrían hasta su rostro. Con tan enclenque cuerpo, ella no daba crédito a lo que veía. Los depositó sobre una mesa de madera, igual de polvorienta y le mostró a Korrina el libro de encima, en el que se leía con letras negras un título bastante peculiar. «Criaturas Mágicas»

—¿Tú bisabuela era una bruja también?

—No lo sé —murmuró Korrina, mientras abría el libro y comenzaba a ojear las páginas, en las cuales se insinuaban dibujos de seres fantásticos: duendes con orejas puntiagudas y ojos brillantes, diminutas mujeres aladas con ostentosos vestidos, quimeras con cara de lobo y cuerpo de zorro.

Todo aquello era tan extraño. Era cierto que la bisabuela de Korrina era una mujer cuánto menos misteriosa, pero jamás hubiera imaginado que también era una bruja. Era lógico, pensaba Korrina, si no de dónde habría heredado sus poderes. Ante eso también le asaltó un pensamiento corrosivo que se deslizaba hasta el último rincón de su mente. Aquella mujer que vigilaba con ahínco su habitación pudo haber sido la creadora de la libreta de los monstruos. Ella era la bruja que había sembrado el caos en el mundo mágico. Pero eso no cuadraba con la historia que Shelby le había contado. La bruja había muerto hace mucho tiempo. ¿Cómo entonces llegó esa libreta hasta ahí?  Esa y otras preguntas no la dejaron dormir por el resto de los días que le siguieron a ese, mientras esperaba con terror y un nudo en la garganta la llegada del próximo monstruo…

Casi dos semanas más tarde, a mediados del mes de marzo, cuando la temperatura ya había alcanzado los 37 grados, se presentó la primer lluvia, que perfumó al pueblo con aquel fuerte olor a tierra mojada. Eran casi las ocho de la noche, cuando una mujer delgada, cuyo cabello enrollado en rulos y ataviada en un camisón blanco, dormitaba en un cómodo sillón de piel frente a una hoguera que ardía con fuerza, mientras saboreaba un cigarrillo y escuchaba la sensual voz de Shelby leal a través de una vieja radio que estaba sobre una mesita de madera. Era viernes de clásicos, el programa favorito de doña Carmen la viuda, como la llamaban comúnmente en el pueblo. Era una mujer que ya punteaba los cincuenta años. Vivía sola al otro extremo del pueblo, muy cerca del bosque. Su marido había muerto hace ya más de diez años, desde entonces se sentaba frente a la hoguera todas las noches a escuchar la radio. Las malas lenguas decían que a la mujer ya se le había zafado un tornillo, pues alegaba que por las noches habían criaturas que merodeaban los alrededores de su hogar, seres salidos del bosque. Tal vez por eso nunca se separaba de su rifle de caza, mismo que utilizó cientos de veces junto con su difunto marido para darle muerte a muchos animales. Cómo prueba, en la pared descansaban en placas las cabezas disecadas de ciervos, zorros y conejos.

Mientras las sombras producidas por la luz del fuego se alargaban, un ruido proveniente del piso de arriba sacó  del profundo sopor en el que se había sumergido la viuda. Se incorporó de un salto y tomó su rifle, mientras los ruidos eran cada vez más insistentes, como si alguien estuviera arriba destruyendo su habitación.  Comenzó a subir las escaleras lentamente, a la vez que agarraba el arma con fuerza. Se aseguró de que estuviera cargada antes de encarar la puerta. Al otro lado se oían cristales romperse, muebles siendo derribados, y lo que parecían ser risas estridentes que le pusieron los pelos de punta a la mujer. Sin embargo, eso no la detuvo y de una patada abrió la puerta.  De no haber sido porque la lucidez no era lo suyo, probablemente hubiera echado a correr inmediatamente al ver a dos criaturas del tamaño de un niño pequeño, con piel grisácea, ojos brillantes como piedras preciosas, orejas puntiagudas y manos que terminaban en garras. Saltaban de un lugar a otro, desgarrando las cortinas y despedazando la cómoda de la mujer, hurgando en las gavetas en busca de algo.

La viuda afianzó su arma, apuntó y efectuó dos disparos, ninguno dio en el blanco. El primero destrozó una lámpara, el único objeto intacto en toda la habitación, y el segundo abrió un agujero en la pared.  Las criaturas se pusieron frenéticas y comenzaron a saltar cada vez más rápido, haciendo imposible que la mujer pudiera darle a alguno de ellos.

—Ahora mismo van a saber quién soy yo, inmundos demonios —vociferó la mujer y la boquilla del rifle rugió nuevamente, sin dar en el blanco.

De pronto uno de los seres pareció reparar en algo que brillaba en los dedos de la mujer. Un diamante rosado en su anillo de matrimonio. De improviso se lanzó contra la mujer y de un zarpazo le arrancó el anillo, con todo y dedo y se lo zampó. Doña Carmen lanzó el arma al suelo y, despatarrada, aullaba de dolor mientras la sangre corría a borbotones de su herida. Los dos duendes, aparentemente satisfechos, se pararon en el alféizar de la ventana y pegaron un salto hasta perderse en la oscura noche, mientras la lluvia arreciaba.

Casi veinte minutos más tarde el jefe de la policía de Villa Cristal se presentó en la residencia de la viuda, acompañado de dos corpulentos oficiales. Instantes más tarde, la silueta de Shelby leal se perfiló contra el umbral de la casa, vistiendo un grueso abrigo de piel falsa y sin rastro de lluvia en su cuerpo.

—¡Ya le dije lo que pasó, oficial. Hágame el favor y verifique usted mismo lo que pasó. Vea mi dedo, me lo arrancó de un zarpazo —protestaba la mujer, notablemente irritada.

—Le repito que su habitación está en perfecto estado, señora. Le recomiendo que descanse, por favor —dijo uno de los oficiales.

El jefe de la policía del pueblo era Adolfo Caín, uno de los tantos infiltrados de la ASM que Magnolia había designado. Se trataba de un hombre de alto, con un frondoso bigote y una personalidad serena. Al llegar él mismo se encargó de restaurar la habitación de la viuda, de modo que sus hombres se tragaran el cuento de que la mujer había perdido la cabeza. En cuanto al dedo cercenado, después diría que se trataba de un accidentado con un cuchillo demasiado afilado.

—¿Qué sucedió exactamente? —le preguntó Shelby al jefe.

—Pues… —El hombre se acarició el bigote, mientras observaba las brasas en la hoguera consumirse —. Dice que un par de duendes destruyeron su habitación y que uno de ellos se comió su dedo.

Shelby se cubrió la boca con la mano y vio a la mujer, que seguía discutiendo con el oficial.

—¿Dijo cómo eran las criaturas?

—No dio muchos detalles, en vista del estado en el que se encuentra, no puedo culparla.  Por lo que pudo decir, deduzco que puede tratarse de los Goblins lunares. Tenía un anillo de diamante en el dedo que le arrancaron, y esos seres son los únicos que se alimentan de piedras preciosas.

—Por Dios —murmuró Shelby —. ¿Le borraremos los recuerdos?

—Por el momento no. La gente la toma por loca, así que, con toda seguridad, nadie le va a creer —dijo el jefe —. Lo que sí puedes hacer es regenerar su dedo, ¿podrías?

Shelby asintió y se acercó a la mujer histérica. El jefe y sus hombres se retiraron y entonces la mujer morena comenzó a tranquilizar a la viuda, para posteriormente quitar los vendajes que había puesto en su herida. Shelby extrajo un pequeño frasco de su abrigo, el cual contenía un líquido dorado, que vertió lentamente en el lugar dónde antes estaba el dedo.

—Le seguirá doliendo durante unos quince minutos. Váyase a dormir, y para cuando despierte su dedo estará ahí, ¿de acuerdo?

La viuda asintió con aire ausente, y subió a su habitación sin rechistar. Shelby se perdió tras su puerta dorada, preparando una estrategia para el monstruo.

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