Capítulo 7

A pesar del fuerte golpe que Shelby sufrió tras el aterrizaje, seguía consciente, luchando por ponerse de pie. La avispa reina no dio tregua y se lanzó a la carga nuevamente. Korrina arremetió contra ella lanzándole un proyectil de fuego que dio de lleno en su frágil rostro. Enfurecida, se giró en dirección a la chica y preparó su aguijón para lazar otro de sus poderosos rayos. Mientras tanto, Korrina observó que Shelby, aún en el piso, había conseguido tomar el gran libro de los símbolos y comenzaba a buscar el indicado. Necesitaba distraer más tiempo a la criatura.

La reina lanzó un chorro de luz hacia Korrina, quien logró pararlo justo a tiempo con su escudo de luz, rompiéndose en mil pedazos y lanzando a Korrina varios metros en el aire hasta estrellarse contra la pared. Su cabeza había recibido la peor parte del golpe. Le palpitaba de dolor, pero logró ponerse de pie y hurgar en el interior de su bolsa. Era un caso de emergencia y ahí dentro debía haber algo que podría utilizar para frenar la ira de aquel monstro que volaba en círculos, cargando su letal aguijón para lanzar su última estocada. Tras varios segundos que se le hicieron eternos, los dedos de Korrina acariciaron lo que parecían ser tres esferas del tamaño de una bola de golf. Las extrajo de la bolsa y sin pensarlo dos veces lanzó una hacia la reina. El estallido que provocó la explosión de aquel objeto fue ensordecedor. Korrina había cerrado los ojos ante eso, y al abrirlos notó una gruesa nube de humo negro que rodeaba el espacio donde hasta hace unos instantes se hallaba el monstruo.

—¡Tengo el hechizo! —gritó Shelby —. Pero debes inmovilizarla primero. Es demasiado peligrosa.

—Entendido —dijo Korrina.

La avispa salió de la nube de humo y se dirigió a Shelby. Korrina, usando el hechizo de levitación, arrancó una buena porción del suelo y le lanzó una avalancha de escombros. El monstruo enfurecido se lanzó hacia ella, con su arma nuevamente chisporroteando. Korrina conjuró el escudo de luz, y amparada tras esa débil capa de magia, fijó su vista en el candelabro de luces en forma de lágrimas que iluminaba la habitación. Si conseguía desprenderla del techo y aplastar a la reina, lo habría logrado. La avispa lanzó su rayo de luz, y aunque el escudo no resistió, Korrina usó el hechizo de levitación sobre sí misma para evitar otra colisión con la pared. Aturdió al monstruo con otra granada, que lo hizo retroceder. Korrina no se detuvo y lanzó la última esfera explosiva. La nube de humo para entonces ya era demasiado espesa como para saber con exactitud la posición de la reina. Korrina le pidió el hechizo a Shelby antes de enviar una de sus bolas de fuego hacia el techo, haciendo que el candelabro se viniera abajo junto con varios escombros que sepultaron a la avispa reina. Cuando el humo se dispersó casi por completo, Korrina pronunció el hechizo e inmediatamente la libreta saltó de su mano para posarse el aire. El símbolo nuevamente brilló en su mano y un haz luminoso salió disparado, que atravesó la libreta y luego al monstruo, transformándolo en chorro de luz que, al igual que ocurrió con el mago, lo engulló en cuestión de segundos. La libreta se cerró de golpe con un ruido seco y cayó el piso. Korrina sintió un bajón de su energía y cayó de rodillas, jadeando.

Poco a poco las grandes columnas de cera que formaban el laberinto se fueron deshaciendo en finas motas de polvo hasta que la biblioteca hubo recuperado su antiguo aspecto. Korrina se levantó y se dirigió hacia donde Shelby descansaba. Ella la miró y le dedicó una sonrisa cansada antes de tomar la mano que le ofrecía la chica y ponerse de pie.

—Santo cielo —murmuró —. Después de esto, ¿qué más nos depara el destino?

Korrina se echó el brazo de Shelby al hombro y conjuró la puerta mágica con su llave maestra. Al otro lado, Trevor las esperaba en un cómodo sillón, mientras ojeaba un libro viejo que había tomado del librero. Cuando las vio entrar saltó del sillón y se ofreció a ayudar a Shelby.

—¿Qué pasó? ¿Derrotaron al monstruo? —preguntó Trevor mientras Shelby tomaba asiento.

—Por suerte sí —dijo Korrina, y por primera vez cayó en cuenta de que todo el cuerpo le dolía, por lo que se dejó caer en otro de los sillones de Shelby, completamente agotada.

Unos minutos más tarde, Shelby y Korrina se encontraban con las fuerzas renovadas, gracias a las milagrosas pócimas que ella había preparado. Trevor fue enviado de vuelta a su casa, entre exclamaciones triunfales y de admiración hacia ellas. Korrina simplemente anhelaba desplomarse en su enorme cama y dormir hasta el siguiente día.

El sol ya se estaba ocultando cuando Shelby terminaba de cerrar una línea de sal y cenizas alrededor de toda la casa de Korrina. El atardecer había derramado una intensa luz anaranjada en el cielo, con pinceladas de nubes blancas que se arrastraban desde el horizonte, creando sombras que cubrían todo el pueblo de Villa Cristal.

—Y listo —anunció Shelby, mientras se sacudía las manos —. Ninguna criatura podrá penetrar este lugar.

La línea de mágica se hizo Invisible rápidamente. Korrina observó que las ventanas de su casa, antes destruidas por las avispas, estaban totalmente reparadas, como si nada hubiese pasado.

—¿Quién reparó la casa?

—Supongo que fueron los reparadores —musitó Shelby.

—¿Los reparadores?

—Magnolia designó un grupo de elfos como su escuadrón de reparadores, encargados de arreglar los destrozos que algún monstruo pudiera causar, cómo fue el caso de hoy. ¿No habrás creído que se les iba a borrar la memoria a la gente y dejar el pueblo hecho un tiradero? Echaría a perder lo de ser una sociedad altamente secreta.

—Entiendo —concedió Korrina.

—Bueno, tengo que irme. —Shelby tocó su llave y la puerta se hizo presente —. Ya sabes dónde encontrarme si estás en problemas.

Korrina asintió y Shelby le guiñó un ojo antes de desaparecer tras la puerta dorada. Aún quedaban un par de horas antes de que su mamá regresara del trabajo, así que se dirigió hacia la entrada, donde Bruno le dio la bienvenida meneando la cola alegremente...

...Trevor aún no lograba comprender plenamente qué era lo que había ocurrido ese día. Esa mañana al despertar, había creído que sería un día común y corriente, salvo por el hecho de que intentaría convencer a alguien de que un mago demente había convertido el pueblo en una aldea medieval. Fuera de eso, jamás hubiera esperado explotar sus habilidades hasta perder la consciencia. Aunque no le habían explicado del todo cómo funcionaba todo aquello, al llegar a su casa supuso que nuevamente le habían borrado la memoria a todo el mundo, ya que su padre, al llegar del trabajo, actuaba con perfecta normalidad.

Un par de horas más tarde, yacía en su cama armando y desarmando distraídamente un cubo rubix, mientras su mirada se perdía en el techo de su habitación. Sus pensamientos, por otro lado, lo habían abandonado y ahora navegaban en torno a una sola persona. Korrina. No lograba apartarse de su rostro suave y moreno, sus ojos marrones en los que se había perdido y ese cabello encrespado que danzaba con el viento. Sin darse cuenta se había enamorado, y fue consciente de ello al caer en cuenta de que había arriesgado su vida en un estúpido intento por impresionar a aquella chica que le había robado el aliento.

Por momentos se sentía como un idiota romántico, pero no lo podía evitar. Nunca hubiera pensado que un sentimiento tan frívolo y tonto, como él designaba al amor, se hubiese apoderado de él. Ahí, en medio de una habitación en penumbras, sus inquietos dedos anhelaban tocar su piel y su cabello. Sus ojos saboreaban la imagen de su rostro. Los objetos comenzar a elevarse en el aire hasta tocar el techo. De repente, la dulce atmósfera se esfumó en un abrir y cerrar de ojos cuando unos golpes en la puerta devolvieron a Trevor a la realidad. Los objetos cedieron ante la gravedad y se estrellaron contra el piso.

—¿Quieres algo de tomar antes de dormir, hijo?

—No quiero nada, papá. Déjame descansar —respondió Trevor, sintiendo que se convertía en una fiera descontrolada. Se puso de pie y suspiró ante lo que había pasado.

A la mañana siguiente, se vistió rápido y salió como una bala hacia la escuela. El día era prometedor. Cielo azul y nubes rechonchas y blancas que desfilaban a paso de tortuga. Llegó puntual y se encontró con Korrina, desencadenando un acelerado latir de su corazón.

—Eh, ¿Cómo estás, amiga? ¿compañera?

—Dejémoslo en simple compañera —dijo Korrina, mientras avanzaba a grandes zancadas en medio de una marea de niños uniformados.

—Por cierto, el día de hoy todos los clubes estarán reclutando gente nueva. Planeo unirme al de matemáticas, dicen que es el más popular —comentó Trevor, tratando de seguirle el paso a Korrina.

Las paredes de los pasillos de la escuela estaban cubiertas por anuncios de todos los clubes de la escuela. «Únete al club de canto y deleita a todos con tu magnífica voz», rezaba uno. «Animo, compañeros, el club de literatura te espera con ansias», decía otro. Y así, hasta que no se podía ver más que esos anuncios.

—¿Tú a cuál piensas unirte, Korrina? —preguntó Trevor, ansioso por conversar un poco más.

—A ninguno. No tengo tiempo para ese tipo de cosas -contestó ella.

—Pero hay ventajas —protestó Trevor —. Tienes asegurado un treinta por ciento de tu calificación final en todas las materias. Si haces muchas actividades extra curriculares puedes quedar exenta de exámenes por un semestre entero. Y lo más importante, te vuelves muy conocido por casi toda la escuela, lo cual acarrea muchos más beneficios.

Aquello pareció captar la atención de Korrina, por lo que Trevor sonrió para sí mismo.

—Tal vez me inscriba a alguno.

—Genial. Vamos juntos al de matemáticas.

—No creo que...

—¡Hola! ¿Les gustaría unirse a nuestro club de teatro? —exclamó una muchacha de cabello rubio recogido en dos coletas, que parecía haber salido de la nada. A su lado había un chico que, a juzgar por su gran parecido con la recién llegada, daba la impresión de ser su hermano gemelo. No hubo necesidad de que se presentaran, pues sus gafetes de «Mi nombre es Encina y Mi nombre es Elliot, los delató.

—¿Creí que ya había un club de teatro? —dijo Trevor.

La muchacha sonrió de forma condescendiente.

—Mi hermano y yo fuimos rechazados del primer club de teatro, así que nos concedieron el permiso de crear el nuestro propio.

—Y estamos buscando miembros nuevos, ya que dos personas no son suficientes para un club —dijo el chico.

—¿Y cómo les ha ido? —Korrina nuevamente con su sarcasmo, al notar la lista en blanco que la chica llevaba en la mano.

—Ustedes serían los primeros en ser admitidos —contestó Encina, siempre sonriente.

—Lo lamento, pero mi compañera y yo ya sabemos a qué club ir —declaró Trevor mientras emprendía marcha nuevamente tras Korrina.

—Si cambian de opinión estaremos en el gimnasio con los otros clubes —gritó Encina. Su hermano se encogió de hombros con cara de derrota.

Efectivamente toda la cancha del gimnasio estaba atestada de mesas y sillas, dónde muchos estudiantes hacían fila para poder ser parte de algún club. Los más concurridos eran el famoso club de los matemáticos y el de deportes. Fuera de esos, casi nadie estaba interesado en otro. Trevor y Korrina se formaron en la fila hasta que llegó su turno. La chica que estaba apuntando a todo el que llegaba los miró con el entrecejo fruncido y una mirada venenosa tras unas gafas rosadas. Era pelirroja y con aires de superioridad. En su gafete, en letras doradas, se insinuaba el nombre de Celia Calber.

—Hola, vinimos a...

—Ya no estamos recibiendo miembros —atajó la chica, con una sonrisa acerada.

En ese momento un muchacho corpulento se abrió paso entre ellos y pidió ser inscrito en el club. Solícita, la tal Celia le pidió todos sus datos y los anotó en la lista. Trevor sintió la sangre hervir ante semejante desfachatez.

—Dijiste que ya no estaban aceptando miembros —protestó Trevor.

—Ese chico había solicitado su puesto con antelación —respondió ella con un tono de voz similar al que usan las maestras de primaria para llamar la atención de niños especialmente rebeldes, sin abandonar esa ridícula y falsa sonrisa.

—¡Eso no es cierto!

La chica se quitó los anteojos y se frotó los ojos, como sin darle importancia al tema.

—Lo lamento, será para la próxima.

—Vámonos —dijo Korrina y Trevor sintió que ella lo tomaba del brazo para alejarlo de aquella molesta chica.

Al poco tiempo ningún club quiso aceptarlos, por lo que su única opción fue acudir al de los gemelos rubios. Encina los recibió con su habitual sonrisa que al parecer se negaba a abandonarla. Su hermano Elliot, por alguna razón se había puesto colorado, y Trevor leía en sus ojos el triunfo. Además de eso, pudo ver un poco más allá, y lo que descubrió lo provocó una incomodidad inesperada.

—Sabía que iban a regresar —Dijo Encina.

—Es un honor tenerlos aquí —replicó Elliot.

—Date prisa y anota nuestros datos —dijo Korrina. Trevor aún seguía enfurruñado.

Tras anotarse en aquel selecto club de cineastas de cartón, Korrina y Trevor se encaminaron hacia su salón de clases. Caminaban en silencio, Trevor porque aún seguía con la rabia palpitando en sus sienes, la chica por otra parte estaba rodeada de su habitual y misterioso silencio, como si hablar con alguien fuera un acto que hubiera olvidado con el tiempo. Trevor sentía una tremenda curiosidad por ella, pero usar sus habilidades resultaban ser un acto impuro, y más aún por los sentimientos que habían aflorado hacia su persona. Ansiaba al menos entablar una amistad, una tregua entre dos desconocidos que, al fin y al cabo tenían mucho en común.

A la hora del descanso, una estampida de chicos desfilaba a toda velocidad hacia la cafetería de la escuela, un lugar que según Trevor, podría ser considerado una jungla llena de animales salvajes. Y no podía estar más en lo cierto. Siguió a Korrina como un perro fiel. Para cuando llegaron, todas las mesas estaban ocupadas por bulliciosos adolescentes que se lanzaban comida unos a otros. En una de aquellas mesas se encontraba Celia y su séquito de intelectuales con sonrisas de superioridad. Trevor los contempló con amargura, mientras ella y varios de sus amigos le lanzaban frías miradas cargadas de burla, algunos de ellos simplemente se desgañitaban de la risa. Apartó su mirada y continuó caminando a la par de Korrina, mientras ella también era acribillada por miradas que taladraban el alma. El típico trato que recibían los estudiantes nuevos, especialmente si era su primer año de secundaria.

—Allá hay una mesa —dijo Korrina, sin dejar de caminar.

—Pero está ocupada —murmuró Trevor.

Observó que habían cuatro muchachos, cuyo aspecto denotaba una creciente falta de neuronas, pues se embadurnaban el rostro con puré de papas y se lanzaban trozos de ensalada a diestra y siniestra.

—Diles que se vayan —susurró Korrina.

—¿Pero cómo? —Trevor estaba alarmado. Aquellos chicos lo doblaban en estatura, y lo que les faltaba de cerebro lo compensaban sus fornidos brazos. La mejor opción era comer en los pasillos.

Korrina no respondió, simplemente se dio unos sutiles golpecitos en la cabeza, para darle a entender a Trevor lo que debía hacer. El muchacho lo captó de inmediato y, forzando su mente, logró entrar en la consciencia de aquellos simios uniformados y les susurró una sola palabra: «Váyanse». Al poco rato los vio tomar sus recipientes de comida y batirse en retirada, con una mirada perdida en sus rostros llenos de acné. Por lo general era más fácil entrar en la mente de aquellas personas no tan brillantes.

Súbitamente un fugaz pero poderoso dolor le acuchilló la cabeza, pero decidió ocultarlo. Korrina avanzó delante de él y tomaron asiento. En ese momento se sintió muy apenado. Korrina había extraído de su mochila una lonchera con cuatro sandwiches, una manzana y un refresco de uva. Trevor rebuscó en su mochila y simplemente encontró una manzana y una botella de agua del grifo que se negó a mostrar.

—¿Tú no vas a comer? —preguntó Korrina, mientras le daba una mordida a su sandwich.

—Una manzana, digamos que no tengo mucha hambre —mintió y Korrina lo miró con el entrecejo fruncido.

—Qué pena —dijo al cabo de un segundo —. Pensé que querrías ayudarme con estos sándwiches, no me gusta el jamón y el queso. Mamá dice que engordan.

Trevor miró los sándwiches e involuntariamente se lamió los labios. Se moría de hambre, pero era demasiado orgulloso para admitirlo, por lo que Korrina fue al grano y se los ofreció, alegando que no debía mentirle. Ante eso y una mirada penetrante, no pudo declinar la oferta y comenzó a comer, procurando no hacerlo muy deprisa. Mientras lo hacía, se le ocurrió sacar uno de sus viejos y escasos libros, un regalo de su padre para ser más precisos. Una antología de cuentos infantiles de terror, titulada «Los cuentos de Bambino Tintín».

—¿Te importa si leo un poco? Es que no puedo comer si no tengo un libro al lado.

Korrina asintió, sin darle importancia, mientras masticaba su comida con aire ausente, hasta que reparó en libro de Trevor.

—¿También lees Los cuentos de Bambino Tintín?

Trevor apartó la mirada de su libro rápidamente y asintió.

—¿Lo conoces?

—Por supuesto —dijo Korrina —. Papá solía leerme algunos de esos cuentos antes de dormir, cuando era pequeña.

—No has de haber dormido mucho, supongo. —Trevor cerró el libro y centró su atención en la chica. Ella negó en silencio.

—Soy más valiente de lo que crees.

—Entonces... ¿Ya no te lee más cuentos ahora? —preguntó Trevor, y entonces notó que la expresión de Korrina se ensombrecía súbitamente.

—Lo siento, ¿dije algo malo?

Korrina negó y apartó la mirada hacia el numeroso grupo de chicos que se partían de risa en sus mesas. Al cabo de un minuto dijo:

—Mi padre falleció en un enfrentamiento hace más de un año. Era militar.

Durante un fugaz momento sus miradas se cruzaron y Trevor tuvo el camino libre para explorar en la mente de Korrina y extraer todos aquellos recuerdos traumantes que se amontonaban como un banco de peces. Sin embargo, hizo un esfuerzo grande y bloqueó sus poderes antes de poder hacerlo.

—Lo lamento mucho, ¿sabes? Mi madre murió cuando yo era muy pequeño, ni siquiera recuerdo su rostro —musitó Trevor. Se abstuvo de contarle de que sospechaba que su padre le mentía al respecto. Korrina pareció sonreír con melancolía.

—Supongo que la vida no ha sido muy gentil con nosotros.

Trevor asintió. De pronto el apetito se le había esfumado.

—En mi casa hay una biblioteca pequeña. No he tenido tiempo de explorarla, pero estoy segura de que hay muchos libros que te van a gustar —dijo Korrina, mientras jugueteaba con su botella de refresco —. Puedes ir cuando quieras, excepto de dos de la tarde a cuatro, ya sabes, tengo clases particulares de magia con Shelby.

—Muchas gracias. Estaré ahí a las cuatro y media.

Trevor hubiera saltado de la alegría si no hubiera tanta gente alrededor. Finalmente una excusa más para estar cerca de Korrina.

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