Capítulo 5

—Ya te sientes mejor, Korrina —preguntó Shelby, un par de minutos más tarde, después de haberle preparado a la chica una de sus famosas infusiones de hierbas mágicas.

Shelby se había llevado a Korrina a su estación de radio, una pequeña construcción que hace algunos años funcionaba como lavandería. Villa Cristal volvió a ser la misma de siempre, gracias a un par de chasquidos de dedos y conjuros mágicos. Poco a poco la gente fue reubicada en sus respectivos lugares antes de la aparición del mago. Según explicó Shelby, se les había borrado la memoria con un hechizo realizado en conjunto por un selectivo grupo de hechiceros y brujas, de tal forma que para ellos solo fue un pequeño episodio de confusión, de esos cuando te quedas parado en medio de un lugar, creyendo que se te había olvidado algo. O una especie de deja vu.

—¿Y ahora qué va a pasar? —dijo Korrina.

—Pues nada. Seguiremos esperando la llegada de más monstruos —respondió Shelby, retirando la taza vacía de Korrina —. No sabemos cuántos andan por ahí merodeando el multiverso, así que hay que estar en alerta.

Korrina suspiró, notando cómo el fugaz alivio que le había proporcionado haber vencido al mago se le escurría lentamente. La certeza de que habían más criaturas por ahí le generaba ansiedad.

Shelby tomó asiento junto a ella y la rodeó con un brazo.

—Oye, arriba esos ánimos. Acabas de hacer algo increíble, una gran hazaña. Estoy muy sorprendida y al mismo tiempo orgullosa de tí.

—Solamente tuve suerte —murmuró Korrina, cabizbaja —. Ni siquiera yo puedo creer como es que esa criatura no me mató.

—Te diré porqué —declaró Shelby, forzando a Korrina a levantar el rostro. Cuando sus miradas se encontraron, la muchacha observó en esos ojos delineados por maquillaje un mar de optimismo —. Porque te ven como su dueña, por más corrompidos que estén, serán incapaces de matarte. De alguna forma, están ligados a ti porque tu sangre los liberó.

—¿Cómo estás tan segura de eso? —dijo Korrina con un hilo de voz.

La pregunta pareció tomar por sorpresa a Shelby, quien de inmediato se levantó del sillón y se dirigió a acomodar sus frascos de hierbas.

—Estuve en la ASM durante mucho tiempo, así que puedo decir que sé bastante sobre el tema —respondió, mientras sus palabras eran acompañadas por el tintineo del cristal de los frascos.

—Ah, entiendo —musitó Korrina —. Tengo que irme, Bruno probablemente debe estar como loco.

—¿Quién es Bruno?

—Es mi perro, ¿recuerdas?

—Ah, sí. ¿Tu madre no está en casa? —quiso saber Shelby.

—No. Es enfermera y se pasa todo el día trabajando —dijo Korrina, arrastrando las palabras.

—Vaya, me recuerda a alguien. —Shelby dejó en paz sus frascos de hierbas y le dio un abrazo a Korrina —. En fin, te espero mañana aquí. Tenemos mucho que aprender, y con lo que hiciste hoy no me queda duda de que no habrá monstruo que te pare los pies.

—Hasta mañana —dijo Korrina y su llave maestra brilló, en señal de que la puerta dorada se había materializado en medio de la sala de Shelby.

Tras su primer enfrentamiento con un monstruo, Korrina tuvo demasiado tiempo para aprender cosas nuevas junto a Shelby. Lo malo era que la impaciencia volvió a atentar contra su relativa tranquilidad. Tratando inútilmente de apartar esos pensamientos, se pasaba horas practicando hechizos nuevos, en ocasiones para ver si le daba un mejor aspecto a la fachada de su casa, pero nada. El césped se negaba a abandonar ese color amarillo y las hileras de hiedra seca serpenteaban con la brisa, como serpientes muertas. El resto del día se afanaba en enseñarle trucos a Bruno, pero el canino lo único que bien se le daba era ir por la pelota y rara vez correteaba gatos callejeros hasta que los pobres trepaban hasta las ramas del Olmo.

Eran mediados de Febrero, y en Villa Cristal hacía un calor desesperante durante las tardes. Otras veces el viento soplaba con tal fuerza que era capaz de agrietar los labios y hacerte llorar. Por fortuna para Korrina las clases finalmente habían comenzado. Al menos ahora no se iba a aburrir tanto mientras esperaba a que un monstruo sembrara el caos nuevamente. Las clases con Shelby pasaron a un nuevo horario, lógicamente.

Ese primer día de clases, por la mañana, Korrina se miró en el espejo de su habitación, mientras se anudaba la corbata azul cobalto. Con su camisa blanca y su bonita falda del mismo color de su corbata, parecía una colegiala con toda la extensión de la palabra. En su antigua escuela no usaba uniforme, así que era su primera vez y no estaba tan mal. Sofía había salido a trabajar muy temprano, por lo que Korrina se preparó sola el desayuno y se enfundó un par de billetes en su bolsa anaranjada antes de salir. En Villa Cristal todo estaba relativamente cerca, de tal forma que todos los chicos iban a pie o en bicicleta. Otros, con aires de superioridad eran llevados por sus padres  en lujosos autos del año, acompañados por otros niños más pequeños y bulliciosos.

En el camino, para matar el tiempo, Korrina sacó la libreta de su extravagante bolsa y la abrió, algo que había estado evitando hasta ese momento, pues no estaba segura de si quería ver nuevamente ese rostro desquiciado que ofrecía el mago. Ahí estaba, en la primera página, un dibujo digno de un artista, sin colorear. El mago, con su sombrero de hechicero, su frondosa barba y su túnica. Exhibía su baraja de cartas y en su barbudo rostro se insinuaba una sonrisa lobuna. Sus ojos, que más allá de parecer un dibujo, se veían reales, tan reales que Korrina sintió que penetraban en su interior, hurgando sin permiso como un ladrón y extrayendo sus temores más ocultos.

En la otra página,  trazos rojo escarlata susurraban el símbolo del infinito y, en la parte inferior, estaba el conjuro en runas que podía traerlo de vuelta a la realidad. Korrina durante una fracción de segundo estuvo tentada a hacerlo. Aterrada, cerró la libreta de golpe. Era inquietante la forma en la que aún era influenciada por la magia negra.

Guardó la libreta en su bolsa y respiró profundo, dejando que la helada brisa mañanera le acariciara el rostro. Un sutil vistazo a las calles de Villa Cristal le informó que muchos niños enfilaban hacia su mismo destino, enfundados en sus uniformes azul y blanco, platicando animadamente y cuidando de los más pequeños. Arribó a la escuela quince minutos más tarde, y a pesar de ser pública, ésta era muy suntuosa, parecía ser de tres niveles o algo así, con una bandera ondeando con el viento. Un portón negro le dio la bienvenida a Korrina, más adelante había una fuente y desde lo alto de un pedestal el busto de un tal Dionicio Bonilla observaba con expresión seria al alumnado y su algarabía. En el pedestal había una placa que rezaba: «Escuela secundaria Dionicio Bonilla, fundada en 1920, en honor a nuestro ilustre poeta y filósofo, quien en vida luchó por un mundo culto y generoso, influenciado por la magia de las letras y la prosa.»

Tras dejar atrás al famoso poeta y su placa, Korrina se adentró en la escuela, con sus pasillos de baldosas marrón, sus pulcras paredes de un color crema chillón y sus puertas de madera pulida. En algunas paredes se asomaban algunos carteles con anuncios para los nuevos estudiantes, murales que contaban historias de guerras y revoluciones y un par de panfletos grapados. Ya casi era la hora de que las clases dieran inicio, así se lo informó un gran reloj en forma de girasol que colgaba de una pared. Korrina por su parte estaba pérdida, no se le había ocurrido preguntarle a su madre cómo llegar a su aula de clases. Mientras divagaba en busca de ayuda, se topó sin querer con una muchacha alta y pelirroja. Ambas chocaron y los libros de la otra chica se esparcieron por el suelo.

—Lo siento mucho, déjame ayudarte —dijo Korrina y se agachó a recoger los libros de la niña pelirroja.

—Quita tus manos de mis libros —contestó con desdén, arrodillada en el piso, dónde su falda dejaba al descubierto unos muslos muy blancos —. A la próxima fíjate por dónde vas.

Korrina no supo qué contestar. Al poco rato le restó importancia. Ya los pasillos estaban quedando desiertos y ella aún sin encontrar su salón de clases. Pensó en preguntarle a algún profesor, pero era un poco tímida, y tampoco quería que pensaran que era una inútil.

—¿Estás perdida? —se oyó una débil voz detrás de Korrina.

La chica giró en redondo y vio a un muchachito flaco, de baja estatura, con grandes gafas redondas y el pelo castaño casi pegado al cráneo de tanto gel que se había puesto. Se le veía un poco nervioso, pues su pequeño rostro estaba coloreado de rojo.

—Bueno sí, un poco —admitió Korrina —. Busco el aula B2.

—Está en el segundo el piso, girando a la derecha.

—Gracias —murmuró Korrina y se apresuró a subir las escaleras hacia el segundo nivel, mientras sus pasos resonaban con eco. Después de un rato notó que alguien la seguía y al darse la vuelta vio al mismo chico. Un poco irritada le preguntó:

—¿Por qué me estás siguiendo?

—Yo también voy al aula B2 —dijo este, casi en un susurro.

—Ah —consiguió decir Korrina. A decir verdad no creía que ese chico estuviera en secundaria. Parecía tener diez años, o menos. Pensó que era el hermano de algún otro alumno. De todos modos le restó importancia y siguió su camino.

—Oye… —dijo el chico —. Fue muy extraño lo que pasó hace unos días en el pueblo, ¿no lo crees?

Korrina se dio la vuelta, una alerta se había encendido dentro de ella.

—¿De qué estás hablando?

—Ah… bueno —balbuceó el niño de gafas redondas —. Habían puertas doradas y gente con túnicas y… el pueblo parecía una aldea medieval.

Al darse cuenta que  Korrina no decía nada, Trevor continuó:

—Aparentemente nadie recuerda nada al respecto. Mi padre dice que es mi imaginación. Pero yo sé lo que vi. Dime, tú también lo viste  ¿verdad?

Korrina no daba crédito a lo que  escuchaba. Según Shelby, le habían borrado la memoria a todo el pueblo, con un hechizo realizado por los hechiceros más poderosos del mundo mágico. Por un momento pensó en no prestarle atención a aquel muchacho con facha de lunático, pero su expresión la delató y el chico exhibía una mirada sagaz y penetrante detrás de esas gafas redondas. Además, sospechaba que no era alguien que se iba a rendir de buenas a primeras y que de algún modo iba a encontrar a alguien que le creyera.  Así pues, lo arriesgó todo y se dirigió a él como una exhalación, clavándole un dedo en el pecho de forma amenazante.

—Escúchame bien, niño, mantén tu boca cerrada y no te alejes de mí. Nos vemos a la salida.

En el rostro de Korrina se dibujó una débil sonrisa, satisfecha de haber causado en Trevor la reacción que quería. El muchacho asintió rápidamente, incapaz de articular palabra alguna. Reanudaron su camino hacia su salón de clases en silencio, Trevor procurando no estar demasiado cerca de Korrina.

A las 2:00 PM las puertas de la escuela se abrieron mientras la campana anunciaba el final de las clases de ese día. Una marea de alumnos salía disparada a toda velocidad, como una estampida de rinocerontes enloquecidos. Mientras tanto, Trevor buscaba entre la multitud a la chica morena que había conocido esa mañana, y que le había parecido muy bonita pero de muy mal carácter.

Todavía acudían a su mente, con suma claridad,  todos los acontecimientos de aquel día que nadie parecía recordar. Después de pasar casi dos horas en aquella habitación llena de gente, uno de esos hombres ataviados con túnica emergió de una de las puertas doradas, seguido de otros más, y les avisaron que ya podían regresar a sus respectivos lugares. Trevor, junto con el señor Walter y un par de clientes más fueron escoltados nuevamente a la librería de Florencia Bloom. El hombre que los había llevado les dijo que se quedarán dónde estaban y unos segundos más tarde, una mirada de confusión cruzó el rostro del viejo dependiente de la librería. Trevor también notó cómo de pronto se había olvidado de todo lo que había sucedido en esas dos horas, pero inmediatamente todos sus recuerdos regresaron en tropel. Sin embargo, el señor Walter volvía a ser el mismo de siempre. Trevor se dio cuenta de que el hombre no recordaba nada y trató inútilmente de devolverle sus recuerdos. Al final, lo único que logró fue que lo tachara de loco.

—Lárgate de aquí si no vas a comprar nada, niño tonto —fue lo último que dijo el señor Walter antes de echar a Trevor de la librería.

Tras varios segundos de espera, la muchacha morena emergió de entre el gentío, abriéndose paso a codazos, con su mochila y una extraña bolsa que parecía una calabaza. Bastó con una fugaz mirada para que Trevor se diera cuenta de que aquella niña no era alguien común y corriente, y por eso le llamaba tanto la atención.

—Sígueme —dijo ella, apenas lanzándole una mirada de soslayo.
De pronto vio como se quedaba embelesada viendo un graffiti en un muro blanco que estaba al otro lado de la calle. «Vuelve atrás y hazlo bien esta vez», rezaba en letras blancas y verdes. Al poco rato pareció salir de un transe y reparó en su presencia.

—¿Te espera alguien en casa? —preguntó Korrina.

—No. Mi padre llega a las seis. ¿Sabes? Él es fotógrafo y…

—Que bueno —atajó Korrina.

—Me llamo Trevor.

—Dime Korrina.

—Tienes un nombre bonito e interesante —exclamó Trevor.

—No lo sabía. Gracias por el dato. —Korrina se quedó de pie a media calle, aparentemente desorientada. Luego giró en redondo y miró a Trevor, quien se encogió al instante.

—¿Sabes dónde queda la estación de radio de Shelby Leal?

Trevor, que había crecido recorriendo cada acera y calle de Villa Cristal, conocía cada rincón como la palma de su mano. Así que, él tomó el mando y guío a Korrina hasta dicho lugar.

Arribaron hasta ahí diez minutos más tarde. Korrina llamó a la puerta varias veces, pero nadie atendió. El sol de media tarde no daba tregua, y Trevor sentía que se estaba cocinando en su uniforme. La chica parecía frustrada, con la frente perlada de sudor y con una mano acariciando una pequeña llave plateada que llevaba colgada al cuello.

—Iremos a mi casa, si no te importa —declaró Korrina.

—Aún no  me has dicho para qué quieres que te siga —dijo Trevor, mientras luchaba por darle alcance a Korrina.

—Soy la única que te cree, así que tú confía en mí.

Trevor no dijo nada más y se limitó a seguir a Korrina. No quería admitirlo, pero su forma de caminar tan determinada y segura lo hipnotizaba, y por un breve instante se encontró navegando en esos ojos marrones y misteriosos como el mismísimo océano. Todo su ser lo llamaba a la curiosidad. A él se le hacía muy fácil desvelar hasta el más oscuro secreto de otras personas con tan solo una mirada, sin embargo, con ella era otro tema. Estaba seguro que podía ver a través de sus ojos si se esforzaba, pero ese era el detalle. Korrina y sus fugaces miradas eran un laberinto para Trevor.

Poco más de quince minutos más tarde, ambos alcanzaron la pequeña colina dominada por la gran mansión tenebrosa de Korrina. Trevor había escuchado un sinfín de historias disparatadas acerca de esa casa. La mayoría apuntaba a que estaba embrujada, como todas las casas donde nadie habitaba durante años. Nunca tomó enserio esos relatos, especialmente porque cada vez que uno de esos niños contaba la historia, Trevor le leía la mirada y sabía que estaba mintiendo. No obstante, en ese momento sí que le pareció embrujada la casa, con su fachada descuidada, la fina capa de hojarasca que cubría el césped seco y el destartalado auto en forma de escarabajo que vigilaba todo el patio desde su pedestal.

Al llegar, Korrina abrió el portón negro y se oyó el habitual chirrido espectral. Trevor la siguió de cerca, mientras solo se escuchaba el crujir de las hojas secas bajo sus zapatos. Cerca de una pequeña escalinata que daba a la puerta había un perro de pelaje dorado  que dormitaba sin prisa. Al advertir la presencia de ambos, el animal se aproximó moviendo su cola con avidez y  Trevor casi pudo ver una verdadera sonrisa en su hocico. Korrina rápidamente comenzó a acariciar al perro y a mimarlo como a un bebé. Hasta ese momento Trevor no creía que Korrina pudiera ser tan dulce con alguien.

Luego de darle la bienvenida a su dueña, el perro, llamado Bruno, se acercó a Trevor y comenzó a olfatearlo para luego lamerle la mano.

—Oh, eres tan precioso —dijo Trevor y sin querer su mirada se enlazó con la del perro —. A ver, da una vuelta.

Bruno obedeció y rodó entre las hojas secas.

—Muy bien. Ahora hazte el muerto —ordenó Trevor nuevamente.

El canino hizo lo que Trevor le dijo y se echó en el suelo, como si en realidad estuviera muerto.

—Vaya, sí que lo has entrenado muy bien —dijo Trevor. Al darse la vuelta para mirar a Korrina, se encontró con una mirada afilada y perspicaz.

—¿Qué le has hecho a Bruno?

Trevor se encogió nuevamente, esperando una explosión de ira.

—No sé de qué hablas.

—Yo no le enseñado ningún truco —puntualizó Korrina —. ¿Acaso lo hipnotizaste?

Trevor tuvo miedo de responder a esa pregunta y balbuceó cuando finalmente lo hizo, sin embargo, Korrina lo interrumpió y lo invitó a entrar a la casa. Por dentro era diferente, y Trevor estaba fascinado con su arquitectura victoriana, la belleza y precisión de quién pintó aquellos viejo retratos y el brillo que desprendían la madera pulida de los muebles. Korrina le echó prisa y la siguió a través de las escaleras y luego de un extenso pasillo vigilado por más cuadros pintados. Bruno los seguía muy de cerca, jadeando y meneando su peluda cola de aquí para allá. Se detuvieron frente una puerta al fondo del pasillo. Trevor notó cómo Korrina sopesaba la idea de asir el pomo de la puerta y entrar. Tras unos segundos se decidió entrar y él fue tras ella. Inmediatamente notó el cambio en el aire al llegar a aquella lúgubre habitación. Pero lo que más le llamó la atención fue una extraña libreta envuelta en una especie de aura negra que se contorsionaba lentamente en el suelo.

—¿Qué es esa cosa?

—Larga historia —contestó Korrina y se dirigió al gran ropero que rozaba el techo. Se quitó la llave y la introdujo en una cerradura que segundos antes no estaba ahí. El armario se abrió de par en par y la chica le indicó a Trevor que la siguiera al interior.

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