EL GRAN PREMIO

–Siéntate allí, en la banqueta– me ordenó con una fría e inquietante parsimonia.

–Déjate la ropa, no te la quites. Solo baja el cierre del pantalón y saca tu miembro. Quiero que te masturbes para mí–es lo que sentencio esa mujer.

Aquel pedido me desconcertó pero, ¿qué podía yo hacer? Era su petición y yo no iba a negarme.

Una amiga me había convencido de participar en un evento de caridad en donde la atracción principal era una subasta de deseos humanos.

La verdad es que la idea me sedujo por el hecho de ver en qué se convierten las personas utilizando la excusa de las buenas causas... y aquí tenía la prueba viviente de lo que ocurre en esas mentes.

Solo obedecí a lo que pedía. No lo niego, su deseo me encendió y me atrajo vertiginosamente. Algo de ese estilo jamás había experimentado.

Quise levantarme y aproximarme para que admirase de cerca con gusto mi pene, pero su mano se levantó con rapidez en señal de que me quedase quieto.

–No te acerques. Solo quédate allí– me ordenó mientras me miraba seria y de manera profunda.
–¿Acaso no quieres tocarme? ¿No quieres que te toque? ¿No anhelas una buena noche de sexo?–le sugerí en un susurro ronco y denso.

–No me gusta que me toquen. Tampoco es mi costumbre. Por favor, accede a mi pedido. Es por lo que pujé, ¿está claro?–su voz se había tornado firme y condenadamente seductora. Sin embargo, ella no se percataba de eso.

Retorné a mi asiento desabotonándome el saco del traje, bajando la cremallera del pantalón y dejando al desnudo mi masculinidad que ya había comenzado a endurecerse.

Ella se encontraba frente a mi en un sillón mullido color bordó. Vestía una falda lápiz, una blusa holgada con un incipiente escote que dejaba ver sus generosas turgencias, unas medias con liguero y unos stiletos finos; todo en un perfecto negro cerrado.

Comencé con mi trabajo: un sube y baja manual suave y tortuoso; lo sé por su cara que se tensaba cada vez que hacía un movimiento.

Estaba disfrutando del momento: su manera de contenerse para no abalanzarse sobre mi y seguir ella con las maniobras, sus dedos crispados convirtiéndolos en garras que la anclaban a los posabrazos del sillón, sus piernas cruzadas reteniendo con fuerza las pulsaciones de su entrepierna y las ganas de ser penetrada.

Me pregunté un par de veces porqué se castigaba de esa manera pudiéndome tener completamente a su disposición.

Mi orgasmo llegó no gracias a mis manos y mis movimientos, sino por la bendita imagen de su rostro: ojos entornados y cristalizados, boca peligrosamente entreabierta expulsando el calor que emanaba su exaltación; mejillas notoriamente encendidas en un rojo salvaje.

Pero lo que coronó mi cumbre fue ver –mientras mis ojos se entrecerraban por mi ardor– como su pecho se expandía y se contraía como si el aire hubiese desaparecido del lugar y luchaba por aspirar, aunque sea, mis obscenos gemidos.

Regué mi semen en el piso sin ningún tipo de pudor. Mi cuerpo convulcionó unas cuantas veces mientras apretaba mis testículos para poder calmar esa sensación de plenitud seguida inmediatamente de un vacío extraño.

Jamás mujer alguna me hizo sentir así.

Bajé pesadamente mis párpados un instante para poder saborear lo sucedido y recuperarme. Al abrirlos, el cuadro que tenía ante mí fue muy desconcertante: ella se había ido, dejando sobre el asiento del sillón unos billetes a modo de pago y agradecimiento por los servicios prestados.

Me reí por la situación hasta quedar mudo y pensativo: era cierto que mis estándares femeninos siempre fueron de chicas con fisonomías perfectas, senos manejables y caderas diminutas... pero esta dama había derribado todas mis estúpidas banalidades machistas mostrándome un cuerpo voluptuoso, pechos demasiado generosos, caderas con curvas prominentes y sugerentes, al punto de encontrarme a mi mismo preguntándole a mi amiga si quién era aquella ignota mujer.

–¡Ay, Nam! ¡No te gastes en averiguar sobre ella!–suspiró Lisa.

–¿Por qué? ¿Está comprometida, quizás casada?–pregunté curioso.

–Solo olvídate de ella, ¿si?–dijo mi amiga insistentemente.

El problema es que, ahora no puedo olvidarme de esa sombra que me persigue y me somete, cada noche, en mis sueños más pervertidos... Esa mujer debe ser mía cueste lo que cueste... y yo seré quien devele su misterio.

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