9

Dos años después recuerdo el resto de ese día, y aquella noche, y el día siguiente, como un inacabable entrar y salir de policías, fotógrafos y periodistas por la puerta principal de la casa de Gatsby. Una cuerda, atada de un extremo a otro de la cancela, y un policía mantenían a raya a los curiosos, pero los chiquillos descubrieron pronto que podían entrar por mi jardín, y siempre había un grupo alrededor de la piscina, con la boca abierta. Alguien de gestos decididos, un detective quizá, usó la expresión «loco» cuando se inclinó esa tarde sobre el cadáver de Wilson, y la imprevista autoridad de su voz estableció el tono de los reportajes que publicaron los periódicos a la mañana siguiente.

La mayoría de esos reportajes eran una pesadilla: grotescos, intrascendentes, tendenciosos y falsos. Cuando el testimonio de Michaelis durante la investigación sacó a la luz las sospechas de Wilson sobre su mujer, pensé que inmediatamente algún periodicucho sensacionalista nos serviría la historia completa, pero Catherine, que podría haber dicho cualquier cosa, no dijo una palabra. Demostró una sorprendente firmeza de carácter: miró al coroner con ojos llenos de determinación bajo sus cejas depiladas, y juró que su hermana no había visto a Gatsby en su vida, que su hermana era completamente feliz con su marido, que su hermana jamás había dado un mal paso. Se convenció a sí misma de lo que juraba y empapó de lágrimas el pañuelo, como si la menor insinuación ya fuera más de lo que podía soportar. De modo que Wilson fue reducido a individuo «trastornado por el dolor» para simplificar el caso al máximo, y ahí quedó todo.

Pero esa parte de la historia me parece lejana e insustancial. Me vi completamente solo, al lado de Gatsby. Desde el momento en que llamé por teléfono a West Egg para dar la noticia de la catástrofe, todas las conjeturas sobre Gatsby y todas las cuestiones prácticas recayeron sobre mí. Al principio me sentí sorprendido y confuso; luego, mientras él yacía en su casa y ni se movía, ni respiraba ni hablaba, hora tras hora, me fui convenciendo de que debía asumir la responsabilidad, porque no había ningún otro interesado: interesado, digo, con ese intenso interés personal al que cualquiera tiene cierto derecho cuando llega su fin.

Llamé a Daisy media hora después de que lo encontráramos, la llamé instintivamente y sin la menor vacilación. Pero Tom y ella se habían ido a primera hora de esa tarde, llevándose el equipaje.

—¿No han dejado una dirección?

—No.

—¿Han dicho cuándo volverán?

—No.

—¿Tiene idea de dónde pueden estar? ¿Cómo podría ponerme en contacto con ellos?

—No lo sé. No puedo decirle.

Quería encontrar a alguien que lo acompañara. Quería entrar en la habitación donde yacía y tranquilizarlo: «Te encontraré a alguien, Gatsby. No te preocupes. Confía en mí y encontraré a alguien que te haga compañía».

El nombre de Meyer Wolfshiem no aparecía en la guía de teléfonos. El mayordomo me dio la dirección de su despacho en Broadway, y llamé a Información, pero cuando conseguí el número ya eran más de las cinco, y no contestaba el teléfono.

—¿Puede llamar otra vez?

—Ya he llamado tres veces —dijo la telefonista.

—Es muy importante.

—Lo siento. Me temo que no hay nadie.

Volví al salón y pensé por un momento que todos esos funcionarios que de improviso habían llenado la casa eran gente que se presentaba por casualidad. Pero, cuando levantaron la sábana y miraron el cadáver con ojos estupefactos, la protesta de Gatsby volvió a sonar en mi cerebro: «Escucha, compañero, trae a alguien que me acompañe. Haz todo lo posible. No puedo soportar esto solo».

Alguien empezó a hacerme preguntas, pero me escabullí y subí a la segunda planta para buscar en los cajones del escritorio que no estaban cerrados con llave: nunca me había dicho expresamente que sus padres hubieran muerto. Pero no había nada: sólo la foto de Dan Cody, signo de una violencia olvidada, que me miraba fijamente desde la pared.

A la mañana siguiente mandé al mayordomo a Nueva York con una carta para Wolfshiem, pidiéndole información y rogándole que se acercara en el próximo tren. Esto me pareció superfluo cuando lo escribí. Estaba seguro de que se pondría en camino en cuanto leyera los periódicos, como estaba seguro de que, antes de mediodía, llegaría un telegrama de Daisy. Pero no llegaron ni el telegrama ni mister Wolfshiem; nadie llegó, excepto más policías, más fotógrafos y más periodistas. Cuando el mayordomo volvió con la respuesta de Wolfshiem, empecé a tener una sensación de desafío, de desprecio y de solidaridad entre Gatsby y yo contra todos.

Querido mister Carraway:

Éste ha sido uno de los golpes más terribles de mi vida y me cuesta creer que sea cierto. Un acto tan insensato como el de ese hombre debería hacernos pensar. Me es imposible ir en este momento porque me tiene atado un asunto muy importante y ahora no me puedo mezclar en eso. Si hay algo que pueda hacer más adelante, mándeme una carta con Edgar haciéndomelo saber. Casi no sé ni dónde estoy cuando oigo una cosa así, y me siento totalmente hundido, noqueado.

Le saluda atentamente,

Meyer Wolfshiem

Y añadía atropelladamente:

Téngame al corriente del funeral, etc. No conozco a su familia.

Cuando sonó el teléfono esa tarde y la centralita anunció una llamada a larga distancia desde Chicago creí que por fin era Daisy. Pero me llegó, débil y lejana, una voz de hombre.

—Aquí Slagle...

—¿Sí? —no me sonaba ese nombre.

—Mierda de mercancía. ¿Ha recibido mi telegrama?

—No ha llegado ningún telegrama.

—El joven Parker tiene problemas. Lo han cogido cuando trataba de vender los bonos. Recibieron de Nueva York una circular con los números cinco minutos antes. ¿Qué me dice? Nunca sabe uno lo que le espera en estas ciudades atrasadas...

—Oiga —lo interrumpí, asfixiándome—, oiga, no soy mister Gatsby. Mister Gatsby ha muerto.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, seguido por una exclamación, e inmediatamente un seco graznido cuando se cortó la llamada.




Creo que fue al tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente salía inmediatamente hacia Nueva York y que se pospusiera el funeral hasta su llegada.


Era el padre de Gatsby, un anciano solemne, desolado y confundido, que se protegía del caluroso día de septiembre con un largo abrigo barato. Los ojos no dejaban de lagrimearle por la emoción, y cuando le cogí la maleta y el sombrero empezó a tirarse con tanta insistencia de la barba gris y rala que me costó trabajo quitarle el abrigo. Estaba a punto de derrumbarse, así que lo llevé a la sala de música y lo obligué a sentarse mientras mandaba que le trajeran algo de comer. Pero no podía comer, y el vaso de leche se le derramó en la mano temblorosa.

—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogía todo. Me vine enseguida.

—No sabía cómo localizarlo.

Sus ojos, que miraban sin ver, recorrían incesantemente la habitación.

—Fue un loco —dijo—. Tenía que estar loco.

—¿Le apetece un poco de café? —le insistí.

—No quiero nada. Ya estoy bien, mister...

—Carraway.

—Ya estoy bien. ¿Dónde han puesto a Jimmy?

Lo llevé al salón, donde yacía su hijo, y lo dejé allí. Unos chiquillos habían subido los escalones y se asomaban al vestíbulo; cuando les dije quién acababa de llegar, se fueron de mala gana.

Poco después mister Gatz abrió la puerta y salió, la boca entreabierta, la cara ligeramente roja, los ojos húmedos de alguna lágrima aislada e inoportuna. Había llegado a una edad en la que la muerte ha perdido su calidad de sorpresa terrible y, cuando entonces miró a su alrededor y vio por primera vez la altura y el esplendor del vestíbulo y de las inmensas habitaciones que salían de él y daban a otras habitaciones, su dolor empezó a mezclarse con un orgullo reverente. Lo ayudé a subir a uno de los dormitorios de la segunda planta; mientras se quitaba la chaqueta y el chaleco le dije que cualquier disposición había sido aplazada hasta su llegada.

—No sabía lo que usted pensaba hacer, mister Gatsby...

—Me llamo Gatz.

—... Mister Gatz. Pensé que quizá quisiera llevarse a su hijo al Oeste.

Negó con la cabeza.

—A Jimmy siempre le gustó más el Este. Alcanzó su posición en el Este. ¿Era usted amigo de mi chico, mister...?

—Éramos amigos íntimos.

—Tenía un gran futuro ante él, ¿sabe? Sólo era un muchacho, pero tenía cerebro... Mucha fuerza aquí...

Se tocó la cabeza muy serio, y yo asentí.

—Si hubiera vivido, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J. Hill. Habría contribuido a levantar el país.

—Eso es verdad —dije, incómodo.

Trató de quitar la colcha bordada de la cama, se tumbó muy derecho y se durmió instantáneamente.

Esa noche llamó por teléfono una persona que no podía ocultar su pánico, y que quiso saber quién era yo antes de decirme su nombre.

—Habla con mister Carraway —le dije.

—Ah —sonó más tranquilo—. Soy Klipspringer.

Yo también me sentí más tranquilo, porque su llamada parecía prometer otro amigo para el entierro de Gatsby. No quería anunciarlo en los periódicos y atraer a una multitud que acudiera como quien va a un espectáculo, así que hice unas cuantas llamadas telefónicas. No era fácil encontrar a nadie.

—El funeral es mañana —le dije a Klipspringer—. A las tres, en la casa. Avísele a todo el que pueda estar interesado...

—Ah, sí —me cortó—. No creo que vea a nadie, pero lo haré si tengo ocasión.

Su tono me hizo desconfiar.

—Usted vendrá, por supuesto.

—Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que llamaba era porque...

—Espere un momento —lo interrumpí—. ¿Vendrá o no?

—Bueno, el hecho es que... La verdad es que estoy con alguna gente en Greenwich, y quieren que mañana pase el día con ellos. Hay un picnic o algo por el estilo. Pero, sí, haré lo posible por escaparme.

No pude contener un «ya, seguro» y debió oírme porque continuó, nervioso:

—Bueno, he llamado porque me dejé ahí un par de zapatos. No sé si sería mucha molestia mandármelos con el mayordomo. Son unas zapatillas de tenis y me siento como desvalido sin ellas. Mi dirección es B. F....

No oí el resto del nombre porque colgué.

Después de aquello sentí cierta vergüenza por Gatsby: un señor al que llamé por teléfono insinuó que había recibido su merecido. La culpa fue mía, porque era uno de los que, envalentonado por el licor de Gatsby, solía hablar de Gatsby con más desdén, y yo tendría que haber sido lo suficientemente listo como para no llamarlo.




La mañana del funeral fui a Nueva York a ver a Meyer Wolfshiem; parecía no haber otro modo de localizarlo. En la puerta que abrí, siguiendo las instrucciones del ascensorista, había un rótulo en el que se leía The Swastika Holding Company, y al principio creí que no había nadie. Pero, después de gritar «Buenos días» en vano varias veces, empezaron a discutir en la habitación contigua y al momento apareció en una puerta interior una judía muy atractiva y me examinó con unos ojos negros y hostiles.


—No hay nadie —dijo—. Mister Wolfshiem ha ido a Chicago.

Lo primero era evidentemente falso, porque dentro alguien había empezado a silbar desafinando El rosario.

—Haga el favor de decirle que mister Carraway quiere verlo.

—¿Voy a buscarlo a Chicago?

En ese momento una voz, inequívocamente la de mister Wolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro lado de la puerta.

—Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuanto vuelva.

—Pero sé que está aquí.

Dio un paso hacia mí y empezó a pasarse las manos por las caderas, arriba y abajo.

—Ustedes, los jóvenes, se creen que pueden entrar aquí cuando les da la gana —me regañó—. Y nos tienen hartos, hasta la náusea. Cuando digo que está en Chicago, está en Chicago.

Mencioné a Gatsby.

—Ah —volvió a mirarme—. Podría... ¿Me repite su nombre?

Se esfumó. Al instante apareció solemnemente en la puerta Meyer Wolfshiem, tendiéndome las dos manos. Me hizo entrar en su despacho mientras comentaba con voz reverente que era un momento muy triste para todos nosotros, y me ofreció un cigarro.

—La memoria me lleva al día en que lo conocí —dijo—. Un mayor, muy joven, recién licenciado y cubierto de medallas que había ganado en la guerra. No tenía ni un centavo: seguía usando el uniforme porque no tenía dinero para comprarse ropa. Lo vi por primera vez en los billares de Winebrenner, en la calle Cuarenta y tres, donde entró a pedir trabajo. No comía desde hacía dos días. «Véngase a almorzar conmigo», le dije. Devoró más de cuatro dólares de comida en media hora.

—¿Lo introdujo usted en los negocios?

—¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.

—Ah.

—Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en Oggsford supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.

Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

—Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.

—Muy bien, entonces venga.

Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No puedo... No puedo mezclarme en eso —dijo.

—No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.

—Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.

Vi que, por alguna razón particular, había decidido no asistir al funeral, así que me puse de pie.

—¿Ha ido usted a la universidad? —preguntó de improviso.

Por un momento pensé que iba a proponerme una «coneggsión», pero se limitó a asentir y estrecharme la mano.

—Tenemos que aprender a demostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto —sugirió—. Después mi regla es no mover las cosas.




Cuando salí del despacho el cielo se había oscurecido y lloviznaba al llegar a West Egg. Me cambié de ropa, me acerqué a la casa vecina y encontré a mister Gatz paseando por el vestíbulo, emocionado. El orgullo por su hijo y las posesiones de su hijo no había dejado de crecer y quería enseñarme algo.


—Jimmy me mandó esta foto —sacó la billetera con dedos temblorosos—. Mire.

Era una fotografía de la casa, rota por las esquinas y sucia de muchas manos. Me señaló cada detalle con fervor. «¡Mire esto!», y buscaba admiración en mis ojos. La había enseñado tantas veces que creo que para él era más real que la casa misma.

—Me la mandó Jimmy. Creo que es una foto muy buena. Sale todo muy bien.

—Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?

—Fue a verme hace dos años y me compró la casa donde vivo ahora. Nos dejó destrozados cuando se escapó de casa, pero ahora veo que tenía motivos para hacerlo. Sabía que tenía un gran futuro por delante. Y en cuanto empezó a tener éxito fue muy generoso conmigo.

Parecía resistirse a guardar la foto y me dejó verla unos segundos más. Luego se guardó la billetera y se sacó del bolsillo un ejemplar muy viejo, mugriento y desencuadernado, de un libro llamado Hopalong Cassidy.

—Mire, este libro era suyo, de cuando era un chiquillo. Ahora verá.

Lo abrió por el final y le dio la vuelta para que yo pudiera verlo. En la hoja de guarda habían escrito con letra de imprenta la palabra HORARIO y la fecha, 12 de septiembre de 1906. Y debajo:


Levantarse


6.00


Gimnasia y pesas


6.15-6.30


Estudiar electricidad, etc


7.15-8.15


Trabajo


8.30-16.30


Béisbol y deportes


16.30-17.00


Ejercicios prácticos de elocuencia y saber estar


17.00-18.00


Estudio de inventos útiles


19.00-21.00


PROPÓSITOS GENERALES

No perder el tiempo en Shafters o (nombre ilegible)

Dejar de fumar y de masticar chicle

Baño un día sí y otro no

Leer una revista o un libro provechosos a la semana

Ahorrar 5 dólares 3 dólares a la semana

Portarme mejor con mis padres

—Encontré este libro por casualidad —dijo el anciano—. ¿No es revelador?

—Es revelador.

—Jimmy estaba destinado a triunfar. Siempre se estaba proponiendo cosas por el estilo. ¿Se da cuenta de cómo se preocupaba de cultivar su inteligencia? En eso era ejemplar. Una vez me dijo que yo comía como un cerdo y le pegué.

Se resistía a cerrar el libro, leía cada línea en voz alta y me miraba con ansiedad. Creo que incluso esperaba que copiara la lista para mi propio uso.




Poco antes de las tres el ministro luterano llegó de Flushing, y empecé a mirar involuntariamente por las ventanas para ver si aparecían más coches. El padre de Gatsby hacía lo mismo. Y, conforme pasaba el tiempo, cuando los criados esperaban ya en el vestíbulo, empezó a parpadear nerviosamente y a hablar de la lluvia con preocupación e incertidumbre. El ministro miró un par de veces su reloj, así que lo llevé aparte y le pedí que esperara media hora. Pero fue inútil. No vino nadie.


A eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente: primero el coche fúnebre, horriblemente negro y mojado, luego mister Gatz, el ministro y yo en la limusina, y muy poco después, en la furgoneta de Gatsby, cuatro o cinco criados y el cartero de West Egg, todos empapados hasta los huesos. Cuando entrábamos en el cementerio oí que un coche se paraba y el sonido de alguien que chapoteaba en el suelo mojado detrás de nosotros. Me volví a mirar. Era el hombre con gafas como ojos de búho a quien descubrí una noche, hacía tres meses, maravillado ante los libros de la biblioteca de Gatsby.

No lo había visto desde entonces. No sé cómo se enteró del entierro, ni siquiera sé su nombre. La lluvia corría por sus gafas, muy gruesas, y él se las quitó y las secó para ver cómo levantaban la lona que protegía la tumba de Gatsby.

Intenté pensar en Gatsby un instante, pero ya estaba demasiado lejos, y lo único que pude recordar, sin resentimiento, fue que Daisy no había mandado ni un mensaje ni una sola flor. Apenas si oí vagamente un murmullo: «Bienaventurados los muertos sobre los que cae la lluvia». Y el hombre de los ojos de búho contestó con fuerza: «Amén».

Volvimos deprisa a los coches, bajo la lluvia. Ojos de Búho habló conmigo en la puerta:

—No he podido ir a la casa.

—No ha podido ir nadie.

—¡No me diga! —estalló—. ¡Dios mío! Iban a cientos.

Se quitó las gafas y volvió a limpiarlas, por dentro y por fuera.

—El pobre hijo de puta —dijo.




Uno de mis recuerdos más vivos es la vuelta al Oeste desde el colegio y, luego, desde la universidad en navidades.


Los que seguían viaje más allá de Chicago se reunían en la vieja Union Station a la seis de una tarde de diciembre con algunos amigos de Chicago que, sumergidos ya en la alegría de las fiestas, acudían a despedirlos. Recuerdo los abrigos de piel de las chicas que volvían del colegio de miss Tal o miss Cual, y las charlas entre el vaho helado de la respiración, y las manos que se levantaban a saludar cuando veíamos a viejos amigos, y cómo comparábamos nuestras listas de invitaciones, «¿Vas a la fiesta de los Ordway, de los Hersey, de los Schultz?». Y los billetes del tren, alargados y verdes, bien apretados en las manos enguantadas. Y, por fin, en la vía, cerca de la entrada, los lóbregos vagones de la línea Chicago, Milwaukee y Saint Paul, que nos parecían alegres como las mismas navidades.

Cuando nos adentrábamos en la noche de invierno y la verdadera nieve, nuestra nieve, empezaba a extenderse por todos lados y a titilar y estrellarse contra las ventanas del tren, y pasaban las luces mortecinas de las pequeñas estaciones de Wisconsin, el aire se endurecía de pronto, afilado y cortante. Lo aspirábamos profundamente cuando volvíamos de cenar a través de las plataformas heladas, inconcebiblemente conscientes durante una hora extraordinaria de nuestra identificación con el país, antes de unirnos y confundirnos de nuevo con él.

Ése era mi Medio Oeste, no el trigo ni las praderas ni los perdidos pueblos de los suecos, sino los emocionantes trenes de mi juventud en los que regresaba, y las farolas de la calle y las campanillas de los trineos en la oscuridad escarchada y las sombras de las coronas de acebo que las ventanas iluminadas proyectaban sobre la nieve. Formo parte de ese mundo, un poco solemne por la sensación de aquellos largos inviernos, un poco orgulloso por haber crecido en la casa de los Carraway, en una ciudad en la que las casas todavía son conocidas durante décadas por el nombre de la familia propietaria. Ahora comprendo que, al fin y al cabo, esta historia ha sido una historia del Oeste: Tom y Gatsby, Daisy y Jordan y yo somos del Oeste, y quizá suframos en común alguna deficiencia que nos hace sutilmente inadaptables a la vida en el Este.

Incluso cuando el Este me impresionaba más, incluso cuando era más consciente de su superioridad sobre las aburridas, desangeladas y abotargadas ciudades de más allá de Ohio, con su inquisitivo e inacabable fisgoneo del que sólo se libran los niños y los muy ancianos, incluso entonces tenía para mí el Este una nota de distorsión. West Egg, especialmente, sigue apareciendo en mis sueños más fantásticos. Lo veo como una escena nocturna pintada por el Greco: un centenar de casas, a la vez convencionales y grotescas, encogidas bajo un cielo hosco y agobiante y una luna sin lustre. En primer plano, cuatro hombres solemnes, vestidos de etiqueta, van por la acera con una camilla en la que yace una mujer borracha y en traje de noche. La mano, que cuelga a un lado, centellea enjoyada y fría. Muy serios, los hombres entran en una casa, una casa equivocada. Pero nadie sabe el nombre de la mujer, ni a nadie le importa.

Después de la muerte de Gatsby el Este me parecía hechizado, distorsionado, sin que mis ojos pudieran corregirlo. Así que, cuando el humo de las hojas secas flotaba ya en el aire y la ropa húmeda empezó a congelarse en los tendederos al soplo del viento, decidí volver a casa.

Había algo que tenía que hacer antes de irme, algo desagradable y embarazoso que probablemente hubiera sido mejor no hacer. Pero quería dejarlo todo en orden y no confiar en que el mar indiferente y diligente se llevara mi basura. Vi a Jordan Baker y hablé de lo que había pasado entre nosotros, y de lo que después me había pasado a mí, y ella me escuchó, muy quieta, en un gran sillón.

Iba vestida de golfista, y me acuerdo de que pensé que parecía una buena foto para una revista ilustrada, con el mentón graciosamente levantado, el pelo color de hoja en otoño y la cara del mismo tono tostado que el guante sin dedos que descansaba en su rodilla. Cuando acabé, me dijo sin más comentarios que se había comprometido con otro. No me lo creí del todo, aunque había varios con los que podría haberse casado con un simple gesto de asentimiento, pero fingí sorpresa. Por un momento me pregunté si no me estaría equivocando, luego volví a pensarlo todo rápidamente y me levanté para despedirme.

—Pero fuiste tú el que me dejó —dijo Jordan de improviso—. Me dejaste por teléfono. Ya no me importas lo más mínimo, pero aquello fue para mí una nueva experiencia, y durante un tiempo me sentí un poco desorientada.

Nos estrechamos la mano.

—Ah, ¿te acuerdas —añadió— de una conversación que tuvimos una vez sobre conducir un coche?

—No, no me acuerdo.

—¿No dijiste que un mal conductor sólo está seguro hasta que se encuentra con otro mal conductor? Bueno, pues yo me encontré con otro mal conductor, ¿no? Quiero decir que, si me equivoqué tanto, fue por mi propio descuido. Creía que eras una persona bastante honesta y sincera. Creía que ése era tu orgullo secreto.

—Tengo treinta años —dije—. He rebasado en cinco años la edad de mentirme a mí mismo y llamarle a eso honor.

No me contestó. Enfadado, medio enamorado de ella y tremendamente dolorido, di media vuelta y me fui.




Una tarde de finales de octubre vi a Tom Buchanan. Iba andando delante de mí por la Quinta Avenida, alerta y agresivo como siempre, las manos ligeramente separadas del cuerpo como para defenderse de cualquier intromisión, y moviendo bruscamente la cabeza al ritmo de sus ojos inquietos. En el momento en que reduje el paso para evitar adelantarlo, se paró a mirar, arrugando la frente, el escaparate de una joyería. Entonces me vio y retrocedió, tendiéndome la mano.


—¿Qué pasa, Nick? ¿Te niegas a darme la mano?

—Sí. Sabes lo que pienso de ti.

—Estás loco, Nick —dijo—. Totalmente loco. No sé qué te pasa.

—Tom —pregunté—, ¿qué le dijiste a Wilson aquel día?

Me miró sin decir una palabra y supe que no me había equivocado a propósito de aquellas horas perdidas. Traté de dar media vuelta, pero me cogió del brazo.

—Le conté la verdad —dijo—. Se presentó en la puerta cuando estábamos a punto de irnos y, cuando mandé que le dijeran que no estábamos, intentó subir por la fuerza. Estaba lo suficientemente loco como para matarme si no le hubiera dicho quién era el dueño del coche. En la casa no soltó ni un momento el revólver que llevaba en el bolsillo —se interrumpió, desafiante—. ¿Y qué si se lo dije? Ese individuo recibió lo que se merecía. Te cegó igual que cegó a Daisy, pero era peligroso. Atropelló a Myrtle como quien atropella a un perro, y ni siquiera se paró.

No había nada que yo pudiera responderle, salvo lo indecible: que no era verdad.

—Y si crees que no he tenido mi parte de sufrimiento... Mira, cuando fui a dejar el apartamento y vi la maldita caja de galletas para perros en el aparador, me senté y lloré como un niño, Dios mío, fue terrible...

No podía perdonarlo ni demostrarle simpatía, pero entendí que, para él, lo que había hecho estaba completamente justificado. Sólo era desconsideración y confusión: Tom y Daisy eran personas desconsideradas. Destrozaban cosas y personas y luego se refugiaban detrás de su dinero o de su inmensa desconsideración, o de lo que los unía, fuera lo que fuera, y dejaban que otros limpiaran la suciedad que ellos dejaban...

Le di la mano; parecía absurdo no hacerlo, porque de repente fue como si estuviera hablando con un niño. Luego entró en la joyería a comprar un collar de perlas —o quizá unos gemelos—, libre para siempre de mis remilgos provincianos.




La casa de Gatsby seguía vacía cuando me fui: su césped había crecido tanto como el mío. Uno de los taxistas del pueblo nunca pasaba ante la entrada sin detenerse un momento para señalarle a sus pasajeros la casa; puede que fuera el que llevó a Daisy y Gatsby a East Egg la noche del accidente, y quizá había inventado su propia historia sobre el caso. Yo no quería oírla y lo evitaba cuando me bajaba del tren.


Pasaba en Nueva York las noches de los sábados porque seguían tan vivas en mí aquellas fiestas deslumbrantes que aún oía la música y las risas, desmayadas y sin fin, que llegaban de los jardines de la casa, y los coches que subían y bajaban por el camino de entrada. Una noche oí un coche de verdad, y vi cómo la luz de los faros iluminaba la escalinata. Pero no investigué. Debía de ser algún invitado rezagado que había estado en el confín de la tierra y no sabía que había terminado la fiesta.

La última noche, después de hacer el equipaje y de venderle el coche al dueño de la tienda de comestibles, me acerqué a ver otra vez aquel extraordinario e incoherente desastre de casa. En los peldaños blancos una palabra obscena, garabateada por algún chico con un trozo de ladrillo, resaltaba con claridad a la luz de la luna, y la borré, frotando la piedra con el zapato. Luego bajé dando un paseo a la playa y me tumbé en la arena.

La mayoría de las casas grandes de la playa estaban ya cerradas y apenas si se veía una luz que no fuera el resplandor móvil y nublado de algún transbordador que cruzaba el estrecho. Y, a medida que la luna cobraba altura, las casas, insustanciales, empezaron a desvanecerse y poco a poco tomé conciencia de la vieja isla que, allí mismo, había florecido ante los ojos de unos cuantos marinos holandeses: un pecho del nuevo mundo, verde y joven. Árboles desaparecidos, los árboles que cederían su sitio a la casa de Gatsby, provocaron una vez con sus susurros el último y más grande de los sueños humanos: durante un instante encantado y efímero el hombre tuvo que contener la respiración en presencia de este continente, obligado a una contemplación estética que no entendía ni deseaba, frente a frente por última vez en la historia con algo proporcional a su capacidad de asombro.

Y, allí, pensando en el viejo mundo desconocido, me acordé del asombro de Gatsby cuando descubrió la luz verde al final del embarcadero de Daisy. Había hecho un largo camino hasta aquel césped azul y su sueño debió de parecerle tan cercano que difícilmente podía escapársele. No sabía que ya lo había dejado atrás, en algún sitio, más allá de la ciudad, en la vasta tiniebla, donde los oscuros campos de la república se extienden en la noche.

Gatsby creía en la luz verde, el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros. Se nos escapa ahora, pero no importa, mañana correremos más, alargaremos más los brazos y llegarán más lejos... Y una buena mañana...

Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado.

FIN

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