7

Un sábado por la noche, cuando la curiosidad sobre Gatsby había llegado al máximo, no se encendieron las luces de su casa y, de modo tan oscuro como había empezado, acabó su carrera como Trimalción. Sólo poco a poco me di cuenta de que los automóviles que con expectación tomaban la curva en el camino de entrada apenas se detenían un instante y luego se alejaban disgustados. Preguntándome si no estaría enfermo, me acerqué a informarme. Un mayordomo con cara de indeseable y a quien no conocía me miró desde la puerta con aire torvo y desconfiado.

—¿Está enfermo mister Gatsby?

—De eso nada —después de una pausa, resistiéndose y a regañadientes, añadió «señor».

—No lo veo por aquí, y estaba preocupado. Dígale que ha venido mister Carraway.

—¿Quién? —preguntó, grosero.

—Carraway.

—Carraway. Muy bien, se lo diré.

Y sin más pegó un portazo.

Mi finlandesa me informó de que Gatsby había despedido a todos los criados de la casa hacía una semana y los había sustituido por otros, que no iban ya al West Egg Village a que los tenderos los sobornaran, sino que hacían por teléfono pedidos muy moderados. El chico de la tienda de comestibles contaba que la cocina parecía una pocilga, y en el pueblo se había generalizado la opinión de que los recién llegados no eran criados en absoluto.

Al día siguiente Gatsby me llamó por teléfono.

—¿Te vas? —le pregunté.

—No, compañero.

—Me han dicho que has despedido al servicio.

—Necesitaba a gente que no anduviera con chismes. Daisy viene muy a menudo... por las tardes.

Así que todo el caravanserrallo se había venido abajo como un castillo de naipes por una mirada de desaprobación de Daisy.

—Son gente a la que Wolfshiem quería ayudar. Son todos hermanos y hermanas. Llevaban un pequeño hotel.

—Ya.

Daisy le había pedido que me llamara: ¿podía ir a comer mañana a casa de los Buchanan? Miss Baker también estaría allí. Media hora más tarde me llamó la propia Daisy y pareció aliviada cuando supo que iría. Algo iba a pasar, y, sin embargo, no creía que eligieran aquella ocasión para montar una escena: especialmente la escena horrorosa que Gatsby había ensayado en el jardín.




El día siguiente fue abrasador, casi el último del verano y sin duda el más caluroso. Cuando mi tren emergió del túnel, a la luz del sol, sólo la cálida sirena de la National Biscuit Company rompía el silencio hirviente del mediodía. Los asientos del tren se acercaban al punto de ignición; la mujer de al lado manchaba delicadamente de sudor su blusa blanca y luego, cuando el periódico se humedeció al tacto de sus dedos, se abandonó al calor insoportable con desesperación y un quejido desolado. El bolso se le cayó al suelo.


—¡Dios mío! —suspiró.

Lo recogí con una inclinación cansada y se lo devolví, sujetándolo por una esquina, por la punta, y alargando el brazo, para dejar claro que mi gesto no escondía segundas intenciones, pero todos los que estaban cerca, incluida la mujer, sospecharon de mí lo mismo.

—¡Qué calor! —decía el revisor ante las caras que le resultaban conocidas—. ¡Qué tiempo! Qué calor, qué calor. ¿Les parece poco? ¿No tienen calor?

Me devolvió el bono del tren con una mancha oscura que había dejado su mano. ¿Cómo podía importarle a nadie, con semejante calor, qué labios febriles besaba, o qué cabeza le humedecía el bolsillo del pijama, sobre el corazón?

Pero en el vestíbulo de la casa de los Buchanan soplaba una brisa suave, que llevó el sonido del teléfono hasta la puerta, donde esperábamos Gatsby y yo.

—¡El cadáver del señor! —rugió el mayordomo al aparato—. Lo lamento, señora, pero no se lo podemos entregar. ¡Está demasiado caliente para tocarlo en pleno mediodía!

Lo que de verdad dijo fue:

—Sí. Sí. Voy a ver.

Colgó y se acercó a nosotros, brillando de sudor, para coger nuestros sombreros de paja.

—¡Madame les espera en el salón! —gritó y, sin necesidad, nos señaló el camino.

Con aquel calor cada gesto superfluo era una ofensa contra las normales reservas de vida.

La habitación, a la sombra de los toldos, era oscura y fresca. Daisy y Jordan estaban echadas en un sofá enorme, como ídolos de plata que con su peso sujetaran sus vestidos blancos frente a la brisa cantarina de los ventiladores.

—No podemos movernos —dijeron al unísono.

Los dedos de Jordan, con polvos blanqueadores sobre el bronceado, descansaron un momento en los míos.

—¿Y mister Tom Buchanan, el atleta? —pregunté.

Simultáneamente oí la voz de Tom, malhumorada, apagada, ronca, en el teléfono del vestíbulo.

Gatsby, de pie en el centro de la alfombra carmesí, miraba todo con ojos fascinados. Daisy, observándolo, se rió, con su risa dulce y excitante: una ráfaga mínima de polvos rosa se alzó de su pecho.

—Corre el rumor —murmuró Jordan— de que la que está al teléfono es la chica de Tom.

Guardamos silencio. La voz del vestíbulo se elevó irritada:

—Muy bien, entonces. No le vendo el coche, de ninguna forma... No tengo ningún compromiso con usted... ¡Y no tolero, de ninguna forma, que me moleste a la hora de comer!

—Tiene tapado el micrófono del teléfono —dijo Daisy cínicamente.

—No —le aseguré—. Está negociando de verdad. Conozco el asunto.

Tom abrió de golpe la puerta, la bloqueó unos segundos con su cuerpo abundante y entró atropelladamente en la habitación.

—¡Mister Gatsby! —le tendió la mano, ancha y abierta, con fastidio bien disimulado—. Me alegro de verlo... Nick...

—Prepáranos algo frío para beber —ordenó Daisy.

Se levantó cuando Tom salió de la habitación, se acercó a Gatsby, le hizo inclinar la cabeza y lo besó en la boca.

—Sabes que te quiero —murmuró.

—Olvidas que hay una señora presente —dijo Jordan.

Daisy miró a su alrededor, dubitativa.

—Besa tú a Nick.

—¡Qué chica tan grosera y tan vulgar!

—¡No me importa! —gritó Daisy y se puso a bailotear sobre los ladrillos de la chimenea.

Luego se acordó del calor y se sentó en el sofá con aire de culpa en el instante en que una niñera muy limpia y recién planchada entró en la habitación con una niña.

—¡Ben-di-ta pre-cio-si-dad! —tarareó Daisy, tendiéndole los brazos—. Ven con tu madre que te adora.

La niña, libre de la niñera, atravesó corriendo la habitación y se cogió tímidamente del vestido de su madre.

—¡Mi bendita preciosidad! ¿Te ha llenado mamá de polvos tu precioso pelo rubio? Ponte derecha y di: ¿Cómo estáis?

Gatsby y yo nos inclinamos a coger la mano pequeñísima y reacia. Después Gatsby siguió mirando a la niña con sorpresa. Pienso que hasta entonces no había creído de verdad en su existencia.

—Me he vestido para la comida —dijo la niña, volviéndose hacia Daisy con impaciencia.

—Porque tu madre quería presumir de ti —la cara de Daisy se acercó a la única arruga del pequeño cuello blanco—. Eres un sueño, eres un sueño muy pequeño.

—Sí —admitió la niña, tranquila—. También la tía Jordan lleva un vestido blanco.

—¿Qué te parecen los amigos de mamá? —Daisy le dio la vuelta para que mirara a Gatsby—. ¿Crees que son guapos?

—¿Dónde está papá?

—No se parece a su padre —explicó Daisy—. Se parece a mí. Tiene mi pelo y la forma de mi cara.

Daisy se retrepó en el sofá. La niñera dio un paso y tendió la mano hacia la niña.

—Vamos, Pammy.

—¡Adiós, tesoro!

Volviéndose a mirar, la niña, reacia, muy bien educada, cogió la mano de la niñera, que se la llevó, en el momento en que Tom volvía con cuatro ginebras con soda y zumo de lima que tintineaban llenas de hielo.

Gatsby cogió su vaso.

—Parecen fríos de verdad —dijo, visiblemente tenso.

Dimos tragos largos y ávidos.

—He leído no sé dónde que el sol se calienta más cada año —dijo Tom, muy simpático—. Parece que muy pronto la tierra caerá en el sol, o, esperad un momento, no, es exactamente al revés: el sol se enfría más cada año. Venga —le sugirió a Gatsby—. Me gustaría que viera la casa.

Salí con ellos a la galería. Sobre el estrecho, verde, estancado en el calor, una vela minúscula se deslizaba muy despacio hacia aguas más frías. Los ojos de Gatsby la siguieron un momento; levantó la mano y señaló la otra orilla de la bahía.

—Vivo exactamente enfrente de su casa.

—Ya.

Miramos más allá de los macizos de rosas y el césped caliente y los desechos de algas que dejaban a lo largo de la costa los días irrespirables. Las alas del barco se movían despacio contra el límite frío y azul del cielo. Ante nosotros se extendía el océano ondulado y las islas benditas y abundantes.

—Eso sí que es deporte —dijo Tom, asintiendo con la cabeza—. Me gustaría pasar una hora en ese barco.

Almorzamos en el comedor, en sombra, contra el calor, y bebimos alegría nerviosa con la cerveza fría.

—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —exclamó Daisy—. ¿Y mañana, y en los próximos treinta años?

—No seas morbosa —dijo Jordan—. La vida vuelve a empezar cuando refresca en otoño.

—Pero hace tanto calor —insistió Daisy, al borde de las lágrimas— y es todo tan confuso... ¡Vámonos a la ciudad!

Su voz luchaba y se estrellaba contra el calor, dándole forma a la falta de sentido de aquel clima.

—Tengo noticia de cuadras convertidas en garajes —le decía Tom a Gatsby—, pero soy el primero que ha convertido un garaje en una cuadra.

—¿Quién quiere ir a la ciudad? —preguntó Daisy insistentemente. La mirada de Gatsby voló hacia ella—. Ah —exclamó Daisy—, parece que no tienes calor.

Sus ojos se encontraron y los dos se miraron, solos en el espacio. Con esfuerzo, Daisy bajó la vista hacia la mesa.

—Parece que nunca tienes calor —repitió.

Le había dicho que lo quería, y Tom Buchanan lo vio. Estaba atónito. Se le entreabrió la boca, y miró a Gatsby, y luego a Daisy, como si acabara de reconocer a una amiga de hacía mucho tiempo.

—Te pareces al hombre del anuncio —continúo Daisy con inocencia—. Ya sabes, el anuncio del hombre...

—Muy bien —la interrumpió Tom inmediatamente—. Estoy dispuesto a ir a la ciudad, por supuesto. Venga, nos vamos todos a la ciudad.

Se levantó, y sus ojos relampagueaban entre Gatsby y su mujer. Nadie se movió.

—¡Venga! —estaba empezando a perder la paciencia—. ¿Qué pasa ahora? Si vamos a ir a la ciudad, ¡en marcha!

La mano, que le temblaba por el esfuerzo de controlarse, le acercó a los labios los restos del vaso de cerveza. La voz de Daisy nos obligó a levantarnos y a salir al incandescente camino de grava.

—¿Ya nos vamos? —objetó—. ¿Así? ¿No podemos ni fumarnos un cigarrillo antes?

—Todo el mundo ha fumado en la comida.

—Ay, vamos a divertirnos —imploró Daisy—. Hace demasiado calor para pelearse.

Tom no respondió.

—Lo que tú mandes —dijo Daisy—. Vamos, Jordan.

Subieron a arreglarse mientras los tres hombres arrastrábamos los pies por las piedras calientes. La curva plateada de la luna flotaba ya en el cielo, al oeste. Gatsby fue a hablar y cambió de idea, pero no antes de que Tom se volviera a mirarlo, expectante.

—¿Tiene aquí las cuadras? —preguntó Gatsby, haciendo un esfuerzo.

—A unos cuatrocientos metros carretera abajo.

—Ah.

Pausa.

—No entiendo la idea de ir a la ciudad —saltó, feroz, Tom—. Las mujeres tienen unas ocurrencias...

—¿Nos llevamos algo para beber? —preguntó Daisy desde una ventana de la planta de arriba.

—Voy a coger whisky —respondió Tom.

Entró en la casa.

Gatsby se volvió hacia mí, rígido.

—No puedo hablar en casa del marido, compañero.

—Daisy tiene una voz indiscreta —señalé—. Está llena de... —dudé.

—Es una voz llena de dinero —dijo Gatsby de repente.

Así era. No lo había entendido hasta entonces. Llena de dinero: ése era el encanto inagotable que subía y bajaba en aquella voz, su tintineo, su canción de címbalos y campanillas... En la cumbre de un palacio blanco la hija del rey, la chica de oro...

Tom salió de la casa con una botella envuelta en una toalla, seguido de Daisy y Jordan, que se habían puesto unos sombreritos de un tejido metálico y llevaban en el brazo unas capas ligeras.

—¿Vamos todos en mi coche? —sugirió Gatsby. Palpó el asiento de piel verde, muy caliente—. Debería haberlo dejado a la sombra.

—¿El cambio de marchas es normal? —preguntó Tom.

—Sí.

—Entonces coja mi cupé y déjeme que conduzca su coche hasta la ciudad.

A Gatsby no le gustó la sugerencia.

—Creo que no tiene suficiente gasolina.

—Hay de sobra —dijo Tom, impetuoso. Miró el indicador—. Y si se acaba, puedo parar en un drugstore. Hoy día puedes comprar cualquier cosa en un drugstore.

Un silencio siguió a esta observación, aparentemente sin segundas intenciones. Daisy miró a Tom frunciendo las cejas, y una expresión indefinible, a la vez irremediablemente extraña y vagamente reconocible, como si yo sólo hubiera oído las palabras que la describían, pasó par la cara de Gatsby.

—Vamos, Daisy —dijo Tom, empujándola hacia el coche de Gatsby—. Te llevaré en este carromato de circo.

Abrió la puerta, pero Daisy eludió el círculo de su brazo.

—Lleva a Nick y Jordan. Nosotros te seguiremos en el cupé.

Se acercó a Gatsby y le tocó la chaqueta. Jordan, Tom y yo nos sentamos en el coche de Gatsby, los tres delante. Tom tanteó el embrague y la palanca de cambios que no conocía y salimos disparados hacia el calor oprimente, perdiendo de vista a los que quedaban atrás.

—¿Os habéis fijado? —preguntó Tom.

—¿En qué?

Me miró con intensidad, dándose cuenta de que Jordan y yo lo sabíamos todo.

—Creéis que soy imbécil, ¿no? —sugirió—. A lo mejor lo soy, pero tengo... A veces tengo un instinto especial que me dice lo que debo hacer. Puede que no lo creáis, pero la ciencia...

Calló. La situación de emergencia inmediata se le impuso, apartándolo del borde del abismo teórico.

—He hecho una pequeña investigación sobre el tipo ese —continuó—. Y, si hubiera sabido, habría profundizado más.

—¿Quieres decir que has ido a una médium? —preguntó Jordan de broma.

—¿Cómo? —nos miraba confundido mientras reíamos—. ¿Una médium?

—A preguntarle por Gatsby.

—¡Gatsby! No, no he ido. He dicho que he hecho una pequeña investigación sobre su pasado.

—Y has descubierto que estudió en Oxford —dijo Jordan, colaborando.

—¡Oxford! —exclamó, incrédulo—. ¡Qué estupidez! ¡Y lleva un traje rosa!

—Pero ha estudiado en Oxford.

—En Oxford, Nuevo México —Tom lanzó un bufido de desprecio—, o en algún sitio por el estilo.

—Dime, Tom. Si eres tan esnob, ¿por qué lo has invitado a comer? —preguntó Jordan de mal humor.

—Lo ha invitado Daisy: lo conoció antes de casarnos. ¡Dios sabe dónde!

Ahora los tres estábamos irritables porque pasaban los efectos de la cerveza y, dándonos cuenta, viajamos un rato en silencio. Cuando aparecieron al fondo de la carretera los ojos descoloridos del doctor T. J. Eckleburg, recordé el aviso de Gatsby sobre la gasolina.

—Tenemos suficiente para llegar a la ciudad —dijo Tom.

—Pero hay ahí mismo una estación de servicio —objetó Jordan—. No quiero quedarme parada en este horno.

Tom, impaciente, usó los dos frenos a la vez y nos deslizamos hasta un rincón árido y polvoriento bajo el letrero donde se leía Wilson. Al cabo de unos segundos el propietario surgió del interior del garaje y lanzó una mirada vacía al coche.

—¡Gasolina! —gritó Tom, brutal—. ¿Para qué cree que hemos parado? ¿Para admirar el paisaje?

—Estoy enfermo —dijo Wilson sin moverse—. Llevo enfermo todo el día.

—¿Qué le pasa?

—Estoy agotado.

—Bueno, ¿me sirvo yo? —preguntó Tom—. Por teléfono parecía estar perfectamente.

Wilson dejó con esfuerzo la sombra y el apoyo de la puerta y, respirando con dificultad, quitó el tapón del depósito. A la luz del sol tenía la cara verde.

—No era mi intención molestarlo durante el almuerzo —dijo—. Pero necesito dinero rápido y quería saber qué piensa hacer con su coche viejo.

—¿Le gusta éste? —preguntó Tom—. Lo compré la semana pasada.

—Es estupendo, amarillo —dijo Wilson, mientras se afanaba con la manivela del surtidor.

—¿Quiere comprarlo?

—Es demasiado —Wilson sonrió débilmente—. No, pero al otro podría sacarle algún dinero.

—¿Y para qué necesita dinero con tanta urgencia?

—Llevo aquí demasiado tiempo. Quiero irme. Mi mujer y yo queremos irnos al Oeste.

—Su mujer quiere irse —exclamó Tom, muy sorprendido.

—Lleva hablando de eso diez años —se apoyó un instante en el surtidor, protegiéndose los ojos del sol—. Y ahora se va a ir quiera o no quiera. Me la pienso llevar.

El cupé nos pasó a toda velocidad con un torbellino de polvo y el centelleo de una mano que saludó.

—¿Cuánto le debo? —preguntó Tom con voz desagradable.

—He notado algo raro estos últimos días —señaló Wilson—. Por eso me quiero ir. Y por eso lo he molestado con lo del coche.

—¿Cuánto le debo?

—Un dólar veinte.

El calor despiadado empezaba a aturdirme y me sentí mal unos segundos hasta que comprendí que Wilson no sospechaba de Tom. Había descubierto que Myrtle llevaba algún tipo de vida al margen del matrimonio, en otro mundo, y el golpe lo había puesto físicamente enfermo. Miré a Wilson y luego a Tom, que había hecho un descubrimiento paralelo una hora antes, y se me ocurrió que no existe diferencia entre los hombres, ni de inteligencia ni de raza, tan profunda como la diferencia entre los enfermos y los sanos. Wilson estaba tan enfermo que parecía culpable, imperdonablemente culpable, como si acabara de dejar embarazada a una pobre chica.

—Le venderé el coche —dijo Tom—. Se lo mandaré mañana por la tarde.

Aquel sitio tenía siempre algo inquietante, incluso a la luz clara de la tarde, y volví la cabeza como si me hubieran avisado de que algo acechaba a mi espalda. Sobre los montones de ceniza los ojos gigantescos del doctor T. J. Eckleburg seguían vigilantes, pero, al cabo de un momento, me di cuenta de que otros ojos nos miraban con especial intensidad a menos de seis metros de distancia.

En una de las ventanas de la planta superior del garaje las cortinas se habían movido, entreabriéndose, y Myrtle Wilson miraba hacia el coche. Estaba tan absorta que no era consciente de que la observaban, y una emoción tras otra aparecían en su cara como objetos en una foto que se va revelando despacio. Su expresión era curiosamente familiar: era una expresión que yo había visto muchas veces en caras de mujeres, pero que en la cara de Myrtle parecía gratuita e inexplicable hasta que descubrí que sus ojos, de par en par por el terror de los celos, no se clavaban en Tom, sino en Jordan Baker, a la que había tomado por su mujer.




No hay confusión parecida a la confusión de una mente simple y, mientras nos alejábamos, Tom sentía los latigazos del pánico. Su mujer y su amante, hasta hacía una hora seguras y sin mancha, escapaban precipitadamente de su control. El instinto lo llevaba a pisar el acelerador con el doble propósito de adelantar a Daisy y dejar atrás a Wilson, y corrimos hacia Astoria a ochenta kilómetros por hora hasta que, entre los pilares como patas de araña del tren elevado, vimos el cupé azul que circulaba sin prisa.


—Los cines grandes de la calle Cincuenta están refrigerados —sugirió Jordan—. Me encanta Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie. Tienen algo muy sensual, como de fruta madura, como si fueran a caernos en las manos todo tipo de frutas exóticas.

La palabra «sensual» tuvo el efecto de inquietar aún más a Tom, pero antes de que pudiera inventar una protesta el cupé se detuvo, y Daisy nos indicó que paráramos a su lado.

—¿Adónde vamos? —gritó.

—¿Nos metemos en un cine?

—Hace demasiado calor —se quejó Daisy—. Meteos vosotros. Nosotros daremos una vuelta y luego os veremos —con un esfuerzo su ingenio levantó ligeramente el vuelo—. Nos encontraremos en cualquier esquina. Yo seré el hombre que esté fumando dos cigarrillos.

—Aquí no podemos hablarlo —dijo Tom con impaciencia, y en ese momento, detrás de nosotros, un camión pitó irritado—. Seguidme hasta la zona sur de Central Park, frente al Plaza.

Varias veces Tom se volvió a mirar su coche, y cuando el tráfico los obligaba a rezagarse disminuía la velocidad hasta que volvía a verlos. Creo que temía que tomaran una calle lateral y salieran de su vida para siempre.

Pero no lo hicieron. Y todos acabamos dando un paso mucho menos explicable: alquilamos el salón de una suite en el Hotel Plaza.

Se me ha olvidado la larga y tumultuosa discusión que acabó reuniéndonos en aquella habitación, aunque conservo un recuerdo físico y claro de que, en el curso del debate, los calzoncillos insistían en trepar por mis piernas como una serpiente y de que gotas frías de sudor me corrían intermitentemente por la espalda. La idea nació de la sugerencia de Daisy de que alquiláramos cinco cuartos de baño y tomáramos baños fríos, y luego asumió la forma más tangible de «buscar un sitio donde bebernos un julepe de menta». Todos repetimos y repetimos que era «un disparate», y todos hablamos a la vez con un conserje perplejo y pensamos, o fingimos pensar, que éramos muy divertidos...

En la habitación, muy amplia, hacía un calor agobiante y, aunque eran ya las cuatro, al abrir las ventanas apenas si entró el soplo caliente de los árboles del parque. Daisy se acercó al espejo y, dándonos la espalda, se arregló el pelo.

—Es una suite muy chic —murmuró Jordan muy seria, y todos nos reímos.

—Abrid otra ventana —ordenó Daisy, sin volverse.

—No hay más.

—Muy bien, entonces pediremos por teléfono un hacha.

—Lo que hay que hacer es olvidar el calor —dijo Tom impaciente—. Lo multiplicáis por diez protestando.

Desenvolvió de la toalla la botella de whisky y la puso en la mesa.

—¿Por qué no deja en paz a Daisy, compañero? Es usted el que quería venir a la ciudad.

Hubo un momento de silencio. La guía de teléfonos se desprendió del clavo y se estrelló contra el suelo, y Jordan murmuró «Perdónenme», pero esta vez no se rió nadie.

—Voy a cogerla —me ofrecí.

—Ya le he cogido —Gatsby examinó el cordel roto, soltó un «Hum» interrogativo y la dejó en una silla.

—Ésa es una de sus grandes expresiones, ¿no? —dijo Tom, cortante.

—¿Cuál?

—Eso de «compañero». ¿De dónde la ha sacado?

—Préstame atención, Tom —dijo Daisy, dejando de mirarse al espejo—, si vas a hacer alusiones personales no me quedaré aquí ni un minuto. Llama y pide hielo para el julepe de menta.

Cuando Tom levantó el auricular el calor comprimido estalló en sonidos y oímos los acordes portentosos de la Marcha nupcial de Mendelssohn, procedentes de la planta de abajo, del salón de baile.

—Imaginaos casarse con este calor —dijo Jordan con tono sombrío.

—Calla, que yo me casé en pleno mes de junio —recordó Daisy—. ¡Louisville en junio! Uno se desmayó. ¿Quién se desmayó, Tom?

—Biloxi —respondió, seco.

—Uno que se llamaba Biloxi, «Blocks» Biloxi, fabricante de cajas (esto es auténtico), y era de Biloxi, en Tennessee.

—Lo llevaron a mi casa —dijo Jordan— porque vivíamos a dos pasos de la iglesia. Y se quedó tres semanas, hasta que papá le dijo que se fuera. Al día siguiente papá murió —al cabo de unos segundos añadió—. No hay relación entre las dos cosas.

—Yo conocía a un tal Bill Biloxi, de Memphis —señalé.

—Era su primo. Me contó toda la historia de la familia antes de irse. Me regaló un putter de aluminio que uso todavía.

La música se había extinguido cuando empezó la ceremonia y en aquel momento nos llegó por la ventana una larga ovación, seguida por gritos intermitentes de «Sí, Sí, Sí», y, por fin, una explosión de jazz que marcó el comienzo del baile.

—Nos estamos haciendo viejos —dijo Daisy—. Si fuéramos jóvenes, nos levantaríamos y nos pondríamos a bailar.

—Acuérdate de Biloxi —la previno Jordan—. ¿Dónde lo conociste, Tom?

—¿Biloxi? —hizo un esfuerzo para concentrarse—. Yo no lo conocía. Era amigo de Daisy.

—No —dijo Daisy—. Yo no lo había visto en mi vida. Llegó en uno de los vagones alquilados.

—Bueno, él dijo que te conocía. Decía que se había criado en Louisville. Asa Bird nos lo trajo a última hora y preguntó si teníamos sitio para él.

Jordan sonrió.

—Probablemente quería volver a casa de gorra. Me dijo que era presidente de vuestro curso en Yale.

Tom y yo nos miramos sin entender.

—¿Biloxi?

—En primer lugar, no teníamos presidente.

El pie de Gatsby golpeaba ritmicamente el suelo, nervioso, y Tom lo miró de repente.

—Por cierto, mister Gatsby, tengo entendido que es usted antiguo alumno de Oxford.

—No exactamente.

—Sí, tengo entendido que fue a Oxford.

—Sí, fui a Oxford.

Pausa. Y luego la voz de Tom, incrédula e insultante.

—Debió de ser por la misma época en que Biloxi fue a New Haven.

Otra pausa. Un camarero llamó a la puerta con menta y hielo picados pero ni su «gracias» ni la puerta que se cerró suavemente rompieron el silencio. Aquel detalle extraordinario iba a aclararse por fin.

—Ya le he dicho que estuve en Oxford.

—Lo he oído, pero me gustaría saber cuándo.

—Fue en 1919. Sólo estuve cinco meses. Por eso no puedo considerarme antiguo alumno de Oxford.

Tom echó un vistazo a su alrededor para ver si, como un espejo, reflejábamos su incredulidad. Pero nosotros mirábamos a Gatsby.

—Fue una oportunidad que se les dio a algunos oficiales después del armisticio —continuó—. Podíamos ir a cualquier universidad de Inglaterra o Francia.

Me dieron ganas de levantarme y darle una palmada en la espalda. Sentí uno de esos renacimientos de absoluta confianza en él que ya había experimentado otras veces.

Daisy se levantó, sonriendo débilmente, y se acercó a la mesa.

—Abre el whisky, Tom —ordenó—. Y te prepararé un julepe de menta. Luego no te sentirás tan estúpido... Dime cuánta menta te pongo.

—Espera un segundo —la interrumpió Tom, violento—. Quiero hacerle a mister Gatsby una pregunta más.

—Adelante —dijo Gatsby, muy correcto.

—¿Qué tipo de conflicto está usted intentando provocar en mi casa?

Por fin hablaban abiertamente y Gatsby parecía satisfecho.

—No está provocando ningún conflicto —Daisy miró con desesperación a uno y a otro—. Lo estás provocando tú. Por favor, contrólate un poco.

—¡Que me controle! —repitió Tom, incrédulo—. Supongo que la última moda es sentarte y dejar que un don Nadie de No sé dónde enamore a tu mujer. Bueno, si la idea es ésa, no contéis conmigo... Hoy día se empieza por despreciar la vida de familia y la institución familiar, y el siguiente paso será tirar todo por la borda y permitir los matrimonios entre blancos y negros.

En la euforia de sus apasionados despropósitos, ya se veía defendiendo solo la última barrera de la civilización.

—Aquí todos somos blancos —murmuró Jordan.

—Sé que no resulto demasiado simpático. No doy grandes fiestas. Supongo que tienes que convertir tu casa en una pocilga para tener amigos... en el mundo moderno.

Aunque me había puesto de mal humor —como todos—, sentía verdaderas tentaciones de reírme cada vez que Tom abría la boca. Su transición de libertino a mojigato había sido perfecta.

—Tengo algo que decirle, compañero —empezó Gatsby.

Pero Daisy le adivinó la intención.

—¡Basta, por favor! —lo interrumpió con un gesto de impotencia—. Por favor, vámonos a casa. ¿Por qué no nos vamos todos a casa?

—Es una buena idea —me levanté—. Vamos, Tom. A nadie le apetece una copa.

—Quiero saber lo que mister Gatsby tiene que decirme.

—Su mujer no lo quiere —dijo Gatsby—. Nunca lo ha querido. Me quiere a mí.

—¡Usted debe de estar loco! —exclamó Tom automáticamente.

Gatsby se puso en pie de un salto, tenso por la emoción.

—Nunca lo ha querido, ¿lo oye? —gritó—. Sólo se casó con usted porque yo era pobre y estaba cansada de esperarme. Fue un terrible error, pero en su corazón nunca ha querido a nadie, sólo a mí.

En ese momento Jordan y yo intentamos irnos, pero Tom y Gatsby, compitiendo en firmeza, insistieron en que nos quedáramos, como si ninguno de los dos tuviera nada que esconder y fuera un privilegio compartir indirectamente sus emociones.

—Siéntate, Daisy —Tom buscaba, sin éxito, un tono paternal—. ¿Qué ha pasado? Quiero saberlo todo.

—Ya le he dicho lo que ha pasado —dijo Gatsby—. Durante cinco años... Y usted no lo sabía.

Tom, cortante, se volvió hacia Gatsby.

—¿Llevas cinco años viendo a este tipo?

—Viendo, no —dijo Gatsby—. No, no podíamos. Pero nos hemos querido durante todo ese tiempo, compañero, y usted no lo sabía. A veces me reía —pero no había risa en sus ojos— al pensar que usted no lo sabía.

—Ah, eso es todo —Tom unió sus dedos gordos como un sacerdote y se retrepó en el sillón—. ¡Está usted loco! —estalló—. No puedo hablar de lo que pasó hace cinco años, porque entonces yo no conocía a Daisy. Pero que me condene si entiendo cómo pudo usted acercarse a menos de un kilómetro de Daisy a no ser que llevara los ultramarinos a la puerta de servicio. Todo lo demás es una maldita mentira. Daisy me quería cuando se casó conmigo y me sigue queriendo.

—No —dijo Gatsby, moviendo la cabeza.

—Me quiere, a pesar de todo. El problema es que a veces se le meten en la cabeza tonterías y no sabe lo que hace —Tom asintió como un sabio—. Y, lo que es más, yo también quiero a Daisy. De vez en cuando me pego una juerga y me porto como un idiota, pero vuelvo siempre y, en lo más profundo de mi corazón, nunca he dejado de quererla.

—Eres repugnante —dijo Daisy. Se volvió hacia mí, y su voz, descendiendo una octava, llenó la habitación de emoción y desprecio—. ¿No sabes por qué nos fuimos de Chicago? Me asombra que no te hayan contado la historia de esa juerga.

Gatsby dio unos pasos y se puso a su lado.

—Daisy, todo eso ha terminado —dijo con pasión—. Ya no importa. Dile la verdad, que nunca lo has querido, y todo habrá acabado para siempre.

Daisy lo miró sin verlo.

—Pero ¿cómo, cómo habría podido quererlo?

—Nunca lo has querido.

Daisy dudó. Nos miró a Jordan y a mí como suplicando, como si por fin se diera cuenta de lo que estaba haciendo, y como si nunca, durante todo aquel tiempo, hubiera tenido la menor intención de hacer nada. Pero ya estaba hecho. Era demasiado tarde.

—Nunca lo he querido —dijo con evidente reticencia.

—¿Ni siquiera en Kapiolani? —preguntó Tom de repente.

—No.

Del salón de baile, entre oleadas de aire caliente, nos llegaban acordes apagados y sofocantes.

—¿Ni el día que te llevé en brazos desde el Punch Bowl para que no se te mojaran los zapatos, Daisy? —había una ternura ronca en su tono.

—Por favor, basta —la voz sonó fría, pero el rencor había desaparecido. Miró a Gatsby—. Ya ves, Jay —dijo, pero le temblaba la mano cuando intentó encender un cigarrillo. De pronto tiró el cigarrillo y la cerilla encendida a la alfombra—. ¡Pides demasiado! —le gritó a Gatsby—. Te quiero, ¿no es suficiente? No puedo borrar el pasado —empezó a sollozar sin poder contenerse—. Lo he querido, pero también te quería a ti.

Los ojos de Gatsby se abrieron y se cerraron.

—¿También me querías a mí? —repitió.

—Incluso eso es mentira —dijo Tom despiadadamente—. Ni siquiera sabía si usted seguía vivo. Hay cosas entre Daisy y yo que usted no conocerá jamás, cosas que ninguno de los dos olvidará nunca.

Las palabras parecían morder en el cuerpo de Gatsby.

—Quiero hablar a solas con Daisy —insistió—. Ahora está demasiado alterada...

—Ni siquiera a solas puedo decir que nunca he querido a Tom —admitió Daisy con la voz quebrada—. No sería verdad.

—Por supuesto que no —convino Tom.

Daisy se volvió hacia su marido.

—Como si eso te importara —dijo.

—Por supuesto que me importa. Voy a cuidar mejor de ti de ahora en adelante.

—No ha comprendido usted —dijo Gatsby con una sombra de pánico—. No volverá a cuidar de ella.

—¿No? —Tom abrió los ojos de par en par y se echó a reír. Ya no tenía problemas para controlarse—. ¿Y eso por qué?

—Daisy va a dejarlo.

—Tonterías.

—Pues es verdad —dijo ella con evidente esfuerzo.

—¡Ella no va a dejarme! —las palabras de Tom cayeron súbitamente sobre Gatsby—. Y, desde luego, no por un vulgar estafador que tendría que robar el anillo que le pusiera en el dedo.

—¡Esto es insoportable! —gritó Daisy—. ¡Vámonos, por favor!

—Porque ¿quién es usted a fin de cuentas? —remató Tom—. Uno de la pandilla que rodea a Meyer Wolfshiem, por lo que he podido saber. He investigado un poco en sus asuntos, y mañana seguiré.

—Puede hacer al respecto lo que crea conveniente, compañero —dijo Gatsby con serenidad.

—He descubierto lo que eran sus drugstores —se dirigió a nosotros, hablando muy rápido—. Él y ese Wolfshiem compraron un montón de drugstores en callejuelas de aquí y de Chicago y se dedicaron a vender licor de contrabando. Ése es uno de sus trucos. Me pareció un contrabandista de alcohol la primera vez que lo vi, y no me equivoqué demasiado.

—¿Y qué? —dijo Gatsby con mucha corrección—. Creo que a su amigo Walter Chase el orgullo no le impidió participar en el negocio.

—Y usted lo dejó en la estacada, ¿no? Dejó que pasara un mes en la cárcel de Nueva Jersey. ¡Santo Dios! Tendría que oír lo que Walter dice de usted.

—Vino a nosotros sin un centavo. Se puso muy contento de llevarse algún dinero, compañero.

—¡No me llame compañero! —gritó Tom. Gatsby no dijo nada—. Walter podría haberlos denunciado por el asunto de las apuestas, pero Wolfshiem le metió miedo para que cerrara la boca.

La cara de Gatsby había recuperado esa expresión suya, extraña y, sin embargo, reconocible.

—El negocio de los drugstores sólo era calderilla —continuó Tom despacio—, pero ahora lleva entre manos algo de lo que Walter no se atreve a hablarme.

Observé a Daisy, que clavaba los ojos, aterrada, en Gatsby o en su marido, y a Jordan, que había empezado a mantener en equilibrio sobre el mentón un objeto invisible pero absorbente. Luego me volví hacia Gatsby y me asustó su expresión. Parecía —y lo digo con absoluto desprecio hacia las calumnias que se oían en su jardín— haber matado a alguien. Por un momento la expresión de su cara habría podido ser descrita de ese modo fantástico.

Pasó ese momento, y Gatsby empezó a hablar con Daisy muy nervioso, negándolo todo, defendiendo su nombre de acusaciones que nadie había hecho. Pero a cada palabra ella iba refugiándose más en sí misma, y Gatsby se rindió, y sólo el sueño muerto siguió su combate mientras la tarde se desvanecía, tratando de alcanzar lo que ya no era tangible, peleando sin fortuna y sin desesperar, buscando la voz perdida al fondo de la habitación.

La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

—¡Por favor, Tom! No aguanto más.

Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

—Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

—Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

—¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

No contesté.

—¿Nick? —me preguntó otra vez.

—¿Qué?

—¿Quieres?

—No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.




Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.


Así seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer, que empezaba a refrescar.




Michaelis, el joven griego que regentaba el café que había junto a los montones de cenizas, fue el principal testigo de la investigación. Se había dormido por el calor hasta después de las cinco, luego había dado un paseo hasta el garaje y había encontrado a George Wilson, enfermo en su oficina, verdaderamente enfermo, pálido como su pelo descolorido, y tiritando, temblando. Michaelis le aconsejó que se acostara, pero Wilson no quiso, diciendo que si lo hacía perdería mucho dinero. Mientras su vecino intentaba convencerlo, arriba estalló un violento alboroto.


—Tengo encerrada a mi mujer —explicó Wilson muy tranquilo—. Va a estar ahí hasta pasado mañana. Y ese día nos vamos.

Michaelis se quedó asombrado; eran vecinos desde hacía cuatro años, y nunca había creído a Wilson capaz de decir algo como lo que acababa de decir. Habitualmente era uno de esos hombres derrotados: cuando no trabajaba se quedaba sentado en una silla, a la entrada, y miraba a la gente y a los coches que pasaban por la carretera. Si alguien le hablaba, se reía siempre de un modo agradable y cándido. Era de su mujer, no de sí mismo.

Y, como es natural, Michaelis intentó averiguar qué había sucedido, pero Wilson no decía una palabra y lanzaba sobre su vecino extrañas miradas recelosas y le preguntaba qué había hecho a determinadas horas determinados días. Michaelis empezaba a sentirse molesto cuando pasaron unos trabajadores por la puerta camino del restaurante y aprovechó la oportunidad para irse, con la intención de volver más tarde. Pero no volvió. Cree que se le olvidó. Cuando volvió a salir, poco después de las siete, recordó la conversación porque oyó los gritos indignados de mistress Wilson en la planta baja del garaje.

—¡Pégame! —la oyó gritar—. ¡Tírame al suelo y pégame, cobarde asqueroso, miserable!

Un momento después se lanzó a la oscuridad de la calle, agitando los brazos y chillando, y antes de que Michaelis pudiera moverse de su puerta todo había terminado.

El «coche de la muerte», como lo llamaron los periódicos, no paró; salió de la noche cada vez más cerrada, titubeó trágicamente un instante y desapareció en la curva más próxima. Michaelis no estaba seguro del color: al primer policía le dijo que era verde claro. Otro coche, que iba en dirección a Nueva York, se detuvo casi cien metros más allá y su conductor se apresuró a volver donde Myrtle Wilson, después de perder la vida violentamente, había quedado de rodillas en la carretera y mezclaba su sangre espesa y oscura con el polvo.

Ese hombre y Michaelis llegaron los primeros, pero cuando le rompieron y abrieron la blusa, todavía húmeda de sudor, vieron que el pecho izquierdo, suelto, se movía como un colgajo, y no era necesario intentar oír los latidos del corazón. La boca se le había abierto de par en par, con las comisuras ligeramente desgarradas, como si le hubiera resultado traumático liberar la tremenda vitalidad que había acumulado durante tanto tiempo.

Vimos a los tres o cuatro automóviles y al grupo de gente cuando todavía estábamos a cierta distancia.

—¡Un accidente! —dijo Tom—. Eso es bueno. Por fin Wilson tendrá algo de trabajo.

Disminuyó la velocidad, aunque aún no tenía intención de detenerse, hasta que, más cerca, las caras enmudecidas y reconcentradas de la gente en la puerta del garaje lo obligaron a frenar automáticamente.

—Vamos a echar un vistazo —dijo, inseguro—, sólo un vistazo.

Tomé conciencia en ese momento de un sonido sordo y quejumbroso que brotaba sin cesar del garaje, un sonido que, cuando nos bajamos del cupé y nos acercábamos a la puerta, se convirtió en las palabras «Dios mío, Dios mío», susurradas una y otra vez en una especie de estertor.

—Aquí ha pasado algo grave —dijo Tom, preocupado.

Se puso de puntillas para mirar por encima de un círculo de cabezas el interior del garaje, iluminado por una solitaria luz amarilla que, protegida por una rejilla metálica, pendía del techo. Su garganta emitió entonces un sonido ronco y, a empujones, se abrió paso con la potencia de sus brazos.

El círculo volvió a cerrarse entre un enérgico murmullo de protesta y por un momento no pude ver nada. Luego llegó más gente, se rompió la fila y, de pronto, a Jordan y a mí nos empujaron al interior.

El cuerpo de Myrtle Wilson, cubierto por una manta sobre la que habían echado otra manta, como si hubiera sentido frío aquella noche de calor, yacía sobre una mesa de trabajo, junto a la pared, y Tom, dándonos la espalda, se inclinaba sobre él, inmóvil. A su lado un policía de tráfico, sudando y corrigiendo mucho, apuntaba nombres en un cuaderno. Al principio no podía localizar la fuente de las palabras y los gemidos agudos que resonaban clamorosamente en el garaje sin muebles, y luego vi a Wilson, en el umbral de su oficina, de pie en el único escalón, bamboleándose, agarrado a las jambas de la puerta con las dos manos. Un hombre le hablaba en voz baja y, de vez en cuando, intentaba ponerle una mano en el hombro, pero Wilson ni oía ni veía. Bajaba muy despacio los ojos, de la luz que pendía del techo a la mesa y su carga junto a la pared, para volver con un espasmo a la luz, sin dejar de emitir nunca su grito agudo y terrible:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

De pronto, como sobresaltado, Tom levantó la cabeza y, después de recorrer el garaje con una mirada vidriosa, le masculló algo incoherente al policía.

—Eme, a, uve... —decía el policía en ese momento—, o...

—No, erre... —corrigió el hombre—. Eme, a, uve, erre, o...

—¡Présteme atención! —murmuró Tom, feroz.

—erre... —dijo el policía—, o...

—ge...

—ge... —alzó la mirada cuando la ancha mano de Tom cayó de repente sobre su hombro—. ¿Qué quiere, amigo?

—¿Qué ha pasado? Eso es lo quiero saber.

—La pilló un coche. La mató en el acto.

—La mató en el acto —repitió Tom, con la mirada perdida.

—Salió corriendo a la carretera. Ese hijo de puta ni siquiera paró el coche.

—Había dos coches —dijo Michaelis—. Uno que iba y otro que venía, ¿me entiende?

—¿Qué iba adónde? —preguntó el policía con mucho interés.

—Cada uno en una dirección. Bueno, ella... —la mano se levantó hacia las mantas pero se detuvo a medio camino y volvió a caer a lo largo del costado—. Ella salió corriendo y el coche que venía de Nueva York le dio de lleno. Iba a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.

—¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el agente.

—No tiene nombre.

Se acercó un negro pálido, bien vestido.

—Era un coche amarillo —dijo—, amarillo y grande. Nuevo.

—¿Vio usted el accidente? —preguntó el policía.

—No, pero el coche pasó a mi lado en la carretera. Iba a más de sesenta. Iba a ochenta o noventa.

—Venga y dígame su nombre. Ahora, silencio. Quiero apuntar su nombre.

Algunas palabras de la conversación debieron de llegarle a Wilson, que se bamboleaba en la puerta de la oficina, porque de repente un nuevo tema cobró voz entre sus gritos gemebundos.

—¡No hace falta que me diga cómo era el coche! ¡Sé cómo era!

Miré a Tom y vi que se le tensaban bajo la chaqueta los músculos de la espalda. Fue hacia donde estaba Wilson y, deteniéndose ante él, lo cogió con fuerza por los brazos.

—Tiene que sobreponerse —dijo con brusquedad, para tranquilizarlo.

Los ojos de Wilson repararon en Tom. Se levantó sobre la punta de los pies y, si Tom no lo hubiera sujetado, se habría desplomado de rodillas.

—Oiga —dijo Tom, zarandeándolo—. Acabo de llegar de Nueva York hace un momento. Le traía el cupé del que habíamos hablado. El coche amarillo que yo conducía esta tarde no es mío. ¿Me oye? No lo he visto en toda la tarde.

El negro y yo éramos los únicos que estábamos lo suficientemente cerca para oír lo que decía Tom, pero el policía captó algo en el tono de la voz y nos miró con ojos hostiles.

—¿Qué pasa ahí? —preguntó.

—Soy amigo suyo —Tom volvió la cabeza, pero sus manos siguieron sosteniendo con firmeza el cuerpo de Wilson—. Dice que conoce el coche del accidente... Ha sido un coche amarillo.

Por algún instinto indeterminado el policía consideró sospechoso a Tom.

—¿Y de qué color es su coche?

—Azul. Es un cupé.

—Hemos llegado directamente de Nueva York —dije.

Uno que durante un tramo nos había seguido con su coche confirmó lo que yo decía, y el policía dio media vuelta.

—A ver si ahora puedo escribir correctamente su nombre...

Cogiendo a Wilson como a un muñeco, Tom lo metió en la oficina, lo sentó en una silla y volvió.

—Por favor, que alguien venga a hacerle compañía —soltó con verdadera autoridad.

Se mantuvo vigilante hasta que los dos hombres que estaban más cerca intercambiaron una mirada y entraron de mala gana en el cuarto. Tom cerró entonces la puerta, bajó el único escalón y evitó mirar hacia la mesa del garaje. Cuando pasó a mi lado, murmuró:

—Vámonos.

Tímidamente, pero con la autoridad de los brazos de Tom para abrirnos paso, avanzamos a través del grupo de gente, que seguía aumentando, y dejamos atrás a un médico que llegaba a toda prisa con su maletín en la mano, y al que habían llamado media hora antes en un arranque de disparatada esperanza.

Tom condujo despacio hasta que pasamos la curva. Entonces pisó a fondo el acelerador y el cupé se adentró en la noche a toda velocidad. Poco después oí un sollozo ronco, contenido, y vi que las lágrimas le corrían por la cara.

—¡Maldito cobarde hijo de puta! —gimoteó—. Ni siquiera paró.




La casa de los Buchanan flotó de improviso hacia nosotros a través del rumor y la oscuridad de los árboles. Tom se detuvo ante el porche y miró a la segunda planta, donde dos ventanas se abrían iluminadas entre las enredaderas.


—Daisy está en casa —dijo. Mientras nos apeábamos del coche, me miró y arrugó la frente—. Debería haberte dejado en West Egg, Nick. Esta noche no podemos hacer nada.

Había sufrido un cambio, y hablaba con gravedad y decisión. Recorríamos a la luz de la luna el sendero de grava que lleva al porche, y Tom liquidó la situación con un par de frases concluyentes.

—Pediré un taxi por teléfono para que te lleve a casa y, mientras lo esperas, lo mejor es que vayas con Jordan a la cocina para que os preparen algo de cena, si te apetece —abrió la puerta—. Pasad.

—No, gracias. Pero te agradeceré que me pidas un taxi. Esperaré fuera.

Jordan me puso la mano en el brazo.

—¿No quieres entrar, Nick?

—No, gracias.

Me sentía mal y quería estar solo. Pero Jordan insistió un poco más.

—Sólo son las nueve y media —dijo.

Quedarme hubiera sido una maldición: un día entero en su compañía ya me parecía bastante, y aquello, inesperadamente, incluía también a Jordan, que debió de percibir algo de eso en mi expresión, porque dio media vuelta, subió corriendo las escaleras del porche y se metió en la casa. Me senté un rato con la cabeza entre las manos hasta que oí descolgar el teléfono y la voz del mayordomo que pedía un taxi. Entonces bajé despacio el paseo con la idea de esperar junto a la cancela.

No había recorrido veinte metros cuando oí mi nombre y Gatsby salió de entre dos arbustos. Yo debía de estar muy descentrado en ese momento porque en lo único que podía pensar era en la luminosidad del traje rosa de Gatsby bajo la luna.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Sólo estar aquí, compañero.

Me pareció una ocupación despreciable, no sé por qué. Por lo que yo sabía, podía desvalijar la casa en cualquier instante; no me hubiera sorprendido ver las caras siniestras de «la pandilla de Wolfshiem» detrás de él, en la oscuridad de los matorrales,

—¿Habéis visto algo en la carretera? —preguntó al cabo de unos segundos.

—Sí.

—¿Ha muerto?

—Sí.

—Eso me pareció, y se lo dije a Daisy. Era mejor que recibiera la impresión de golpe. Lo soportó muy bien.

Hablaba como si la reacción de Daisy fuera lo único importante.

—Fui a West Egg por una carretera secundaria —continuó— y dejé el coche en mi garaje. Creo que no nos vio nadie, pero, claro, no estoy seguro.

Había llegado a resultarme tan desagradable que no consideré necesario decirle que se equivocaba.

—¿Quién era la mujer? —preguntó.

—Se llamaba Wilson. Su marido es el dueño del garaje. ¿Cómo diablos ha sido?

—Intenté girar el volante... —dejó de hablar y de repente adiviné la verdad.

—¿Conducía Daisy?

—Sí —dijo al cabo de unos segundos—, pero diré que fui yo, por supuesto. Ya sabes, cuando salimos de Nueva York estaba muy nerviosa y pensó que conducir la tranquilizaría... Y esa mujer apareció corriendo en el momento en que nos cruzábamos con un coche que venía en dirección contraria. Todo sucedió en un instante, pero creo que la mujer quería decirnos algo, que nos confundía con algún conocido. Bueno, Daisy giró primero hacia el otro coche para esquivar a la mujer, pero entonces perdió los nervios y volvió a girar. En el momento en que mi mano alcanzaba el volante, sentí el impacto. Debió de matarla en el acto.

—La destrozó.

—No me lo cuentes, compañero —hizo un gesto de dolor—. Bueno, Daisy aceleró. Traté de hacer que parara, pero ella no podía, así que tiré del freno de mano. Entonces se echó entre mis brazos y ya seguí conduciendo yo. Mañana estará bien —añadió enseguida—. Voy a esperar aquí por si trata de molestarla por lo que ha pasado esta tarde, tan desagradable. Se ha encerrado con llave en su habitación y, si él intenta alguna brutalidad, encenderá y apagará la luz varias veces.

—Tom no la tocará —dije—. No piensa en ella.

—No me fío de él, compañero.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar?

—Toda la noche, si es necesario. Por lo menos, hasta que se acuesten todos.

Vi entonces el asunto desde otra perspectiva. Supongamos que Tom descubría que la que conducía era Daisy. Podía intuir alguna conexión, cualquier cosa... Miré hacia la casa; había dos o tres ventanas con luz y, en el segundo piso, el resplandor rosa de la habitación de Daisy.

—Espera aquí —le dije a Gatsby—. Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.

Volví bordeando el césped, crucé sin hacer ruido el sendero de grava y subí de puntillas los escalones de la galería.

Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas y comprobé que no había nadie en la habitación. Pasando el porche donde habíamos cenado aquella noche de junio tres meses antes, llegué a un pequeño rectángulo de luz que imaginé la ventana de la antecocina. La persiana estaba echada, pero descubrí una rendija en el alféizar.

Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.

Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados. Había en la escena un aire de intimidad, de naturalidad, y cualquiera los hubiera tomado por dos conspiradores.

Cuando salía de puntillas del porche, oí mi taxi, que se acercaba a la casa por la carretera a oscuras. Gatsby esperaba en el sendero, donde lo dejé.

—¿Está todo tranquilo? —me preguntó, preocupado.

—Sí, está todo tranquilo —titubeé—. Sería mejor que te vinieras a casa, a dormir.

Dijo que no con la cabeza.

—Esperaré aquí hasta que Daisy se acueste. Buenas noches, compañero.

Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y volvió a escudriñar celosamente la casa, como si mi presencia manchara lo sagrado de su misión de centinela. Así que me fui y lo dejé allí, a la luz de la luna, vigilando la nada.

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